A lo largo de los siglos, las niñas, niños y adolescentes han sido maltratados y abusados sin que a la comunidad le interesara ni siquiera escucharlos cuando hacían saber de alguna forma los sufrimientos que padecían. En 1874, en Estados Unidos, fue la primera vez que el Estado intervino en un caso de maltrato y abuso de una criatura. Se llamaba Mary Ellen y estaba a cargo de una familia que la abusaba de las maneras más crueles imaginables. Como en aquella época –reciente en términos de historia de la infancia– no existía una entidad que se ocupara de los derechos de las niñas y niños, tomó intervención e hizo la denuncia la Sociedad Protectora de Animales de Nueva York, que sí existía a esa fecha. El argumento fue que, como Mary Ellen pertenecía al reino animal, merecía la protección de la ley ante la crueldad que estaba padeciendo. Mucha agua pasó debajo del puente desde aquel momento histórico, y sin duda la Convención sobre los Derechos del Niño es el logro legal más importante de todos los tiempos. Es la convención que más adhesiones obtuvo en el planeta con la sola exclusión de Estados Unidos, que es el único país que aún no la ratificó. De la riquísima normativa que contiene se destacan el principio rector, que es la protección integral de los niños (art. 19) y su derecho a ser escuchados (art. 12). El desafío más grande que sin duda significan estas normas es que quienes tienen la responsabilidad de aplicarlas no sólo las conozcan, sino que además tengan la sensibilidad y capacitación adecuadas para hacerlo correctamente. En ese sentido, la clara diferencia que la propia Real Academia de la Lengua establece entre dos palabras habituales en nuestro idioma adquiere una relevancia tan grande que pueden significar para una niña o niño la diferencia entre sufrir o no sufrir, entre vivir o morir. Así, señala la RA: “Escuchar: Poner atención o aplicar el oído para oír (algo o a alguien)”. Por tanto, la acción de escuchar es voluntaria e implica intencionalidad del sujeto, a diferencia de oír, que significa, sin más, “percibir por el oído (un sonido o lo que alguien dice)”. La obligación de los jueces de escuchar a los niños no puede ser en nuestro país ni eludida ni reducida a una mera formalidad como la de poner la oreja “oyendo” y no escuchando. A veces, hay magistrados que acertadamente deciden escuchar.
* Juez del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de La Plata.