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Las mordazas ideológicas que nos silencian

Por Norma Morandini

¡Qué fuerza poderosa de autoengaño la de la ideología, en cuyo nombre se justifican las muertes, las prisiones y el terror de los tiranos! Pasó con los crímenes de Stalin, negados por buena parte de la intelectualidad de izquierda durante años.

Pasó igual con la revolución cubana: fue doloroso reconocer la mentira detrás de la promesa del hombre nuevo. Y vuelve a suceder ahora con el silencio de los que se autodefinen «progresistas» y no denuncian las violaciones de los derechos humanos en la Venezuela de Maduro .

Patria es una novela portentosa que bien puede leerse en clave argentina. Tanto por la violencia de los años 70 como por las consecuencias que nos dejó ese tiempo de odio y confrontación. Pero si entre las víctimas es mucho más fácil reconocernos iguales en el sufrimiento ante las muertes y los secuestros de familiares que han dejado lugares vacíos en tantas mesas familiares de nuestro país, perturba la virulencia y el impudor de los que invocan nuestros muertos para imponer una visión política antidemocrática que justifica las torturas y las prisiones de los gobiernos que les son afines ideológicamente. Así sucede con las organizaciones de derechos humanos de nuestro país que nada han dicho del régimen de Nicolás Maduro, que ha violado todos los derechos de la democracia.

Sin embargo, aún sobrevive una concepción política que tolera la prepotencia de Maduro y se fastidia con el pacifismo de los que trabajan contra la intolerancia. Silencios e intolerancias se justifican con el mismo argumento: «No hacerle el juego a la derecha». El ex juez Baltasar Garzón, que juzgó a Pinochet, calificó de «golpista» a Leopoldo López , en consonancia con muchos intelectuales de izquierda en nuestro continente que responsabilizan a la oposición por la violencia en el país bolivariano sin que hayan aprendido la dramática lección sudamericana: el que viola los derechos humanos es el Estado que debe protegerlos.

Preso político fue el disidente chino Li Xiao Bo, encarcelado precisamente por pedir libertades democráticas. Sin embargo, ninguna organización defensora de los derechos humanos levantó la voz para reclamar por el premio Nobel de la Paz Li Xiao Bo, condenado a 11 años de prisión por el delito de opinión. Debía quedar libre en 2020. Murió el mes pasado en la prisión.

En la Argentina apenas nos separan cuatro décadas de los tiempos en que cada muerte se vengaba con otro cadáver en una espiral de violencia que nos destruyó como país y cuyas consecuencias se perpetúan. El dolor por las ausencias, las cárceles, el exilio o simplemente por el terror que nos maniató como sociedad sirvió para que los argentinos valoráramos la democracia constitucional que nació bajo el mejor auspicio, el fin de la impunidad, los juicios que condenaron el terrorismo de Estado y el mayor consenso al que jamás haya llegado antes nuestro país, el Nunca Más a la violencia política. En la medida en que nos fuimos alejando de ese pasado, se fueron rehabilitando los sectores de la izquierda que comenzaron a participar en el espacio público, el de los debates, la opinión y la participación política. Fue en la década pasada, con la instrumentación del dolor y la utilización política de los derechos humanos, cuando muchos desnudaron su índole antidemocrática. No sólo porque no critican al régimen de Maduro, sino también porque no respetan las ideas ajenas ni dudan de las propias.

Consolidar la democracia constitucional lleva tiempo. Ahora lo sabemos. Nos resta encarnar los valores de respeto y de convivencia. Al final, de lo que se trata es de «hacerle el juego a la democracia», la irónica expresión del abogado Emilio García Méndez, quien junto con otros intelectuales y académicos ha puesto en debate la nueva agenda de los derechos humanos, ya sin el maniqueísmo de los que se apropiaron de la memoria ni las descalificaciones personales que atentan contra todo debate intelectual honesto. No se trata del remordimiento del guerrillero de la ETA, ya que entre nosotros ningún sector se ha responsabilizado de la violencia pasada. El tiempo actual requiere otras valentías, como por ejemplo atreverse a enfrentar en el espacio polarizado de la opinión toda forma de humillación y denigración de las diferencias. Además de que seamos capaces de poner en duda las que creemos nuestras certezas. «El valor de la democracia sólo es posible si tenemos el valor de enfrentarnos al odio», se lee en un pequeño gran libro: Contra el odio, escrito por Carolin Emcke, una de las intelectuales más interesantes de Alemania.

Recibir a los venezolanos que huyen del hambre y la opresión, conmovernos ante las imágenes de los que deben pasar horas en una fila para recibir un pedazo de pan, condenar el autoritarismo donde se manifieste es, también, una forma de hacerle el juego a nuestra herida democracia para erradicar el odio ideológico, que no es compatible con las ideas humanistas de los derechos humanos ni la pluralidad de la democracia.

Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado

Fuente: La Nación.


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