En los últimos días tuve algunas discusiones con compañeros de militancia que sostenían el sobredimensionamiento del virus. Esta era, lo confieso, mi posición inicial al respecto. En efecto, parecía una de las típicas contradicciones que los medios promueven en la agenda pública: mientras se nos mueren los pibes de malnutrición en el chaco salteño, tenemos gente con tuberculosis y el dengue hace estragos en los barrios populares, nos preocupamos hasta la histeria por una enfermedad que por ahora no tiene alta mortandad en Argentina. Luego, viendo el avance de la pandemia y el incipiente temor de muchas personas de distinta condición social, sentí que en ese planteo se filtra la soberbia que suele infectar a los militantes cuando nos ponemos por encima de las angustias del pueblo y el sentido común de nuestra gente.
No sé cuál será el alcance de esta plaga, su nivel de mortandad, su impacto en términos sanitarios o consecuencias económicas. Es demasiado pronto para saberlo con algún rigor. Aunque llenemos páginas con ríos de tinta y pantallas con borbotones de palabras, esta peste es el no-saber, la duda, la impotencia de nuestra civilización prepotente. Tengo una fuerte sensación de que este momento puede marcar un punto de inflexión en la historia contemporánea. Es, usando un concepto de la teología, un signo de los tiempos.
El COVID-19 pone de manifiesto muchas de las contradicciones del capitalismo global. La novedosa existencia de una amplia clase media internacional que circula con relativa libertad por todos los países del globo es un ejemplo. Se trata de 1.400 millones de personas, poco menos que un 20% de la población mundial, que acceden al turismo fuera de su país de origen. Este dato expresa un grado de interconexión física que no tiene correlato con niveles de gobernanza mundial. La movilidad humana con destino de ocio o negocios está regida fundamentalmente por las leyes de mercado. La definición de varios países, como el nuestro, de limitar estos movimientos es una inédita restricción a la libertad ambulatoria de las clases integradas al mercado global que hasta ahora sólo sufrían migrante, refugiados y otros parias de la globalización capitalista. La contradicción entre los fenómenos emergentes y las formas de organización política de la aldea global se están ampliando, tocando la vida de otros sujetos que hasta ahora permanecían inermes. La crisis ambiental y la revolución digital son fenómenos que comparten esta característica.
Un importante funcionario del área de Salud me dijo en una conversación previa al estallido de la crisis que esta industria representaba hoy el 10% del PBI mundial enfocado fundamentalmente en estirar la vida de los adultos mayores de alto nivel adquisitivo para convertirlos en consumidores crónicos de fármacos: una clientela cautiva, prisionera también del deseo luciferino de juventud eterna. Los esfuerzos de investigación y desarrollo, guiados por las fuerzas del capital, no estaban orientados a curar enfermedades ni resolver los grandes problemas sanitarios de la humanidad sino a maximizar ganancias. La incapacidad de la industria para dar respuesta frente a una crisis de estas características de forma equitativa y adecuada pone de manifiesto la fragilidad del sistema en su conjunto.
Con todo, considero que las consecuencias más profundas se registrarán en la conciencia social de los pueblos en todo el planeta. En un mundo individualista, esta plaga nos fuerza a pensarnos como comunidad desde el barrio hasta la otra punta del mundo. La fraternidad humana, nuestra interdependencia, se hace visible. La autoridad política y comunidad organizada vuelve a tener preponderancia por sobre los mercados y la falsa autosuficiencia del individuo. El sentido del deber y la responsabilidad por el bien común forzosamente aparecen como clave para enfrentar la situación. La limitación de la libertad negativa y mercantil por un bien superior, social y colectivo pone en jaque la lógica de la democracia meramente formal y el sistema capitalista. Frente a una encrucijada siempre hay distintos caminos. El peligro saca lo mejor y lo peor de las personas y los pueblos. Junto a las oportunidades de ser solidarios y dignos aparece la tentación de la crueldad y deshumanización. El sálvese quien pueda o el cuidémonos como hermanos. La guerra de todos contra todos o la unión para el bien común. El acaparamiento de agua y alimentos o la distribución equitativa de estos bienes. El respeto a las necesidades colectivas o la defensa mezquina de mi pequeño círculo. El buen gobierno de la autoridad política o los abusos de poder que habilita toda circunstancia excepcional.
La historia muestra que los eventos graves e inesperados nos interpelan. Nos hacemos preguntas trascendentes y dejan de vivir en piloto automático, drogados por un rutina frenética y alienante, inmediatista e inmanente. Pienso en el terremoto de San Juan (1944), que despertó un inmenso movimiento de solidaridad que derivó en el peronismo, o más atrás en el de Lisboa (1755), que preparó las condiciones intelectuales para la Revolución Francesa poniendo en cuestión la filosofía hegemónica del tout est bien, “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Los sacudones no muestran que todo podría ser peor, pero también que un mundo mejor es posible. Branco Milanovic, un economista que nadie podría tildar de populista, coloca las epidemias entre las fuerzas “malignas” que incrementan la igualdad y la presión política de las clases populares por una vida mejor como una de las fuerzas “benignas”. A riesgo de ser ingenuo, tengo la esperanza de que la situación que nos toca vivir despierte las fuerzas de un renovado humanismo para que, cuando pase el temblor, nos encontremos todos para construir un mundo mejor.
Los chinos usan el mismo ideograma para peligro y oportunidad. Son un pueblo sabio.
Fuente: Infobae