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Las escuchas, en las manos equivocadas

Por Alejandro Carrió

Olvidemos por un momento que el Gobierno suele moverse con segundas intenciones. Me refiero a que es común que, bajo la pantalla de anunciar el propósito de «democratizar» la Justicia, «afianzar» los derechos humanos o darle espacios de poder a gente joven, termina o bien engendrando una clara politización en el Poder Judicial o bien otorgándole patente de prócer a cualquiera que haya sido perseguido por la última dictadura o proponiendo como candidato para la Corte a quien claramente no exhibe la necesaria experiencia judicial o profesional.

En este tren de ideas pensemos -hasta la ingenuidad- que ninguna razón subalterna existe en la flamante ley, impulsada por el Ejecutivo, de reforma de la Secretaría de Inteligencia. Un punto muy trascendente de ella es confiar al Ministerio Público la ejecución de las escuchas telefónicas que ordenen los jueces. En este ejercicio de la negación, no he de considerar entonces que será la Procuradora General de la Nación, con su conocido incondicional alineamiento con el actual gobierno, la responsable última de instrumentar la orwelliana tarea de acceder a lo que hablan los habitantes del país.

Aun prescindiendo de estas cavilaciones, el esquema que se acaba de aprobar está lejos de ser una buena idea y puede ser tachado de inconstitucional, por violatorio de la garantía del debido proceso. Tiene razón el Poder Ejecutivo cuando, en el mensaje de elevación del proyecto de ley al Congreso, señaló que el Ministerio Público fue concebido a partir de la reforma constitucional de 1994 como un órgano independiente y extra poder. Pero que ese organismo sea, en teoría, independiente del Poder Ejecutivo, no lo convierte en «independiente», en el sentido en que lo son los jueces, respecto de las partes de todo proceso penal donde, es bueno recordar, ordenarán las escuchas que instrumentará el Ministerio Público. En efecto, se sabe que en el proceso penal el imputado tiene como contraparte a ese mismo Ministerio Público, representado por los fiscales. El fiscal es el que decide si hay causa suficiente para impulsar una investigación, quien requerirá que el caso pase a la etapa de juicio y quien acusa por el delito que cree que se cometió. También tiene la facultad de oponerse a que se suspenda el juicio a prueba y la de apelar las decisiones contrarias a sus intereses, tales como una excarcelación y, por supuesto, el sobreseimiento o absolución del imputado.

También tiene razón el Poder Ejecutivo al recordarnos que ha sido aprobado ya el nuevo Código de Procedimiento Penal y que en él toda la actividad de investigación de los delitos recaerá en el Ministerio Público. Pero este hecho, lejos de ser un aspecto a favor del cambio proyectado, lo vuelve en realidad un problema, pues significará más acumulación de poder en manos de los fiscales y un desbalanceo mayor respecto de los derechos de su contraparte. Un esquema de distribución de poder en el cual ciertos funcionarios acumulan mucha autoridad, sin un adecuado sistema de contrapesos, es el punto de partida de los autoritarismos. Es por eso que el mundo jurídico anglosajón se ha preocupado mucho por crear instituciones que balanceen el poder de los fiscales y que convenga tal vez repasar aquí. En los Estados Unidos, por ejemplo, la gran mayoría de los estados consagra la elección popular de estos funcionarios y su mandato está limitado en el tiempo. Y si bien este principio no se aplica a los delitos federales, cuya investigación está a cargo de funcionarios no electivos y pertenecientes al Departamento de Justicia, este tipo de delitos son realmente la excepción, en comparación con los comunes que caen bajo la órbita estadual. A su vez, la decisión de impulsar una acusación requiere el consentimiento de ciudadanos comunes a través del instituto del Gran Jurado mientras que la de condenar luego del juicio, ha sido confiada también a ciudadanos comunes.

En la Argentina, no nos hemos preocupado suficientemente por crear esquemas de real distribución de la autoridad. No desconfiamos todo lo que deberíamos de la concentración de poder en pocas manos quizá como resabio de una impronta caudillista donde personajes fuertes a nivel local dominaban todas las instituciones de su región.

La ley de reforma de la Secretaría de Inteligencia no agrega un elemento tranquilizador al dotar a la misma institución que tendrá el monopolio de la investigación -el Ministerio Público- la tarea de instrumentar las escuchas telefónicas. Y eso, insisto, sin considerar las actuales alineaciones de su máxima autoridad con quien hoy nos gobierna.


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