Adelanto de “Los crímenes de Moisés Ville. Una historia de gauchos y judíos”, de Javier Sinay. Publicado por Tusquets Editores. www.loscrimenesdemoisesville.com
Capítulo 7: el crimen de la familia Waisman (y la memoria como un deber)
En la noche invernal del 28 de julio de 1897, un grupo de jinetes llegó hasta la puerta de Joseph Waisman. La familia, de origen ruso, se había agrandado en el suelo argentino con el nacimiento de cuatro hijos –el último, de apenas 22 días- y hacía parecer pequeño a ese caserón de ladrillo en el medio del campo donde también funcionaba el almacén que atendía el propio Joseph, un hombre de alrededor de treinta años que ya lucía avejentado.
El cabecilla de los jinetes golpeó la puerta y esperó, conteniendo la respiración.
Cinco años antes, el padre de Joseph Waisman había tomado la decisión de dejar la región de Kamenetz-Podolosk junto a su familia: Froim Zalmen Waisman era su nombre, y temía por sus cuatro hijos y por sus nietos. Era bien sabido, en las estepas del zar, que el servicio militar caía sobre los israelitas como un escarmiento especial desde que en 1827 una ley promulgada por Nicolás I les había impuesto una conscripción de veinticinco años. El zar, que pensaba que sólo de esa manera podría forzar la asimilación de ese pueblo extraño, montó un cuerpo especial de khapers o raptores oficiales que arrancaban a los niños y los enviaban a criarse en batallones infantiles.
Influenciado por los “argentinistas” que se desparramaban por los shtetls –y conociendo bien la experiencia de los podolier, que habían partido de su misma ciudad-, en 1892 el viejo Froim Zalmen se subió a un barco y dejó atrás las crueldades zaristas. Cargó a su esposa y a tres de sus hijos con él, y envió en otro buque a su hijo mayor, Joseph, con su esposa Gitl y sus tres niños. Además de los baúles de utensilios, las valijas de ropa y los canastos de comida, Froim Zalmen llevaba un acolchado para el que pedía máxima atención, del que no se despegaba nunca. Algunas semanas después, los changarines del puerto de Buenos Aires se sorprendieron con el cuidado que ese hombre tenía para con su acolchado –no sabían que entre las plumas cargaba lingotes de oro: era lo que le había quedado a Froim Zalmen de la venta de su molino harinero en Kamenetz-Podolosk. Ahora toda su fortuna y su futuro estaban ahí adentro.
Cuando llegó a Moisés Ville, reconvertido luego de pasar por la aduana de migraciones en “Fermín Salomón”, el viejo Waisman se reencontró con varios de sus viejos vecinos rusos. Con sus ahorros de oro abrió un almacén en Moisés Ville y ayudó a su hijo Joseph a poner el suyo más allá, en el campo camino a Palacios. Su hijo vivió durante unos años en ese caserón de ladrillo donde también tenía el almacén y escuchó sin poder dar crédito la historia de la fundación de la colonia y del hambre en los galpones ferroviarios. Todo había ocurrido ahí mismo, en Palacios, en un tiempo cercano que parecía sin embargo un pasado enrarecido. Después de abrir los dos negocios, los lingotes de oro que todavía sobraban fueron envueltos cuidadosamente y enterrados, para sembrar arriba.
Así, las cosas marcharon bien. Durante un tiempo.
Pero la noche del 28 de julio de 1897 llegó irremediable, irreparable.
– Esa fue una noche espantosa en la que los borrachos querían vino… ¡y mi abuelo Joseph no quiso abrirles! –evoca ahora Juana Waisman, la hija de Marcos (o Meyer) Waisman, uno de los hijos de Joseph Waisman.
Ese niño, Marcos –entonces de ocho años-, tuvo suerte: se encontraba con su hermano Bernardo (o Bani, de diez años) en la casa de su abuelo Froim Zalmen, en el pueblo de Moisés Ville, adonde acudía a clase. Eran los mayores entre siete hermanos y fueron los únicos de la familia que no estaban en el almacén cuando llegó la “gente salvaje, maligna, criminal” de la que habla ahora su hija, Juana Waisman.
Ella es la persona más cercana al hecho con la que puedo conversar: tiene 95 años cuando la visito en el geriátrico donde pasa sus días, una casona en la que los pisos de madera crujen y los ancianos miran sorprendidos a los visitantes, a poco andar del centro de la ciudad de Rosario.
Juana no leyó el texto de “Las primeras víctimas judías en Moisés Ville”, pero no se sorprende cuando le cuento que Mijl Hacohen Sinay le dedicó dos páginas –lo que no es poco- al caso de su familia, que fue el que trajo el horror más hondo a la colonia. “Cuando se acercaba la noche, el jefe de familia, Joseph Waisman, estaba a punto de cerrar el negocio mientras su mujer, Gitl, acostaba a dormir a sus cuatro niños en uno de los cuartos”, escribió mi bisabuelo. “El mayor de ellos era un niño de 13 años y había dos mujeres mellizas, además de un niño de seis años. Cuando Waisman quiso cerrar su puerta escuchó que desde afuera golpeaban muy fuerte. Volvió entonces para abrir y vio a algunos bandidos que se abalanzaron, y enseguida recibió una puñalada en el corazón. Ante los gritos de muerte de su marido, su esposa entró al negocio corriendo desde el dormitorio, y también le clavaron un cuchillo en el pecho. La mujer cayó al suelo y quedó agonizando junto a él.
“La escena siguiente se dio en la otra habitación, donde los bandidos mataron a los niños. El hermano mayor trató de hacerles frente, pero en un instante estuvo tirado en el piso con su cuerpo cortado en pedazos. A las dos mujeres las balearon sobre sus camas: les agujerearon sus corazones y luego les cortaron el cuello. Mientras los bandidos estaban ocupados con la masacre, el niño más chico se arrastró silenciosamente fuera de su cama, salió de la casa y se escondió entre los altos pastos del campo.
“Cuando terminaron con la masacre, robaron todo y desaparecieron sin dejar rastro. Los vecinos se enteraron del hecho recién a la mañana siguiente. Sin embargo, durante la tragedia se habían lanzado gritos, gemidos y pedidos de auxilio, pero nadie había escuchado nada, pues las siete casitas que componían la comunidad de Palacios estaban separadas a una distancia considerable. Es por eso que resultó imposible para los vecinos escuchar los lamentos y los gritos de las víctimas. Cuando los habitantes de Moisés Ville fueron a Palacios -todos al unísono: gente adulta, gente vieja, jóvenes, niños y mujeres-, apenas recibida la noticia de semejante tragedia, y vieron el cuadro patético que había quedado en la casa de Waisman, lo tomaron de un modo angustiante: fue un lamento general de hombres y mujeres.
“El local, como el pequeño negocio, parecía un pogrom. Todo lo que los gauchos no se habían llevado estaba expandido por el piso, roto y pisoteado junto con la sangre de los cuerpos sin vida del marido y de la mujer, cuyas caras lucían terriblemente. Aún peor era el dormitorio, que parecía una carnicería. El piso y las ventanas donde dormían los niños estaban cubiertos de sangre. El acolchado estaba empapado. El muchacho mayor yacía en el suelo con su cuerpo destrozado. Las mellizas estaban degolladas como dos pollos, tiradas sobre sus camas y pintadas con su propia sangre.
“Las víctimas fueron llevadas a Moisés Ville, donde se les dio sepultura en el cementerio. Durante el funeral se escucharon lamentos y llantos histéricos que llegaron hasta el cielo, de mujeres y de hombres que no dejaban de desmayarse”.
La tumba donde fueron enterrados los Waisman es la más larga del cementerio de Moisés Ville. Un desprevenido podría pensar que allí yace un gigante, pero en realidad el padre, la madre, la hija y el hijo fueron colocados en línea recta, tocando los pies de uno la cabeza del otro. Por algún motivo, no se encuentran en el sector 5, el de los asesinados, sino en otro sector de sepulturas antiguas, el número 6, donde ocupa la sepultura 6 de la fila 2. A más de 120 años, la sepultura de los Waisman pasó a ser una referencia –acaso, turística: “Pasando la tumba larga”, dice el que quiere indicar dónde.
Pero su lápida todavía cuenta un poema de miedo, breve como un lóbrego haiku en hebreo: “Aquí yacen los santificados/ Herr Mordejai Joseph hijo de/ Froim Zalmen su esposa/ Gitl hija de Moshe/ su hija doncella Perl/ su hijo el niño Baruj/ que fueron muertos por manos de asesinos” (nada de “Waisman” sobre la roca: los nombres israelitas bastan y sobran para emprender el viaje final).
Ahora los ojos azules de Juana Waisman –ya algo grisáceos- miran con la tranquilidad de un mar calmo, a la vez que sus palabras arrastran una lejana resonancia de ídish –de aquel ídish con el que se crió en un hogar argentino donde se rezaba a la mañana y a la noche.
– Nunca se supo nada -dice.- ¡Había miedo! Porque en Monigotes había una selva donde se guarecían los criminales y no se los podía delatar porque se corría el riesgo de ser muerto. Pero todos sabían lo que pasaba. Porque aparte ellos también habían matado en el pueblo a un tal Kantor… En esa época había mucho miedo a los bandidos.