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La elección más controlada de la historia

Por Romina Manguel

Tucumán podría convertirse no sólo en la cuna de la Independencia, sino también en el lugar de la gesta de una nueva conciencia cívica. La Corte Suprema de la provincia dijo que no hubo fraude en las elecciones de agosto. Que nada de lo que pasó tuvo la capacidad de alterar el resultado y que no se puede anular una elección por hechos de violencia aislados. Que existieron episodios, pero que no alcanzan para inferir que el proceso estuvo viciado. Y que el candidato que ganó ganó.

El «tucumanazo» de agosto repercutió en todos los rincones del país y convirtió las elecciones presidenciales del 25 de octubre en las más controladas y fiscalizadas de la historia. Todos actuaron como si hubiese llegado la hora de poner en práctica el proceso de evacuación que repitieron tantas veces durante simulacros. Pero esta vez sin la desidia ni la apatía de otras veces, al percibir que si no bajaban corriendo las escaleras podían ponerse en riesgo.

Los partidos políticos jugaron fuerte también e hicieron uso por primera vez de herramientas que ya existían y que hasta ahora no parecían considerar necesarias. Reforzaron la fiscalización en las mesas, apelaron a la figura del fiscal de escuela además de los fiscales que custodiaban sus votos en cada mesa, estuvieron presentes en todos los centros de escaneo. En las elecciones de 2013, Sergio Massa y Gerardo Morales habían sido los únicos que solicitaron autorización para que estuvieran sus fiscales en esos centros. En las PASO no hubo nadie, ni siquiera ellos. El domingo, en el Centro Nacional de Cómputos había fiscales de todos los partidos, una presencia que hasta ahora parecía reservada al interés del que salía segundo para controlar la elección. Y si quedaba alguna duda flotando en el aire, muchos candidatos a intendente pusieron autos a seguir a los colectivos con las urnas y hasta a los camiones dotados de sistema satelital.

¿Por qué ninguno de estos actores hizo antes lo que se suponía que debía hacer? Tucumán y su cuestionada elección explican gran parte de lo que sucedió, pero no todo. Si durante los últimos años la oposición derrapaba en terreno resbaladizo, Tucumán le dio la huella en el barro. Llenó de contenido los blancos del discurso. Y obligó al oficialismo a ponerse a la defensiva.

Pero con eso no alcanza. La posibilidad concreta de ganar es la segunda parte de la respuesta. Probablemente desde 2003, cuando Ricardo López Murphy y Elisa Carrió estuvieron a pocos puntos del triunfo, es la primera vez que los partidos de la oposición sintieron que podían ganar en las urnas y no resignarse a administrar el pedazo de poder que les tocaba. Cambiemos fue la conjunción de poder económico y la renovación que aportó Pro sumada al poder territorial histórico de la UCR. Pero ¿ganaron porque controlaron? No. Controlaron porque creyeron que podían ganar. Y en la provincia de Buenos Aires romper con el paradigma de la derrota permanente que imperaba desde 1987. La fiscalización expresó la masa de votantes. ¿Los controles evitaron el fraude? ¿El resultado hubiera sido otro si se hubiesen relajado los mecanismos para garantizar la transparencia? Probablemente no. Pero acotó el margen de esgrimir fraude ante la sorpresa de lo que revelaron las urnas. Tucumán lo hizo.

En el segundo piso del edificio del Correo Argentino, el ministro de Justicia, Julio Alak; algunos de sus asesores; el director nacional electoral, Alejandro Tullio, y otros pocos empleados del Ministerio de Justicia terminaban nerviosos las bandejas de sushi que acababan de pedir. Apenas unos tragos de gaseosa completaban la cena tardía. Tullio había advertido que debido a los controles los resultados no estarían hasta las 23. Había pasado esa hora y la paciencia no sobraba. La Presidenta ya sabía que el resultado era irreversible. Desde el búnker de Cambiemos se filtraron los números. Un camarista electoral llamó por teléfono: «El proceso fue impecable. No lo arruinen».

Se trataba de una elección presidencial, de las más reñidas que se recuerden, donde por primera vez desde 1912 la Dirección Nacional Electoral dependía del Ministerio de Justicia. Una pequeña parte de la línea política del ministerio insistía en que todavía podían cambiar los números. A las 23.40, Alak y Tullio dieron la cara. Y unos minutos después el país quedaba boquiabierto ante los resultados oficiales.

Por primera vez en años los partidos políticos tomaron nota del reclamo histórico de la Cámara Electoral: hay que cambiar el sistema. Lo dijeron pre y post-Tucumán: hay una acordada de 2007. Pero esta vez el escenario era distinto. No se trataba siquiera de 2009, cuando Francisco de Narváez le ganaba al propio Néstor Kirchner (entonces a las 21 ya estaban los resultados), ni siquiera cuando el Frente Renovador, de Sergio Massa, dio la sorpresa en 2013. Tal vez los inmovilizados, abúlicos y desganados creyeron entonces que se trataba de internas históricas del peronismo y que debían resolverse entre peronistas. La Cámara Electoral insistía: la ley electoral fue pensada para dos partidos. Ahora hay más de 500. Este sistema no da para más. El oficialismo no sólo aceptó las nuevas condiciones acordadas por todos los apoderados del resto de los partidos, sino que, a través de la Dirección Electoral, autorizó la partida de más de 60 millones de pesos para implementarlas. ¿Por qué lo hizo? Porque no había margen para rechazar medidas de transparencia. Las urnas de Tucumán ardían en todos lados. ¿Por qué el resto de los partidos y los electores reaccionaron ahora? Porque había algo en juego: nada más y nada menos que la posibilidad de desbancar al oficialismo tras doce años de gestión. Creían tener algo que ganar. Si existiera un tipo de egoísmo que pudiese ser funcional a la sociedad, éste es un ejemplo. «Lo hice para mí.» Pero terminó siendo para todos la elección más controlada y menos cuestionada de la historia.

 


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