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Agustín, crónica de una muerte anunciada

Por Romina Manguel

Austín buscó defenderse hasta último momento. Pesaba poco, menos de lo que debería pesar un nene de cinco años. Decía que las pesadillas recurrentes le sacaban el hambre. Dormía peor desde que su mamá había empezado a convivir con Osvaldo Leandro Sarli, el hombre que terminaría matándolo.

Esa tarde, en el baño de su casa del barrio de Flores, donde vivían también su hermana de siete años y un hijo de Sarli, Agustín supo que no tendría sentido resistirse. Probó con hablar, le pidió que se tranquilizara, trató de explicarle que no se había puesto el pantalón al revés a propósito, que se había hecho encima y no quería que se notara, justamente, para evitar eso que siempre sucedía, porque todo lo llevaba al mismo escenario de violencia. Hasta tal punto los golpes contra él eran habituales en esa planta baja del edificio de la calle Yerbal que la jueza Silvia Ramond se refirió al asesinato de Agustín como «una muerte anunciada».

La vida de Agustín transcurría entre la casa y el colegio. Hacía muy poco que la familia había llegado de Villa Gesell y apenas tenían algunos conocidos. No había casas de amigos. Ni un club. Ni actividades extracurriculares. Por eso, más allá de las responsabilidades penales que la Justicia circunscribió a la madre cómplice y al padrastro que lo asesinó, su muerte se volvió una pregunta hacia la escuela. ¿Por qué nadie había detectado el tormento que padecía Agustín? La maestra y la directora, por decisión del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, fueron apartadas de sus cargos hasta que se investigue si siguieron o no los protocolos que indican alertar a las autoridades en casos de violencia.

La Justicia también se preguntó por ellas, las docentes, y por los vecinos que escucharon los gritos y por los familiares cercanos y por los médicos que lo atendieron las tantas veces que fue lastimado. ¿Nadie vio, escuchó, percibió,intuyó nada?

Las lesiones de Agustín eran visibles. Los tres dientes que le faltaban no eran propios de esas fotos de sonrisas pícaras e historias del Ratón Pérez. Agustín empezó el año lectivo tarde y con un certificado de un cirujano dentista en el que hablaba de trauma bucal con pérdida de piezas dentales y laceración del primer cuadrante, donde hubo que hacer una sutura. La madre habló con las maestras y explicó algo sobre un accidente en la bañera. Un chichón del 13 de abril y un moretón de unos días antes producto, según la madre, de un descuido de la niñera. Tres eventos traumáticos en menos de un mes. Sumado a reiteradas faltas. Algunas justificadas por un médico, bronquiolitis. Otras, sin razón. ¿Qué pasó con los médicos que lo atendieron? Agustín tenía lesiones de quemaduras de cigarrillos. Un profesional de la salud las confundió con sarampión.

La maestra de Agustín, Alejandra Bellini, dice no haber visto nada distinto de lo habitual entre otras familias de la escuela, dice que participaban de las actividades educativas a las que se los convocaba. Confiar en la explicación de la madre sobre los golpes y las faltas pudo haber sido su error. Porque en este caso la madre cubría con historias falsas al agresor de su hijo y fue cómplice de su asesinato. Las docentes insisten en que no activaron los mecanismos porque no había ninguna alerta que emitir. Ni nadie a quien dar intervención porque no había hecho en el cual intervenir. Pero de haberlo habido, de haber detectado ellas el problema, dicen que hay apenas un equipo de pocas personas para todo el distrito y no un gabinete pedagógico por escuela. Las más de cinco mil personas que se reunieron para apoyarlas entre padres, docentes, alumnos y gremialistas dicen que quienes tomaron la decisión de separarlas del cargo nunca estuvieron en una escuela pública. Y dicen que los docentes no dan abasto. Las autoridades del Ministerio lo desmienten con cifras concretas: un aumento progresivo del presupuesto destinado a fortalecer a equipos de psicólogos y psicopedagogos.

¿Una maestra con 27 chicos de 5 años sola y sin un auxiliar puede estar atenta y detectar anomalías en el comportamiento de un alumno que va poco menos que nada y acaba de incorporarse? ¿La deuda social del desamparo y la violencia doméstica la tienen que subsanar las maestras? ¿Qué fue lo que pasó? Nadie en su sano juicio podría siquiera pensar que les daba lo mismo si Agustín vivía o se moría. Si lo golpeaban o no. Aun así eran las adultas responsables en el ámbito donde el menor pasaba la mitad de su día. Y es por eso que, a pesar del reclamo de la comunidad educativa, el ministro Esteban Bullrich se mostró inflexible en su determinación de mantenerlas alejadas de sus cargos hasta que no se pueda responder sin márgenes de duda qué fue lo que pasó.

«Torpeza», repetía la mamá de Agustín ante los golpes, «cada día más torpe este chico».

Nadie responsabiliza a la maestra ni a la directora por la muerte de Agustín. Ni a ellas, ni a los vecinos que escucharon sus gritos, ni siquiera a los familiares que no vivían con ellos e hicieron declaraciones cuando ya era tarde. No hay dudas sobre quién lo mató y cómo: la principal testigo de cargo tiene siete años, extraña a su hermano, fue alejada de su hogar y aún así relató la pesadilla que vivió sin pensar en represalias, sin esa indiferencia o esa desatención que la jueza señala en tantos adultos que miraron para otro lado.

A Agustín le faltó el cuidado de quienes tenían que garantizarle el amparo, primero. Y después le faltó una mirada atenta. Una de todas las que lo rodeaban: la de las maestras, los vecinos, los médicos, los familiares. El responsable del asesinato está detenido, muy preocupado por la falta de cigarrillos y la incomodidad de la celda, pero sin rastros de arrepentimiento. Una madre cómplice por omisión que podría seguirle los pasos. Dentro de su casa, Agustín vivió el horror. Y afuera nadie supo escuchar lo poco que contó y mostró. Las señales que alguien debía saber leer para salvarlo.

Fuente: La Naciòn.


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