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Ni agresión judicial ni acuerdo con los jueces

Por Félix Lonigro

Cada vez es más notorio: las tapas de los diarios suelen constituirse en los mejores complementos de los manuales de educación cívica y de derecho constitucional, porque con diferentes matices reflejan la realidad político-institucional que se vive en la Argentina y muestran ejemplos de lo que debe y de lo que no debe hacerse respecto del funcionamiento de las instituciones.

La disputa entre el llamado «poder político» y el Poder Judicial no nació con la denuncia del ex fiscal Alberto Nisman; ya se había originado con el proyecto de ley de reforma judicial (que la Presidenta envió en 2013 al Congreso, éste sancionó y la Corte Suprema declaró inconstitucional), con la designación de la polémica Alejandra Gils Carbó como jefa de los fiscales, más el protagonismo adquirido por éstos en las causas contra funcionarios del Gobierno (incluida la primer mandataria), y la aparición de la denominada Justicia Legítima en el ámbito de la Justicia. La denuncia de Nisman no hizo más que profundizar la disputa. Naturalmente que esta realidad es nefasta para el adecuado funcionamiento de un sistema republicano, cuya principal característica es, precisamente, la independencia del Poder Judicial respecto de las autoridades políticas.

En el marco de este conflicto, ahora aparece en escena un supuesto intento del Gobierno para acordar una tregua con los jueces, a fin de lograr que, en el último año de gestión, las causas abiertas contra funcionarios públicos aminoren su marcha (o que directamente la detengan). El presidente de la Asociación de Magistrados, Ricardo Recondo, calificó de «inmoral» un acuerdo de esa naturaleza. Yo utilizaría un criterio exclusivamente institucional, lo calificaría de antirrepublicano.

En efecto, cualquier acuerdo entre el órgano judicial de gobierno y alguno de los órganos políticos es definitivamente lesivo del régimen republicano, porque si su objetivo es lentificar, desviar, o de algún modo alterar o modificar, sea en el sentido que sea, el curso normal de cualquier investigación judicial en trámite, se está afectando el funcionamiento de ese sistema.

Así como no corresponde, desde un punto de vista republicano, que los jueces regulen el ritmo de las causas según los tiempos políticos, ni que tomen medidas procesales en venganza de otras adoptadas desde el poder político contra el Judicial, tampoco es aceptable que los jueces pacten, acuerden, dialoguen o negocien con autoridades políticas, mucho menos si ellas están involucradas en alguna investigación. En este sentido, vale la pena destacar aquella notable frase de la difunta jueza Carmen Argibay, cuando decía que «la tarea de un juez de la Corte es antipática por naturaleza porque, para ser un buen juez, nuestro primer deber es ser desagradecidos con quien nos nombró. Estrecharle la mano con educación, agradecerle el cargo y no volverlo a ver».

No es inmoral tener ideas antirrepublicanas; no lo es sostener que los jueces, al no ser elegidos por la voluntad popular, no pueden dejar sin efecto una medida adoptada por autoridades que sí fueron designadas de ese modo, pero entonces debe sincerarse el debate: ¿queremos un sistema republicano basado en la división real de órganos y atribuciones, o avanzamos hacia una democracia no republicana o autocratizada? Tal vez ésa sea la disyuntiva que deba analizarse y ponerse en el centro del debate en la próxima campaña electoral. Lo único que no puede hacerse es sostener un discurso republicano y pretender, en el fondo, conducir los destinos de un país en el sentido contrario. Eso sí es inmoral.

Fuente: La Nación.


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