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Razonar y recordar

Por Rafael Bielsa

William Rehnquist, en su momento juez presidente de la Corte Suprema norteamericana (1986), escribió que era sin dudas “así” como el tribunal había establecido la rama judicial como un socio completo dentro del sistema tripartito de gobierno federal, ordenado por la Constitución. Lo hizo tras mencionar una serie de casos en los que había debido enfrentar tanto al Ejecutivo cuanto al Legislativo, dentro de los cuales estaba el que obligó al presidente Nixon a entregar una evidencia relevante, lo que determinó la inmediata renuncia de aquél. Fueron tales decisiones y no otras las que le ganaron la credibilidad pública: una legitimación por el ejercicio, dado que allá (como acá) los jueces no son elegidos por voto directo de la ciudadanía.

Los magistrados de la Corte no son idénticos a otros, y no por razones antropológicas. No somos los últimos porque seamos infalibles, supo decir uno de ellos, sino que somos infalibles sólo porque somos los últimos.

Muchas veces, un fallo del más alto Tribunal se vincula directamente con el modo en que un pueblo interpreta su propia historia, su tradición de cultura comunitaria. Por eso es que suena petulante y es inexacto que cuando la política entra por la puerta de un despacho, la justicia salta por la ventana. Lo perjudicial es hacer política partidaria mediante un fallo. Juzgar y resolver es una tarea política; ¿cómo no habría de serlo, si sancionar una ley lo es, y los jueces tienen a su cargo decidir sobre su constitucionalidad? Sancionar una ley es un acto constitucional de naturaleza eminentemente política; controlar su arreglo a la constitución, lo propio.

Así, la Corte Suprema también gobierna, dado que vigila el comportamiento de los poderes públicos dentro de las condiciones previstas por la Constitución, en los casos sometidos a su escrutinio, respecto de lo que afecten a derechos subjetivos de quien peticiona.

La reciente interpretación de la aplicación de la fórmula “2 por 1” hecha por la Corte Suprema argentina fue un acto político de gobierno, y la reacción que suscitó es una prueba irrefutable de ello.

Esa reacción, que además tiene sólidos fundamentos jurídicos en cuanto a las ideas que expresa, constituyó un dique al intento de torcer una conciencia mayoritaria virtuosa, obtenida tras años de avances y retrocesos del poder público sobre la lucha inquebrantable de las víctimas y de los solidarios, de ninguna manera una emoción momentánea.

Supone algo todavía peor que retroceder de espaldas rumbo a la vieja clasificación de los actos de gobierno del poder público no sometidos a la jurisdicción (cuestiones políticas “no judiciables o justiciables”). Al fin y al cabo, éstos son hijos del temor del Consejo de Estado francés ante la antipatía que suscitaba el control en la restauración borbónica. En cambio, el fallo mayoritario, es una iniciativa fallida, ya que proyectaba regir los destinos colectivos haciendo un uso bifronte de la jurisdicción. De ninguna manera una interpretación dinámica de la Constitución ni la ampliación de la tutela judicial efectiva.

Es imposible olvidar que aquellas víctimas jamás intentaron convertirse en justicieros privados. Ésta no es una hipótesis desconocida para la historia: como recuerda Hannah Arendt, Shalom Schwartzbard mató a tiros en París (1926) a Simón Petliura, responsable de los pogromos que tuvieron lugar durante la guera civil rusa; Soghomon Tehlirian hizo lo propio en Berlín (1921) con Talaat Bey, el asesino de los pogromos armenios. Ambos acusados fueron absueltos.

En el caso argentino, no hubo justicia por mano propia ni tampoco resignación, sino lucha ciudadana por memoria, verdad y justicia. Los dañados pospusieron el hecho de que el crimen había sido cometido contra ellos o contra sus seres queridos y advirtieron antes que nadie –aún hoy– que los genocidas habían transgredido “el orden imperante en el género humano”.

Supieron que tenían que ofrecer su esfuerzo para que ya no existiera la posibilidad de que los mismos crímenes se volvieran a cometer aquí o en algún otro lado. Esto es exactamente lo que está en juego.

Si un Estado olvida por algunas de las ramas del gobierno que hay crímenes que conspiraron contra el género humano al ser cometidos, ofende por ese hecho a otros Estados que forman parte de la comunidad internacional. También Hannah Arendt escribió que “… compete a los jueces en los procedimientos ordinarios la tarea de hacer justicia (…) más allá de los límites que éste (el derecho positivo) les impone.

Ofende y olvida que, en estos casos, las disposiciones legales deben interpretarse de modo tal que las decisiones dejen en claro la violación del principio según el cual el delito no se comete solamente contra la víctima, sino contra la comunidad (Telford Taylor). Se trataba de una cuestión de justicia, no del prestigio de una institución o de la sacralización de una lectura de texto determinada. Quien viola dicha ley es un enemigo común y puede ser juzgado por todos cuantos forman la comunidad de las Naciones, por conculcar el contrato básico de existencia de dicha comunidad.

Sólo quienes tengan el convencimiento de que su trabajo es hacer justicia, y no simplemente aplicar la ley, o más todavía, los que escudriñen en ella persuadidos de que la ley no puede tener otra finalidad que una justa, entenderán estos razonamientos.

En el caso “Arancibia Clavel”, en el que la Corte ratificó la imprescriptibilidad de los delitos a los que me refiero, en un voto en minoría, el juez Fayt dijo que la aplicación de la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad” resultaba contraria a la prohibición de aplicación retroactiva de la ley penal, como corolario del principio de legalidad. Han pasado muchos años desde el voto del Dr. Fayt (2004) y durante esos años han pasado muchas cosas. También pasaron décadas (1936) desde que Hans Kelsen descartó todo juicio de valor ético o político, determinó que no existen “lagunas” ya que los jueces siempre están en condiciones de aplicar el derecho vigente, y convirtió la teoría del derecho en un análisis lo más exacto posible de la estructura del derecho positivo.

El trabajo de los jueces (y puede decirse también de los legisladores) es la justicia, aun cuando quepa decir que los legisladores deben tenerla en cuenta como un fin. Por tanto, por esenciales que sean los procedimientos y principios con ellos vinculados, naturalmente deben quedar en un orden de prelación ulterior al de la justicia. El cuidado de ciertos procedimientos no puede desplazar la atención que la justicia exige.

Ninguna de estas ideas es nueva. Tarea de la Corte es renovarlas, no archivarlas. E imperativo de todos los jueces, siempre, es tenerlas presente, con independencia de lo que la Corte haya dicho. En nuestro sistema no existen los jueces “inferiores”. Salvo que elijan serlo.


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