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Un caballo de Troya para la represión policial

Por Esteban Rodríguez Alzueta

Balzac decía que “los gobiernos pasan y la policía permanece”. Sin embargo, los policías saben que hay coyunturas políticas que son más favorables que otras para actuar autoritariamente, al margen de la legalidad. Y eso no significa que no cuenten con legitimidad para hacerlo. Saben que los periodistas con sus coberturas escandalosas y sensacionalistas se encargan de reclutarle la adhesión para actuar de manera intolerante, incluso, con mano dura. Saben que cuando los vecinos alertas piden por más seguridad, están pidiendo por más policías en la calle. Saben que tienen la capacidad de enquilombarle el territorio a cualquier intendente y que, tarde o temprano, en vísperas de cada coyuntura electoral, todos los funcionarios vendrán al pie reclamando “tranquilidad” a cambio de autonomía.

Desde el año pasado estamos asistiendo tanto en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como en la provincia de Buenos Aires a una serie de hechos que marcan una serie de discontinuidades. Vaya por caso el incremento del número de personas alojadas en los calabozos de las comisarías, el aumento de las “paradas” y detenciones por averiguación de identidad, las “paradas de bondi” y la irrupción de las policías en las escuelas. En esta oportunidad me quiero detener a pensar estos últimos casos.

En marzo, en el partido de Quilmes cuyo municipio está a cargo de Martiniano Molina, llegaron en cinco patrulleros hasta el colegio Sagrado Corazón para detener y requisar a los alumnos en el marco de los festejos del “último primer día”.

En abril, en el partido de Vicente López la Policía Local intimidó y sacó fotos a un grupo de estudiantes de la Escuela Municipal Paula Albarracín de Sarmiento, que se había congregado frente al edificio del municipio de Jorge Macri en repudio a la represión que sufrieron los docentes el domingo 9 en la Plaza del Congreso. Ese mismo mes, efectivos de la Policía de la Ciudad estuvieron en la puerta del Colegio Mariano Acosta y amedrentaron a alumnos y maestros en medio de una clase pública que se llevaba a cabo en el marco del conflicto por la paritaria nacional docente.

Durante el mes de mayo seis agentes de la Policía Bonaerense entraron armados y sin identificación a la Escuela Nacional Antonio Mentruyt de Banfield, partido de Lomas de Zamora, para apresar a dos alumnos que supuestamente había cometido un delito. En el partido de San Marín, un grupo de policías, también sin identificación, quiso requisar a estudiantes que estaban en la puerta de los secundarios Wilde y Estados Unidos de América. El último episodio fue en el Partido de Berisso cuando integrantes de la Policía Local y la Bonaerense, intervinieron violentamente en una protesta estudiantil, en un colegio donde el intendente de esa ciudad, Jorge Nedala -del partido Cambiemos-, daba clases.

Todos estos hechos que acabo de mencionar tienen factores de corta y mediana duración, pero no hay que apresurase a cargárselos a la gestión de turno. Me quiero detener en la provincia de Buenos Aires y mencionar cinco factores.

En primer lugar son el resultado de las políticas de saturación policial implementadas durante las gestiones de Casal y Granados en el gobierno de Scioli. En particular, con la creación de la Policía Local en el marco de una emergencia de seguridad relanzada después por el gobierno de María Eugenia Vidal. Políticas, entonces, que fueron continuadas por la gestión de Ritondo.  La ecuación es sencilla: Más policías en la calle, son más policías hostigando a su clientela favorita, esto es, a aquellos jóvenes masculinos que viven en barrios pobres que tienen determinados estilos de vida y pautas de consumo y que son referenciados por la vecinocracia como productores de riesgo.

En segundo lugar, y vinculado a esto último que acabamos de señalar, no hay que perder de vista el lugar que ocupa la cultura de la prevención en la sociedad civil. El prudencialismo (que avanza de manera infalible detrás del clisé: “mejor prevenir que curar”) no sólo habilita y legitima el hostigamiento policial, sino que contribuye a redefinir el rol de las policías. Policías que ya no están para perseguir el delito sino para prevenirlo. Y “prevenir” significa demorarse en aquellos pequeños eventos de la vida cotidiana que, si bien no constituyen un delito, estarían creando las condiciones para que el delito tenga lugar. La cultura de la prevención que fue ganando espacio con la demagogia punitiva de los políticos de turno, tanto de los funcionarios que acabamos de mencionar, como de gran parte de la oposición que se la pasa prometiendo más policías, más patrulleros, más armas, más penas a cambio de votos, constituye un acicate para que las policías estén de manera visible en el territorio, aumentando la presión sobre aquellos colectivos de pares objeto del olfato social.

Tercero, tienen que ver con el tedio policial. Uno de los rasgos del trabajo policial es el aburrimiento. Policías que se la pasan haciendo nada, que se miden cotidianamente con el “tiempo muerto”. Policías que están ocho horas dando vueltas manzanas sin hacer absolutamente nada, lidiando con el frio o el calor, mandando mensajitos, haciendo migas con algún comerciante que les permita calentar agua para tomarse unos mates o los dejen pasar al baño. Una de las maneras que tienen esos políticos de activar la autoridad que le dijeron que representaban, de sentirse alguien importante, es haciendo lo que aprendieron a hacer mucho antes de alistarse a la policía: pedirles documentos a los pibes y las pibas que pasaban frente a ellos. De hecho, seguramente, muchos de estos jóvenes policías fueron objeto de las mismas prácticas discriminatorias y abusivas que ahora ellos contribuyen a reproducir.

En cuarto lugar, no hay que perder de vista la pirotecnia verbal de los funcionarios de turno. Las declaraciones de muchos políticos le agregan incentivos políticos a la violencia policial. Hacía bastante tiempo que la policía quería escuchar lo que hoy día están diciendo muchos funcionarios y emprendedores morales del periodismo empresarial: que hay que ser rigurosos, implacables, que no se le puede faltar el respeto a la autoridad, que hay que poner orden, etc.

Finalmente, otro factor que hay que tener en cuenta a la hora de explicar la irrupción de las policías en las escuelas es la securitización escolar. Además de los casos que acabamos de mencionar arriba, en los últimos años hemos visto como padres y algunos directivos o inspectores escolares, presionan para que se instalen cámaras de vigilancia en las escuelas, adentro o afuera, cómo solicitan que se apueste un patrullero en la esquina cuando los chicos salen del establecimiento. Cada vez son más los directivos que llaman a la policía ante algunos hechos que, hasta entonces se resolvían citando a sus padres. No hay mucho espacio para desagregar esta cuestión, pero voy a decir lo siguiente: La sanción y la vigilancia empiezan a competir hoy día, y en forma cada vez más abierta, con la enseñanza (cuando no la reemplazan) en cuanto modos dominantes de socialización. Aparecen nuevos ritos que enmarcan nuevas rutinas con una lógica diferente. Vaya por caso la intensificación de la vigilancia en las escuelas. Pero no nos confundamos, no se trata del viejo sistema disciplinario recargado. Estamos asistiendo a una transformación que averiguamos es el pasaje del modelo disciplinario al modelo securitario. Ya no se busca encauzar o enderezar a los jóvenes, sino de contenerlos, es decir, evitar los riesgos que cada uno de ellos, sobre todo los más problemáticos, introducen en la vida cotidiana de la escuela. Si las disciplinas eran un saber-poder, el modelo securitario es un poder a secas. A la escuela no le interesa saber nada sobre los jóvenes o en todo caso saben muy poco. Sus indagaciones apuntan a testificar el riesgo que representa cada uno de los alumnos. Por eso, si las escuelas disciplinarias tenían en su horizonte a un sujeto homogéneo, individuos que había que igualar, universalizar; las escuelas securitarias, por el contrario, trabajan con sujetos de riesgo y tienen como meta clasificar y distribuirlos según el riesgo que cada individuo introduce en la comunidad educativa.  La securitización de las escuelas no es la consecuencia de la violencia en las escuelas. Esas violencias (la de los alumnos entre sí, o la de estos hacia los maestros o las instalaciones) son epifenómenos. La securitización es producto del abroquelamiento de la escuela (como dispositivo) ante una serie de crisis de que viene remando desde hace varias décadas.

En definitiva, la irrupción de las policías es las escuelas es producto del miedo nuestro de cada día. El miedo, real o ficticio, explotado por el gobierno para desviar la atención hacia otros problemas, es el caballo de Troya de la cultura del control. El sentimiento de inseguridad crea condiciones para que las policías saturen las calles, los vecinos resentidos se armen, aumente la población prisonizada. No solo el miedo, sino una justicia que no controla, fiscales que no investigan, periodistas que se la pasan dando manija a la gente con sus coberturas truculentas y manipulando el dolor de las víctimas, legisladores oportunistas que mandan mensajes a la sociedad con proyectos de ley que están poniendo el estado de derecho más allá de los estándares internacionales de derechos humanos. Las policías van ganando cada vez mayor terreno, y su irrupción en las escuelas es prueba de ello.

*Este artículo fue publicado en el sitio La Tecla Eñe el domingo 21 de mayo de 2017.


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