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Caballo de Troya

Por Romá Lejtman

Cristina asumió que Daniel Scioli no gana el ballottage y diseñó una estrategia que implica culpar de la eventual derrota al candidato oficialista, juntar los restos de su facción partidaria y relanzar su figura política en los comicios parlamentarios de 2017. Fernández de Kirchner repite idéntica lógica que Carlos Menem: prefiere al peronismo en la derrota que entregar la banda presidencial a un enemigo partidario que detesta.

Sucedió con Eduardo Duhalde en 1999, y ahora pasa con Scioli y su legítima aspiración de conquistar la Casa Rosada.

Gustavo Marangoni es culto y tiene código político. No le gustan las campañas sucias y es leal a Scioli. Pudo haber sacado más votos que Mariano Recalde en la Capital Federal, pero un llamado directo del gobernador bonaerense volteó su candidatura como Jefe de Gobierno de la Ciudad. Fue una exigencia de CFK, que DOS cumplió para confirmar su estilo manso de acumulación de poder.

Aníbal Fernández sabe tanto como Marangoni de historia política y filosofía clásica. Pero su lealtad pertenece al poderoso de turno. Fue menemista, duhaldista, kirchnerista y ahora defiende a Cristina. Perdió como candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, repitiendo el récord de Herminio Iglesias en 1983, es el ministro de peor imagen pública y en Tribunales ya lo están esperando para que dé cuentas en casos vinculados a la corrupción estatal y el narcotráfico.

Si Fernández estuviera sin enchufe, ya hubiera callado, renunciado o usado su sapiencia rosquera para ayudar a Scioli. Pero Aníbal juega con Cristina, que sueña con volver y necesita que DOS pague todos los costos políticos en un balotaje que es cuesta arriba. El Jefe de Gabinete no se cansa de limar al candidato oficial y su última ofensiva implicó cuestionar a Marangoni, el alfil que mueve Scioli para defender con articulación dialéctica un programa que aparece como un spin off del oficialismo puro.

Mientras tanto, Scioli busca una táctica electoral que lo ubique de nuevo en el centro del ring. Se trata de una difícil tarea: es improbable que un voto negativo de un candidato opositor (Massa/Stolbizer), se transforme en un voto oficialista traccionado por una campaña que apela al miedo como valor político.

Scioli da pelea y está solo. Apenas tiene el consuelo de su familia, su gabinete y el Vaticano. Francisco no perdona a Cristina y aún no decidió si habrá audiencia de despedida antes que concluya su mandato presidencial. Fernández de Kirchner había prometido al Papa que DOS iba tener todo el apoyo de Balcarce 50 y no cumplió. Al contrario, lo puso a Aníbal que derrotó a Julián Domínguez, un diputado con llegada directa a Santa Marta.

El candidato oficial está en un cruce de caminos. Si continúa con su campaña Síndrome de Estocolmo, el destino final es La Ñata. En cambio, si rompe su dependencia psicológica y apela a los gobernadores peronistas, sus chances pueden crecer. Se trata de una decisión personal, que pone a prueba su espíritu.

CFK conoce las tribulaciones de su candidato y aguarda para asestarle un nuevo golpe. Puede ser un discurso de casi 240 minutos sin nombrarlo, una ironía de Aníbal antes de ingresar a Balcarce 50, una operación de Oscar Parrilli y sus servicios de inteligencia, una amenaza personal de Carlos Zannini o la verba semántica de Carta Abierta. Todo dependerá del humor y la voluntad de la Presidente.

Para tomar una decisión final, Scioli podría leer un texto histórico que Marangoni y Fernández conocen de memoria: «En primer lugar, me parece que es más fácil conservar un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque así sucediese, sólo tendría que esperar, para reconquistarlo, a que el usurpador sufriera el primer tropiezo», Nicolás Maquiavelo (El Príncipe, capítulo II, De los principados hereditarios).

Fuente: Cronista.


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