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El amable genocida

Por Ricardo López Dusil*

Murió Bignone. Un tipo sencillo y amabilísimo. También un genocida. A él le debo una de las notas más interesantes que hice en los 40 años de periodismo que cumpliré en agosto.

Bien avanzada la tarde del 31 de junio de 1982 la gente que cubría Gobierno en La Nación tuvo la primicia de su nombramiento. El diario, como ocurre cada vez que hay una noticia importante, era un hervidero. Por entonces, yo era redactor de Locales. Teníamos la sección cerrada. Mi jefe y amigo, Roberto Solans, me dice que ese nombre le suena, que cree que alguna vez lo nombró al pasar la jefa de prensa de la Municipalidad de Morón, Isabel Vila, que le parece que el tipo vive en Castelar. Roberto intenta comunicarse con Isabel, pero no lo logra. Queríamos buscar algún dato de “color”, alguna cosa anecdótica para aportarle a la sección Gobierno. Por entonces, el periodismo se ejercía con buenas dosis de entusiasmo y adrenalina. Y si algo verdaderamente interesante ocurría en aquella redacción era el interés por involucrarnos.

Tomamos una decisión: yo iría con un auto equipado con Motorola en camino a Castelar, para ganar tiempo. Y Roberto seguiría intentando comunicarse con Isabel para ver si conseguía la dirección. Llegamos a Castelar sin noticias de dónde vivía Bignone, así que dimos algunas vueltas en el auto, sin rumbo. Hacía frío y no había un alma en la calle. Con el fotógrafo, Oscar Pineiro, ya estábamos pensando que la nota era fiambre cuando sonó la voz distorsionada de Roberto en la Motorola. Tenía el dato de una esquina.

Violante, el chofer, sacó la guía Filcar de la guantera, encendió la luz del habitáculo y nos pusimos a buscar. Finalmente llegamos. Era de noche y en la esquina solo había un patrullero y dos policías. Cuando vieron el auto con tres tipos, nos apuntaron. Les dijimos que éramos de La Nación y que teníamos que ver al general Bignone. Los policías nos señalaron la esquina que estaba en diagonal. Habíamos llegado temprano; el gobierno todavía no había reforzado la guardia que correspondía a un presidente.

La única expectativa que teníamos era que alguien (un familiar, la empleada, un vecino) nos diera algún dato de ese general que pocos conocían. Toco el timbre. Sale un hombre joven, con un perro. El perro parecía inofensivo; el hombre, no tanto. Le digo que venimos a ver al general Bignone, que somos fulano y mengano. Y antes de que el tipo pudiera contestar, una voz emergió de detrás de la puerta entreabierta: “pasen”.

Nos encontramos con un hombre con barba de un par de días, en pijama, con pantuflas de felpa. Cuando me da la mano y dice “le aclaro que no voy a hacer declaraciones con contenido político” nos damos cuenta de que dimos con el tipo. Oscar saca la cámara, relamiéndose con la imagen inusitada de ese presidente de entrecasa, pero Bignone lo para en seco: “ni se le ocurra sacarme una foto así“. Nos sentamos en el sillón del living. Oscar, resignado, guarda la cámara. Le digo que no esperaba tener la suerte de que me recibiera y que quería tener datos personales, de la familia y esas cosas. Me dice que tiene tres hijos. Dos mujeres y un varón. Nombra a las chicas y dice lo que hacen. Le pregunto por el varón. El tipo con cara de perro malo parece a punto de ladrar. Bignone, manso y amable, le pide a su mujer que traiga algo para tomar. Se acerca y me dice: “le pido discreción; mi hijo es enfermo y ese es un gran dolor que tenemos“. Seguimos hablando de nimiedades, pero nada de política.

Empiezan a llegar a la casa unos cuantos visitantes: familiares, una pareja joven que supongo que son una hija y el yerno del presidente y algunos tipos de uniforme. Saludan a los abrazos al general y también a nosotros, que ya habíamos pasado a formar parte de ese paisaje festivo. La mujer le pide a Reynaldo que se cambiara. Yo intento tirarle de la lengua un poco más. Y me dice, en tono de susurro, que va a convocar a la multipartidaria (los dirigentes de todo el espectro político). En ese momento, un golazo.

Así que salimos. Eran las 12 de la noche. Me comunico por Motorla con la Redacción. Roberto me dice que volvamos tranquilos, que el diario ya cerró. Le digo que tengo a Bignone. Escribano le arrebata la radio a Roberto y su voz aparece en nuestro auto: “usted está jodiendo, ¿no es cierto?” Me sorprendió lo de “jodiendo”, palabra inusual en un tipo tan esmeradamente correcto como Escribano. Le cuento lo que tenemos. Escribano decide parar la impresión del diario y reservar un espacio generoso para la tapa. Yo intento encontrar el comienzo de la nota en el camino a la redacción y pasar en blanco algunas de las ideas. Llegamos al diario. Me siento frente a mi Lexicon 80 y empiezo a escribir, con Escribano mirando por sobre mis hombros. Ya había llamado a un tipo del taller y a medida que voy terminando una página, la arranca de la máquina, le da un vistazo por arriba y la manda a componer. No sé si la nota fue buena o no, pero la historia, en sí misma, supe desde el mismo instante en que desarrolló que sería inolvidable.

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La relación con Bignone tendría, sin embargo, otro episodio, también fortuito. En agosto de 1982 muere Bartolomé Mitre, el director del diario, padre del actual. Se lo veló en la sede del diario, en la calle Bouchard. Se cortaron algunas calles de los alrededores. El diario se llenó de personalidades. Escribano había pedido que en la planta baja, además de las recepcionistas habituales, hubiera varios redactores que pudieran reconocer a los visitantes para anotarlos y acompañarlos hasta el sexto piso. Llegaron deportistas famosos y no tanto, actores, políticos, figurones…
En el hall del edificio fuimos anotando la lista de visitantes para luego publicarla y cuando conocíamos a algún personaje importante, lo acompañábamos hasta el sexto piso, donde se velaba al viejo Mitre.

Tuve la suerte de que en el momento en que hacía guardia en el hall llegó el presidente, con su corte de matones. El tipo me reconoció y se acercó a saludarme, así que le dije que lo acompañaría hasta el sexto piso. Llegamos a los ascensores y ordenó a la custodia que subieran en uno y que nosotros dos iríamos en otro, a solas. Subimos y el tipo me dice: «quería estar a solas para agradecerle la delicadeza que tuvo al referirse a mi hijo y que no me ridiculizara por haberlo recibido en pijama». (En la nota yo había puesto que su hijo más chico era estudiante y que al presidente lo habíamos encontrado con ropa de entrecasa). En el sexto piso me dio un abrazo. Yo no sabía, por entonces, que ese tipo tan afable era un asesino.

*Fuente: tomado del facebook del autor.


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