Por Santiago O´Donnell y Mariano Melamed
Horacio Verbitsky nació en 1942 en Buenos Aires y vivió la infancia de cualquier chico de la era dorada del peronismo en el seno de una familia modelo de la clase media suburbana, en Ramos Mejía. Su padre, Bernardo, era un periodista relativamente conocido que había prácticamente inventado la expresión “villa miseria” en unas crónicas publicadas en 1953 en el diario Noticas Gráficas. Su madre, Jana, fue una de las primeras ingenieras recibidas en el país.
Muy pronto Horacio se acercó a la realidad de lo que marcaría el primer día del resto de su vida cuando vio de cerca las bombas de la Revolución Libertadora. El 16 de junio de 1955 tomó el tren que lo llevaba desde su casa en Ramos hasta el Colegio Nacional Buenos Aires. Cuando salió del subte se topó con los aviones que abrían fuego contra los civiles que deambulaban en Plaza de Mayo. Un desconocido que lo sacó de la línea de fuego y un portafolios de cuero resistente lo salvaron de las balas. A contramano del espíritu “gorila” que reinaba en el colegio, y en sintonía con la simpatía que su padre había tenido por los primeros años del período, Verbitsky empezaba a reconocerse como peronista. Su padre ya estaba reformulando aquellas crónicas sobre la sordidez urbana en la novela Villa Miseria también es América. Cinco años después llegó el tiempo del periodismo para Horacio.
Una tarde de diciembre de 1960 fue a la redacción de Noticias Gráficas para pedirle dinero a su padre. Necesitaba comprar un tratado de anatomía para sus inminentes estudios de medicina. Su padre no estaba, pero lo atendió Orlando Daniello, uno de los editores. El encuentro le redefinió la vocación. Daniello le sugirió trabajar en vez de pedirle plata a su papá. “Venga mañana”, le dijo.
Al día siguiente, Horacio Verbitsky entraba en la redacción de Noticias Argentinas para empezar su carrera como periodista. Al principio le encargaron el pronóstico del tiempo. Después de escribir durante meses sobre el frío, el calor y la lluvia, una noche tormentosa le llegó el momento de demostrar que podía hacer algo más que llamar al Servicio Meteorológico. Ante le ausencia de otro cronista disponible, lo mandaron corriendo hacia un hotel de Flores donde la policía estaba sacudiendo el barrio con un operativo de desalojo. Un grupo de familias se estaba quedando en la calle. Le subalquilaban habitaciones a un tercer inquilino que llevaba meses sin pagar y la policía no dudó en agarrársela con ellos. Mientras los oficiales controlaban los colchones sobre la vereda y confiscaban cacerolas, Verbitsky tomaba nota. Quedó muy impresionado por la escena y su talento le permitió transmitir la emoción que sintió en las páginas del diario. Al poco tiempo pasó a la sección “Espectáculos”, donde se dedicó a escribir críticas de cine.
Para 1963, Verbitsky ya había pasado de Noticias Gráficas a El Siglo y El Mundo, donde conoció a Jacobo Timerman, que lo llevó a su primer gran desafío profesional. Horacio tenía apenas veintidós años cuando lo nombraron jefe de redacción de Confirmado.
A excepción de Carlos Ulanovsky, todos los periodistas a los que tenía que dirigir eran más grandes que él. Ese mismo año conoció a otro periodista rionegrino que ya habla dado que hablar como cuentista. Era Rodolfo Walsh, quien recién volvía de la experiencia cubana de Prensa Latina. En 1968 Walsh lo convocó para trabajar en el Semanario de la CGT de los Argentinos, junto con su amigo Rogelio García Lupo. Para ese momento, el Horacio Verbitsky periodista y el Horacio Verbitsky militante se estaban convirtiendo en uno solo.
Dos años después, trabajó junto Francisco “Paco” Urondo y Milton Roberts en la corresponsalía de un diario mendocino armado por Timerman. Fue por entonces que Urondo lo bautizó con un apodo que le duraría para siempre: el Perro. En 1971 otra vez Timerman lo convocó para armar el equipo que formó La Opinión, junto con una especie de seleccionado conformado por Juan Gelman, Enrique Raab, Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez, Miguel Bonasso y Urondo, entre otros. Pero la relación entre Verbitsky y Timerman ya estaba rota y el Perro duró apenas seis meses en el diario.
Al año siguiente Verbitsky ya estaba en Clarín y daba un paso fundamental en su vida política: se integró a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), aunque tras el primer regreso de Perón decidió ser parte de la fusión de FAP con Montoneros. Junto con Bonasso, Walsh, Urondo y Gelman fundó el diario Noticias, que era el órgano del grupo guerrillero.
Luego de la muerte de Perón, en una época de bombas, atentados y violencia cruzada dentro del peronismo, Verbitsky llegó a Lima, donde lo esperaba una vieja amiga, Patricia Valdez. Ella se había casado con un militante de izquierda y trabajaba dando apoyo a los argentinos, chilenos y bolivianos exiliados. Nadie, excepto sus compañeros dentro de Montoneros, supo nunca si Horacio Verbitsky iba y venía de la Argentina a Perú, si entraba y salía clandestino, o si trianguló el dinero del secuestro de los hermanos Born, como acusó el mítico montonero Rodolfo Galimberti, miembro de la Columna Norte que realizó el secuestro. Verbitsky siempre negó tener algo que ver con eso.
Cuando llegó el golpe y trabajo y militancia eran una misma, fue parte de la Agencia de Noticias Clandestinas (Ancla) junto con Walsh y otros compañeros. En 1977 y tras la desaparición de Walsh, dejó Montoneros. Según escribió Gabriela Esquivada, Verbitsky cotejaba las evaluaciones de la conducción de la organización con la información que recopilaba en Ancla sobre lo que pasaba en los centros clandestinos de detención y concluyó que Mario Firmenich —jefe y uno de los fundadores de Montoneros— mentía. “Llegaban grabaciones sobre las caídas de los compañeros falseando las cifras, negando que hubiera gente colaborando bajo tortura.” Eso y la idea de una conducción que planteaba que había que reivindicar la sangre de los compañeros como único capital lo terminaron desencantando.
Verbitsky no tuvo que exiliarse. Según le contó a Eduardo Blaustein en una entrevista para la revista Rolling Stone, se las arregló para sobrevivir escribiendo recetas de cocina y un libro de yoga, se alquiló como escritor fantasma y abrió también un estudio de traducción. En 1977 Verbitsky seguía paseando por Buenos Aires con su propio DNI y trabajando a la luz del día como ghostwriter. Uno de eso trabajos le dio algunos dolores de cabeza décadas después. En su plan de escritor y periodista freelance, contactó con el comodoro Juan José Güiraldes, un viejo amigo de su familia desde que su padre Bernardo había escrito un perfil sobre Ricardo Güiraldes, el autor del clásico gauchesco Don Segundo Sombra y tío del comodoro. Güiraldes era un hombre de la Fuerza Aérea, pero estaba retirado desde 1951. Como civil, fue uno de los pilares de la primera etapa de Aerolíneas Argentinas. En plena dictadura, se le ocurrió escribir un estudio sobre el transporte aerocomercial en la Argentina y su potencial desarrollo. El entonces ghostwriter Verbitsky lo ayudó con la estructura del libro y las herramientas del lenguaje periodístico. Güiraldes lo tituló El poder aéreo de los argentinos, lo editó el Círculo de la Fuerza Aérea y en la dedicatoria aparece una nota inapelable: “Este libro no hubiera podido llegar a la prensa de no haber recibido el permanente aliento y la eficaz colaboración de Horacio Verbitsky”. No pasó mucho tiempo para que Horacio Verbitsky fuera rotulado de colaboracionista o doble agente. Nadie podía explicar, además, su supervivencia.
Décadas después, en el marco de las incipientes disputas políticas en los albores del mandato de Cristina Fernández de Kirchner, el escritor Marcos Aguinis recordó aquel vínculo con Güiraldes e insinuó insidiosamente sobre la paradoja que implicaba que un reconocido montonero paseara tranquilo durante la época más feroz de la dictadura. Meses después, Pedro Güiraldes, hijo del comodoro, pretendió confirmarlo en la revista Noticias. Añadió, además, que dado que su padre era el autor de los discursos de los brigadieres Agosti y Graffigna, jefes de la Fuerza Aérea durante aquel período, era seguro que Horacio Verbitsky hubiera ayudado en la redacción de esos discursos, dijo Pedro citando comentarios de su padre ya muerto.
Verbitsky se hizo cargo de su trabajo en el libro de Güiraldes, pero siempre negó cualquier acusación de colaboracionismo y atribuía esas estocadas a los servicios menemistas luego de sus denuncias por corrupción. La única herramienta que tuvo para la desmentida fue una carta que el propio comodoro Güiraldes había mandado a Ámbito Financiero y que su dueño, Julio Ramos, nunca quiso publicar. Esa carta aclaraba los hechos de la manera en que Verbitsky los relataba, es decir, que su trabajo fue solo una colaboración técnica entre dos viejos conocidos. “Me sorprende que se vincule mi libro El poder aéreo de los argentinos y, por carácter transitivo, a Verbitsky, con el gobierno militar de 1976-1983 […] No trata tema alguno que tenga que ver con la Fuerza Aérea, de la que fui retirado en 1951, un cuarto de siglo antes de los sucesos con los que se procura asociar a Verbitsky”, escribió el comodoro. Julio Ramos le creyó, aunque a medias. Para él, si había sido escrito en esa época, junto a un comodoro y estaba editado por una dependencia de la Fuerza Aérea, era suficiente.
Jorge Lanata, ya convertido en editorialista estrella del Grupo Clarín, lo destrozó en una columna en el diario. Lo acusó de ser cómplice del golpe de Onganía contra Illia orquestado desde la revista Confirmado. También puso el dedo en la herida sobre el affaire Güiraldes al agregar que la oficina donde iba a trabajar estaba frente al estacionamiento de la Fuerza Aérea (aunque en realidad allí funciona la Biblioteca Aeronáutica) y cita a Güiraldes hijo, quien afirmaba que en esa oficina funcionaba el “lobby militar”. Finalmente, se burló de él al decir que lo único que Horacio Verbitsky esgrimía en su defensa era la carta de Güiraldes, a la sazón, un lobbista militar. Su viejo compañero Rogelio García Lupo masticó bronca. “Es un delirio. Horacio nunca tuvo absolutamente nada que ver con los militares de la dictadura. Güiraldes para esa época estaba afuera de cualquier cosa”, sostenía. El célebre Pajarito lo sabía de primera mano porque además era amigo también del comodoro, y él, como otros amigos, solo veían en Güiraldes un dandy que estaba en otra y andaba vestido de gaucho más que un “lobbista militar”. También remarcaba que muchos ex guerrilleros tenían amigos dentro del Ejército.
La vuelta de la democracia reencontró a Verbitsky con periodistas y amigos exiliados y lo devolvió de lleno a su oficio. En El Periodista de Buenos Aires, donde trabajó entre 1984 y 1987, compartió nuevamente la redacción con Rogelio García Lupo y Tomás Eloy Martínez, y se dio el gusto de publicar una semblanza de Walsh, con el pretexto de la reedición de Operación Masacre. En el semanario, Verbitsky se encargó de la escritura de largas crónicas sobre el Juicio a las Juntas. “En veinticinco años de profesión nunca tuve una tarea tan apasionante ni tan terrible”, escribió en la publicación al cabo de la segunda semana de audiencias.
También estuvo en El Porteño. Cuando hicieron un suplemento sobre lucha armada y guerrillas, al corrector se le escapó la ortografía de su apellido y dejó que se publicara las dos veces con V corta. Además, el suplemento mostraba disparos de bala como parte de su diseño gráfico. La combinación de las dos cosas lo hizo explotar. Sus compañeros recordaron su bronca por varios días.
Por esa época, antes del nacimiento de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA) y con todo el exilio retornado, un grupo de periodistas empezó a armar una agrupación gremial bautizada Rodolfo Walsh. Un día, en una reunión, Eduardo Blaustein estaba explicando algo y dijo: “Nosotros, los periodistas jóvenes…”. Verbitsky no lo dejó seguir: “¿Periodistas jóvenes? Yo a los veintidós ya era jefe de redacción de Confirmado”, le cortó. Su soberbia ya se estaba convirtiendo en una de sus marcas registradas. Para otros era simplemente demasiado orgulloso porque tenía con qué.
Tres años después recaló en Página/12, donde hizo un aporte invalorable en la lucha contra la impunidad. Pocas veces solía ir a la redacción; trabajaba desde su búnker en la zona de Tribunales. Tenía un control férreo sobre su título y su bajada. Ernesto Tiffenberg, el director, tuvo que luchar durante años para que despiezara sus notas en diferentes recuadros para que no fuera una sola pieza kilométrica. En el diario, siempre apostó y movió su influencia a favor de su gente de confianza: Martín Granovsky, Claudia Acuña, Marcelo Zlotogwiazda y sobre todo a Gabriela Cerruti.
Quienes lo han visitado en su oficina, siempre vieron a un hombre con dedicación de monje, concentrado en su trabajo en un espacio sin ventanas, fuera del mundo, escuchando al saxofonista John Coltrane. Algunos lo definían como un operador político que traficaba influencias con fines nobles, otros lo siguieron tildando de guerrillero durante toda su vida. Y mucho más cuando a fines de los noventa se integró al CELS para militar por los derechos humanos desde una organización civil que ya era célebre por su trabajo en la búsqueda de justicia por los crímenes de la dictadura.
Cuando Verbitsky llegó al CELS, una de las primeras impresionadas fue Andrea Pochak. Fue cuando el entonces presidente Fernando de la Rúa enfrentaba una pequeña crisis política porque los presos de La Tablada estaban en huelga de hambre. En el CELS estaba convencidos de que había algunas desprolijidades en torno al debido proceso, por lo que Verbitsky dispuso intervenir. “Vamos a llevarle un documento a De la Rúa”, propuso. Pochak le sugirió un amicus curiae, pero luego se quedó pensando: “¿Pero quién nos va a recibir? ¿A quién se lo vamos a llevar?”. Días después Verbitsky la llamó. “Te vas para Olivos y te anuncias como CELS, te mandás y se lo entregás en mano al vocero”, le ordenó. Ese sábado, Pochak se fue para la Quinta de Olivos. Lo primero que pensó cuando se acercó al portal de la calle Villate fue: “Este me mandó al pedo”. Pero se abrió una puerta y luego otra. Pochak caminó hasta entregar en mano eso que el vocero de De la Rúa estaba esperando. Lo entendió como un cambio de épocas, las puertas que se le abrían a ella en Olivos eran las puertas que Verbitsky le abría al CELS. Carlos Acuña y Gastón Chillier coincidieron en que los beneficios de contar con Horacio Verbitsky serían incontables y que el saldo sería positivo, pero que tendría un costo: heredar todas las grandes peleas personales que Verbitsky venía arrastrando desde hacía años.
A Verbitsky lo respetan hasta quienes lo odian, pero todos tienen la sensación de que aún le queda algo por contar sobre su pasado en Montoneros. “Yo fui militante, de la FAP primero, de Montoneros después. Trabajé en la militancia en la organización, hacía informes de análisis de coyuntura política. ¿En qué hechos armados participé? No lo voy a decir. Nunca hablé ni tengo ganas de hablar. Cualquier cosa que diga será usada en mi contra”, decía. Muchos le reprocharon que nunca hiciera una investigación sobre casos de corrupción sobre la era K tal como las hizo durante el menemismo. Se casó tres veces. La primera vez con Laura Yusem, dramaturga y directora teatral. Su segunda mujer fue María Wagner de Reyna, hija de un diplomático del Perú. La tercera es Mónica Müller. Tiene dos hijos varones. Blaustein lo retrató como una máscara, alguien de gestos mínimos. Solo le notó tristeza en los ojos cuando hablaba de sus amigos desaparecidos. En todo, Horacio Verbitsky prefirió siempre conservar otro tipo de memoria, como le escuchó decir Blaustein: “Nuestro tiempo ya pasó, la felicidad de entonces ya no vamos a volver a conocerla”.