
No me pregunten más: no sé dónde está Alfredo Yabrán. No sé qué pasó exactamente con Cristian Lanatta y Víctor Schillaci al momento de la detención de Martín Lanatta y no sé si al fiscal Nisman lo mataron. Tampoco supe en 2002 si irían por las cajas de seguridad. ¿El dólar? Tengo con él un vínculo tan especial, pero tan especial, que es igual al de la gran mayoría: nunca lo veo cuando yo quiero; él domina la relación. En días más analíticos me pregunto por qué lo busco desde que cobré mi primer sueldo a los dieciocho años. Y no, esa respuesta tampoco la tengo.
Para mucha gente, que trabaje en un diario supone una fantasía que es tan estúpida como genial: creen que tengo un privilegiado acceso a ella, La Verdad Oculta. Esta teoría alcanza su clímax en los cumpleaños de amigos y familiares. Basta con una presentación escueta -«Ella es periodista, trabaja en LA NACION»- para que los comensales que no me conocían y hasta hacía un minuto estaban en uso pleno de sus facultades mentales -podían permanecer sentados, seguían el hilo de una conversación, el vino que servían caía dentro de las copas- se conviertan en un manantial de insania.
El curioso triste se desencanta de mí, de esta fuente inagotable de verdades que está comiendo un sandwichito de miga de jamón y queso. Le veo la decepción en el rostro, hace una mueca y se produce el quiebre de la relación: nuestro primer silencio incómodo. Él me ofrece lo que sea que haya en el platito más cercano, yo le digo que el queso está riquísimo, picantito, pero me encanta, mientras pienso si no me habré excedido, si en el afán de ser sincera no medí el daño. ¿Qué tan terrible habría sido si en lugar de decir «sé lo mismo que vos» hubiera dicho «hay muchos rumores, ¿no?». Soy como un Papá Noel de información para adultos, debería tener en cuenta eso.
La tarde del 20 de mayo de 1998 yo tenía 19 años, era estudiante de periodismo deportivo y estaba en el baño de mi casa. Corta de tiempo, me puse cera depilatoria en ambas axilas a la vez.
-¡No! -grité azorada y bajé ambos brazos, con la cera aún tibia. Sólo mi abuela y yo sabemos lo difícil que fue despegarme.
En eso pienso cada vez que me preguntan por Yabrán.
Fuente: La Nación.