Por Ricardo López Dusil.
Adela me dice que ya no se puede salir a la calle, de tanta inseguridad. Lo dice mientras caminamos por Las Heras, en dirección a Plaza Italia. Adela tiene 84 años y una vitalidad que espanta. Apenas nos conocemos, pero compartimos un curso de botánica, razón más que suficiente como para sentirla hermanada. ¿Querés que te acompañe?, le digo. No, querido –dice- yo me muevo sola a todas partes; si te quedás quieto, estás listo. ¿Pero no es que no se puede salir a ningún lado? Bueno –dice Adela-, yo salgo todo el tiempo; pero la verdad es que ya no se puede…
El tema de la inseguridad (referida en exclusividad a la posibilidad de ser víctima de un robo o de un homicidio) parece ser el tema recurrente de hoy en la sociedad argentina. El crimen fascina. Lo sabían los maestros de la literatura negra, los cineastas y, claro, los periodistas. Solo que estos últimos, forzados a no transitar por la vereda de la ficción, reservaron la truculencia de la crónica roja a la prensa amarilla (valga la paradoja).
En los muchos años en que trabajé en La Nación, lo teníamos claro: “en este diario no se publican muertos”, dirían, durante años, los diferentes secretarios de Redacción a los cronistas novatos. Era una norma arbitraria, como casi todas las normas, pero inapelable. Ni el fotógrafo se tentaba en sacar la foto de un cuerpo abatido ni el cronista podía estar proclive a afilar sus dotes novelescas en una crónica de homicidio. En La Nación no se publica sangre.
Pienso en estas cosas mientras Adela, aprovechándose de mi paciencia, pasa revista a la historia de sus dramas: un hijo muerto en un accidente y un marido que optó por el suicidio luego de enterarse de que padecía una “penosa enfermedad” (fórmula inevitable para definir el cáncer; cáncer, tengan en cuenta, era otra palabra innombrable en el léxico del periodismo serio).
Adela tomó su colectivo y allí se fue, con todos sus prejuicios a cuestas, por estas calles en las cuales ya no se puede andar.
Sé que el próximo miércoles, cuando volvamos a cruzarnos, va ser difícil explicarle el tema de la “sensación” de inseguridad. Ha sido una frase tan vapuleada que su sola mención descalifica a quien la pronuncie. Me gustaría que Adela siguiera saliendo a la calle, como hasta ahora, pero sin miedo. Todos aquellos que alguna vez sentimos miedo sabemos de qué se trata: una experiencia paralizante, a veces desgarradora.
Lo curioso es que las cifras desmienten la “sensación” de Adela: la Argentina tiene uno de los índices de homicidios más bajos del continente, con 5,5 por cada 100.000 habitantes, según el último informe de las Naciones Unidas. Son aproximadamente 2000 asesinatos anuales o, si se prefiere, más de cinco homicidios por día. Dicho así, es una enormidad. Pero ese es el mundo en el que vivimos. Y por el momento no tenemos otro.
De todos modos, si esa cifra se referenciara con las distintas áreas de la Capital Federal, encontraríamos que zonas como las de Barrio Norte o Recoleta, lugares donde diversos grupos de vengadores encontraron excusas recientemente para manifestar sus propios instintos criminales, exhiben cifras sensiblemente menores. Y sin embargo _dirán como Adela_ no se puede salir a la calle. No importa que los restaurantes estén atestados, que los espectáculos batan records de ventas de entradas. No se puede salir.
En contraste con la tasa de homicidios del país -y Adela debería, al menos, intuirlo, ya que tuvo un hijo muerto en un accidente automovilístico-, los accidentes de tránsito son la primera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años en el mundo. En la Argentina, que tiene el segundo mejor registro de Sudamérica después de Chile, según la Organización Mundial de la Salud, la tasa de muertos en estos siniestros es de 12,6 cada 100.000 habitantes, más del doble que la cifra de homicidios. Pero nunca nadie va a protestar con la misma virulencia por los accidentes viales, salvo que sean atribuibles a un tercero, preferentemente al gobierno. Tal vez porque a nadie le guste enfrentarse a las propias culpas. El miedo hay que ponerlo afuera y creer que la causa de los males son los pobres, los jóvenes, el gobierno que no voté o los políticos en general. Es inimaginable decirles a nuestros hijos: “no vayas en auto, querido, que es peligroso”.
Después de los accidentes de tránsito, la segunda causa de muerte traumática en el país es por suicidio, situación que afecta principalmente a la población de entre 12 y 25 años, y a los mayores de 65. En el caso de la población adolescente, la tasa de muerte alcanza los 15 cada 100.000 habitantes, y en el caso de los mayores de 65, el doble: 30 cada 100.000.
Y si abundamos en detalles, el 50 por ciento de los suicidios juveniles tiene relación con el alcohol. Podemos esperar sentados que la población bienpensante del país se horrorice frente a una publicidad de cerveza como lo hace frente a cualquier homicidio repetido hasta el hartazgo por la tele.
De manera, querida Adela, que podés seguir saliendo a la calle tranquilamente. Las posibilidades de que un pibe pobre termine con tu vida al robarte la cartera son remotas. Preocupate, eso sí, al cruzar la calle, que el tránsito está endemoniado. Y, por favor, no dejes que te depriman y fantasees con terminar antes de tiempo con tu valiosa vida. Y cuando mires la tele o leas el diario tené en cuenta este juego de palabras: el texto, sin contexto, es un pretexto.