Por Esteban Rodríguez Alzueta*
La Justicia se viste de mujer, pero tiene cara de macho alfa. La figura femenina es una suerte de concesión del estado patriarcal hacia las mujeres que relega, madre de sus hijos. Una justicia misógina, homofóbica, que gusta hablar poniéndose siempre en el lugar del “buen padre de familia”. Los jueces son esos padres ejemplares, universales, la medida de todas las cosas. Como todos los pater familias les gusta que los atiendan como dice se merecen las “Excelentísimas” personas; que lleven sus expedientes y resuman sus causas. No importa la puntualidad, pero la bandeja debe estar siempre bien servida.
En esta democracia, los jueces tienen todavía coronita. Viven rodeados de fueros y privilegios; no pagan ganancia ni estacionamiento, andan siempre con custodia privada y rebotan los escritos que no empiezan con la frase “Su Señoría”. La Justicia -¿o deberíamos decir los jueces?-, constituyen la reserva moral de las monarquías, pero también del patriarcado ultramontano. En su despacho rige la ética del patrón de estancia. Cada uno de sus escribas se comportan como auténticos patrones de estancia.
Cuando “Vuestra Excelencia” se fue a pescar o viajó a Miami a dudosos cursos académicos, y hay que atender a los clientes o rebotar a los ciudadanos, siempre tendrá a su disposición un séquito de obsecuentes que está dispuesto a hacer el trabajo por ellos. Total… si los jueces hablan a través de la sentencia, eso sucederá cada muerte de obispo. Por eso, detrás de una causa de violencia de género hay un juez que llegó tarde, que miró para otro lado o con la desconfianza de cualquier macho.
Sabemos que estamos frente a una justicia clasista, pero también machista. A través de sus escritos se perpetúa en el tiempo el contrato sexual desigual. Las estructuras patriarcales de la violencia se cristalizan en la palabra del Señor. Sea la del cura del barrio, representante de Dios en la tierra, o la del juez de turno, vindicador de los vecinos alertas y protector de los machos argentinos. Estos jueces leen la realidad con el crucifijo arriba de sus cabezas. Por encima de ellos sólo está la palabra de Dios. Un juez con un crucifijo en la mano siempre dispuesto a practicar el exorcismo, a conjurar a los demonios que otras instituciones igualmente patriarcales le fue arrimado: sea el pibe chorro, el militante social, la travesti, el gay, la mujer, la joven embarazada que quiere abortar o el niño no heteronormado.
Pongamos ejemplos concretos para no abusar del ensayo. Cuando una mujer fue objeto de violencias (ya sea porque fueron golpeadas, amenazadas, maltratadas, violadas, etc.) se vuelve objeto de la violencia institucional, toda vez que estará sometida a lógicas burocráticas que, por más que se trate de procedimientos reglamentados, no dejan de experimentarse como violentos. En efecto, la mujer violentada no sólo tiene que transitar distintas instituciones que no conoce, sino ganarse la atención de los distintos funcionarios, sortear el destrato consuetudinario de las instituciones que se involucran, seguir haciendo largas colas, aguardar en la sala de espera, y luego ser lo suficientemente elocuente para que su caso sea atendido con la urgencia que merece.
Pero los funcionarios son morbosos, reclaman pruebas a la vista, y si la mujer no llega con la cara marcada, tendrá menos chances de ser tomada enserio. Está sometida a tener que certificar cada vez las agresiones en la guardia del Hospital más cercano para después agregarlas en el expediente. Es como que la justicia y las policías le dijeran: “regrese cuando tenga los ojos negros”, “no debe ser para tanto”. Pensemos además que muchas veces el tránsito se hace sola, sin acompañamiento institucional idóneo, y después de haber allanado las culpas y otras vergüenzas que la sociedad machista impone a la mujer como castigo extra.
Este derrotero la vuelve a revictimizar. Tanto los jueces como las policías, como los médicos de los Hospitales, se mueven a requerimiento de parte. Cuando una mujer es víctima de violencias tiene que saber que debe ir a la comisaría más cercana a su domicilio a denunciarlo; saber además que luego tiene que ratificar la denuncia en la fiscalía. Tercero: debe saber también que tendrá que concurrir al juzgado para ver el estado de su denuncia, constatar si el juzgado dispuso medidas restrictivas para el agresor. Finalmente, una vez que tenga en su mano la orden de restricción, deberá dirigirse hasta la comisaría más cercana donde vive el agresor y luego otra vez a la suya para notificar a los policías lo que dispuso su señoría.
Esta calesita de la que es objeto la mujer nos habla de la desconfianza estructural que estas instituciones imparten hacia la mujer. Una justicia que se mueve a requerimiento de parte, que no está dispuesta a actuar de oficio. Corresponde a la mujer activar la justicia. La mujer carga con el dolor y los prejuicios de las instituciones. Una justicia que carga todo a la cuenta de la mujer. Por ejemplo, en vez de monitorear de oficio la restricción que dispuso para el agresor, a través de una pulsera en el tobillo del hombre, será otra vez la mujer la que debe apretar un botón antipánico si observa que su agresor se acerca a su residencia o la persigue en el barrio. Una medida que, en vez de garantizarle libertad a la mujer, tiende a encerrarla otra vez en su casa.
La justicia sigue siendo la cosa nostra. No solo porque estamos frente a una familia que trasmite sus saberes entre la parentela, sino porque habla con el lenguaje de la autoridad patriarcal. Un tipo de violencia transfigurada, hecha de sentencias que nunca llegan y cuando se firman tampoco mucho se entienden; una violencia que se averigua en la jerga y sus formalismos vetustos, cuando descontrola o exime a las policías a tener que rendir cuentas, y sobre todo en el laberinto que dispone alrededor de la mujer agredida.
Los jueces son la mejor cerradura para la esfera privada. No hay orden de restricción para ningún padre, marido o novio violento; los oficios que tarda en escribir y una vez escritos en firmar o comunicar, las disposiciones que nunca monitorea, constituyen la mejor manera de mantener alejada a la fuerza pública de la casa de la mujer violentada, territorio del jefe del hogar. Se trata de un pacto entre hombres. Salvo la Iglesia, nadie tiene permitido meter las narices donde no le incumbe. La mujer, como casi todas las cosas que se encuentran dentro de la casa, pertenecen al hombre, es propiedad exclusiva del hombre, y eso será hasta que la muerte los separe. No hay femicidios sin justicia patriarcal.
*Docente e investigador de la UNQ. Autor de “Temor y control: la gestión de la inseguridad como forma de gobierno”. Miembro del CIAJ y la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional.