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Roberto Carlés, el problema del alineamiento con el poder

Por Roberto Gargarella

Muchos hemos conocido al candidato propuesto por el kirchnerismo para la Corte Suprema, Roberto Carlés, a través de su participación en la comisión que redactó el proyecto de reforma del Código Penal. Su labor en la comisión fue destacada, demostró conocimientos técnicos, capacidad para presentar y defender argumentos en público y destreza para conciliar posiciones diferentes. Por lo demás, cuatro características del candidato que han sido presentadas como críticas a su postulación son -a mi parecer y en principio- virtudes en cualquier candidato: la proveniencia académica; la juventud; el hecho de que tenga ideas fuertes sobre el derecho, y la cuestión de que posea convicciones políticas definidas.

Si en lo personal tengo una posición crítica sobre la nominación de Carlés, se debe a los detalles propios con que se completan cada uno de los datos y, en particular, con el tipo de vínculo que lo une al gobierno de turno.

Vayamos por partes.

Ante todo, históricamente, en la Argentina, Colombia, Italia o los Estados Unidos -para citar sólo unos pocos casos diversos- los jueces de la Corte provenientes de la academia jurídica (y no de la misma judicatura) han aportado innovaciones extraordinarias en los tribunales en que participaron. Resulta crucial saber, sin embargo, de qué tipo de trayectoria académica hablamos. Una brillante carrera académica puede ameritar un cargo en la Corte (como ocurrió con Eugenio Zaffaroni o Ricardo Lorenzetti), pero en el caso de Carlés, esa carrera se sitúa recién en los primeros escalones. Tal vez por su extrema juventud o tal vez por su pronto (y legítimo) interés en el trabajo político, la carrera académica de Carlés es muy limitada: no se reconoce en su CV ningún artículo sustantivo, ni alguno publicado en una revista con referato o evaluación imparcial (dato decisivo para una vida académica); su tesis doctoral, presentada en Italia, no aporta novedades significativas, más allá de tener -notablemente- la dimensión de una muy breve tesina, y su principal cargo académico (por concurso) es el de auxiliar docente, el escalón más bajo. Es valorable, también, el compromiso de un candidato en el ámbito público-político, pero el cargo que ostenta Carlés como asesor en el Senado, en el área de Mantenimiento (un hecho algo insólito, en relación con un cargo al que habría accedido a través del vicepresidente Amado Boudou, y al que dedica poca presencia efectiva, mientras recibe un sueldo importante), merece contarse como un antecedente contrario, antes que favorable (digo esto sin ponerme a indagar la veracidad -hoy en cuestión- de su currículum).

En relación con las posturas que ha defendido Carlés en materia jurídica (estrictamente, en el área del derecho penal), tiendo a simpatizar con muchas de ellas. En particular, en la Argentina de hoy, marcada por una práctica penal conservadora y brutalmente represiva, alentada en los hechos por el Gobierno, y dentro de un ámbito como el penal, plagado de injustificadas posiciones reaccionarias y populistas, poner el acento -como lo hace Carlés- en la protección de las garantías individuales me parece valioso. Sin embargo, disentí y disiento de él en relación con aspectos sustantivos y procedimentales de la reforma penal en la que trabajó. Sustantivamente -es mi opinión-, la reforma no peca de «progresista» y «garantista» como han dicho algunos miembros de la oposición, sino exactamente de lo contrario: por ser conservadora (como reconoció el propio Eugenio Zaffaroni) y por ser demasiado poco garantista. El lenguaje de la reforma sigue siendo el tradicional: el derecho penal sigue hablando el idioma de la cárcel, la pena bruta, los años de castigo, dentro de un marco todavía clasista y sesgado en contra de los más débiles. Mientras tanto, en términos procedimentales, la reforma propuesta estuvo definida desde un primer momento por el elitismo que sigue siendo característico de nuestras elites penales que -por más que en algunos casos invoquen los valores propios de la izquierda jurídica- insisten en repudiar toda vinculación entre la reflexión penal y la democracia (nuestras máximas cabezas penales siguen oponiéndose al juicio por jurados, defienden las formas más cerradas del control judicial y rechazan cualquier involucramiento del «pueblo» en la discusión penal, alegando que «abrir las puertas a la democracia es correr hacia el populismo penal», una opinión dependiente de una concepción paupérrima de la democracia). En el caso particular de Carlés, las tensiones entre sus proclamas (cercanas al abolicionismo) y los resultados conseguidos (un Código a la vieja usanza, defendido como si fuera un Código de avanzada) generan preocupaciones obvias.

Finalmente, considero excelente -no un problema- que un futuro juez tenga convicciones políticas fuertes o compromisos sociales intensos. El problema radica en el decidido alineamiento de Carlés con el gobierno de turno. En todo el mundo se exige que el Poder Judicial (y en particular, los tribunales superiores) actúe ante todo como contrapeso frente al poder político dominante, y como control ante las autoridades en ejercicio. Exigimos este tipo particular de independencia frente al gobierno de turno en países como los nuestros y en épocas como las que vivimos, marcadas por gravísimos abusos de poder (abusos expresados en leyes antiterroristas; servicios de inteligencia dirigidos al espionaje de la oposición; represión sobre minorías políticas y comunidades indígenas, etcétera).

Tales consideraciones (que de ningún modo implican afirmar que el poder político siempre actuará mal, ni niegan la importancia de evitar los abusos del poder económico) nos dicen que resulta crucial contar con un Poder Judicial bien preparado y dispuesto para resistir las pretensiones arbitrarias del gobierno de turno, cualquiera que sea su signo. Por lo mucho que conocemos de las opiniones políticas de Carlés (dada su adicción a Twitter, un mal de época), contamos con preocupantes indicios sobre las implicaciones de su seguidismo hacia el Gobierno: como jurista que es, Carlés defendió insólitamente la re-re-reelección presidencial; acompañó la agresiva campaña oficial contra Bergoglio, que mutó en amorosa defensa del nuevo papa apenas resultó conveniente; insultó irrespetuosamente a toda la oposición, y avaló la reciente y preocupante propuesta oficial de transferir las «escuchas de inteligencia» a la Procuración (una Procuración fanatizada que, según nos dice la Justicia, viene decidiéndolo todo, sistemáticamente, de modo contrario a derecho).

Este alineamiento fuerte con el gobierno de turno -que no es lo mismo que el irreprochable hecho de que alguien simpatice con algunas o muchas políticas oficiales- nos habla de un rasgo de conducta que debiera bastar para bloquear su postulación: qué garantías podría darnos un juez como él frente a nuevos o potenciales abusos promovidos por el poder. Necesitamos jueces predispuestos a hacer exactamente lo contrario, es decir, jueces que, en lugar de prepararse para salir a la caza de argumentos justificatorios de lo que hace el poder, sean capaces de oponerse sin miramientos a cualquier iniciativa oficial violatoria de derechos.

Fuente: La Nación.


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