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Una reglamentación vaga, que elude los controles externos

Por Martín Böhmer

Hay reglamentaciones que no reglamentan, que sólo distribuyen funciones para que quienes las ejerzan cuenten con la capacidad necesaria para decidirlas de acuerdo con su leal saber y entender. En la reglamentación de la nueva Agencia Federal de Inteligencia (AFI) estamos ante una de ellas. El decreto, publicado ayer en el Boletín Oficial, distribuye funciones, pero no las delimita. Sólo recurre al viejo truco de la vaguedad. Así la Agencia o su superjefe, el director general, que sólo reporta al Poder Ejecutivo, tiene a su cargo la estrategia y las tácticas de la inteligencia nacional, criminal y militar de la Nación respecto de cosas tales como «terrorismo», «atentados contra el orden constitucional y la vida democrática», «la criminalidad organizada» o «el uso fraudulento y la difusión ilegal de contenidos».

Si uno tomara sólo esta última frase tendría una idea de lo que estamos enfrentando. Los contenidos de los que habla la regulación son aparentemente los que se encuentran en redes informáticas, aunque no queda del todo claro. Pero aun en una interpretación restrictiva, si la Agencia es capaz de espiar con tal excusa amplísima, los contenidos que cualquiera comparta en las redes resulta evidente el peligro para la libertad de expresión, la diversidad de opiniones o la robustez del debate público que surge del efecto amenazador de tan amplia definición de la jurisdicción del espionaje estatal.

Este no-reglamento tampoco nos dice cuáles serían ni cómo se conforman los criterios de política pública en materia de recolección de datos ni cuáles son los oscuros «protocolos funcionales» que los definirían. Tampoco regula cómo se clasifican o desclasifican las informaciones secretas utilizadas ni cuál es la forma de acceder a información que el decreto admite que es pública (ya que tampoco tenemos ley de acceso a la información).

Este nivel de falta de certeza en los límites de los espías amplía el poder de la Agencia y del Poder Ejecutivo, sin ningún contralor externo. Sería razonable esperar que, de la misma forma que la política de persecución penal del Estado debería estar sujeta a la deliberación previa al menos ante el Poder Legislativo y a la rendición de cuentas ante los organismos de control constitucionales, la política de seguridad y la capacidad del Estado de investigar nuestras actividades también lo estuvieran.

Los problemas de falta de rendición de cuentas ya vienen de la ley y el reglamento no hace nada para resolverlos. Si bien la Agencia contará con un inspector auditor de Asuntos Internos, él o ella es designado por el director de la Agencia, de la misma forma que los miembros del Tribunal de Disciplina. En definitiva: todo el poder al director, es decir, al Ejecutivo, sin controles externos ni límites claros en la definición de sus tareas.

Esta no-reglamentación va en la misma línea que el desmantelamiento de los organismos de control y de información del que venimos siendo testigos desde hace muchos años y es resultado de la convicción de que gobernar es decidir sin discusión ni control alguno, es mandar en soledad y ser acatado en silencio.

El autor es investigador principal de Cippec y profesor de UdeSA.

Fuente: La Nacion.


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