A la hora de hacer un balance conviene salir de los microclimas que generan las redes sociales. Althusser decía que no había que vivir de contarse cuentos, y esas redes, donde creemos que nos movemos como pez en el agua, son una gran telenovela continuada que se organiza alrededor del autobombo, para repetirnos los bellos o astutos que somos nosotros y los malos y torpes que son los otros. Pendulamos entre la indignación y el chiste inteligente, practicando una suerte de periodismo sin fuentes, y nos la pasamos escrachando al otro que no corrobora nuestro punto de vista, nuestros estilos de vida, nuestros valores o principios. Estas redes no están hechas para ejercer el disenso, mucho menos el disenso argumentado, sino para darnos manija y practicar el linchamiento simbólico, rápido y fácil o para autovictimizarnos.
Más aún, si se trata de hacer un balance sobre la represión en estos dos años, dejemos de lado para más adelante el pesimismo de moda. Quiero decir tres cosas esta vez. Primero: este no es un gobierno represor, pero reprime y mucho. No es una dictadura, pero actúa de facto, avanzando con hechos consumados y expandiendo el estado de excepción, soslayando el debate público e imponiendo la palabra. Una palabra banal pero performática, que tiene la capacidad de activar las pasiones punitivas dentro y fuera de las fuerzas de seguridad. Palabras morales que tocan fibras autoritarias de la sociedad civil desimuladas, a veces, con buenos modales. Palabras astutas (“caos de tránsito”; “hubo activistas”; “los violentos de siempre”; “fueron con la cara tapada”, etc.) entonces, con la cualidad de reclutar las adhesiones necesarias para hacer frente a la protesta social. Y digo “astutas” porque son una versión soft de la teoría de los dos demonios que muchas voces, incluso alguna de ellas progresistas, del periodismo y la dirigencia están dispuestos a repetir con tal de seguir flotando en la escena.
Ellos saben que la manera de erosionar la protesta no es con represión sino generando malentendidos al interior de los sectores populares. O mejor dicho, saben que la represión será más fácil si la ciudadanía se fracciona. Porque como dijo Lenin, “el fraccionamiento deprime a la gente que está en el pozo”. Saben además –y lo tienen muy claro, sin necesidad de ponerse a leer a Lenin- que la protesta es un dato de la historia, fruto de la recomposición de tramas políticas en las últimas décadas. Está visto y probado que la ciudadanía cuenta con un amplio repertorio de luchas previas que la corren del grado cero. Las reformas no le están saliendo gratis al macrismo. Las mismas reformas y ajustes que en otros países de la región salieron por un tubo, acá están encontrado resistencias por doquier.
Segundo: Éste no es un gobierno antidemocrático, sino una democracia de patas cortas, a la altura de la imaginación de los radicales, una democracia acotada al sufragio electoral. Digo bien: una democracia clausurada para las grandes mayorías. Como dice la Constitución: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Una democracia que desconfía de la participación social, que desautoriza los debates que se dan afuera del recinto parlamentario y, sobre todo, con las movilizaciones callejeras que presionen a los representantes.
Desde hace dos años el gobierno viene generando contextos y probando escenarios distintos. La judicialización no basta, sabe que la represión es el costo que tienen que pagar cuando se quiere ir a toda velocidad. Y saben también que no hay represión sin consenso. Tampoco necesitan ser gramscianos para saberlo. Un consenso mediático y químico, construido con frases hechas que no guardan simetría con la realidad. Ya aprendimos que en épocas de posverdad, la verdad estará más allá de la realidad. No hay represión, al menos hoy en día, sin legitimidad. Y la legitimidad no cae del cielo y tampoco la van a improvisar apelando a las aptitudes carismáticas de sus principales referentes. Será a través de la demonización del activismo, la construcción del indio terrorista, la mafialización de los sindicalistas, y llamando la atención sobre las “nuevas amenazas” como van a ir creando las condiciones para la represión y la judicialización, pero también para sacar del juego político a importantes sectores de la sociedad.
Y tercero: Cambiemos sabe que la represión necesita una firma, que las fuerzas de seguridad no se van a regalar gratuitamente. Acá no está en juego la “patria” y tampoco los policías se sienten salvadores de nada. Puede que sean sus mejores guardaespaldas y continúen cuidando el orden social al gobierno de turno, pero difícilmente van a inmolarse institucionalmente hablando. Si hay represión es porque, además de legitimidad social, hay una decisión política detrás. Avanzarán, pero alguien le tiene que poner el gancho a la cosa. Una decisión que puede ser desafiada y burlada por la movilización social y objetada judicialmente. Porque allí también, lo saben muy bien, tienen una disputa que el día mañana podrá costarle caro a sus familiares o testaferros: puede que tengan cooptados a muchos jueces, y una alianza con muchos otros magistrados y fiscales, pero no tienen garantizada la justicia.
El giro vertiginoso de los acontecimientos no se explica en la represión. La represión es parte de los procesos de transformación del escenario político. Una represión, no hay que olvidar -como sugiere el sociólogo Jerónimo Pinedo, que tiene un peso político de primer orden cuando las negociaciones se rompen o salen con fórceps. Pero insisto, el giro vertiginoso tiene muchos otros puntos de apoyo, es un factor que hay que leer al lado de otros factores: el avance de la derecha en toda la región, Trump, los poderes globales financieros, el miedo nuestro de cada día, la extorsión política y el autoritarismo simpático. Pero también todas las tareas que acá quedaron en el tintero, vaya por caso la dificultad para coordinar y abrir espacios de debate (¡para no hacerle el juego a la derecha!), el capitalismo de amigos, los límites del peronismo y el consumo, el fetichismo de estado, la sobrevaloración de los liderazgos, la desconfianza y, sobre todo, la incapacidad para construir poder popular en todos estos años.
*Docente e investigador de la UNQ. Miembro del CIAJ. Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad.
Fuente: Agencia Paco Urondo