Las campañas no son más que la traducción creativa y operativa de armados y estrategias previas que se manifiestan en conversaciones preexistentes e incontrolables. Por lo general, las elecciones no se ganan ni se pierden como producto de lo que ocurre en ellas.
A pesar de esto, son una pieza central de la práctica democrática y la construcción de las identidades partidarias. De ahí el interés por analizarlas. Sobre la que empezó el domingo, propongo empezar por una cronología.
- Hace cinco meses: El comentarismo político debatía si el proceso de transferencia de votos de Cristina Kirchner hacia Alberto Fernández sería exitoso o si, en lugar de subir su techo, la oposición bajaría su piso.
- Hace cuatro meses: Se daba por sentado que Juntos por el Cambio estaba achicando la diferencia día a día. La quietud cambiaria y la formidable maquinaria propagandística del Gobierno, la big data y la difusión de videos de camiones con cemento haría añicos al amateurismo peronista.
- Hace tres meses: Se mantenían dos incógnitas. La primera, si el Frente de Todos sería capaz de superar el 40 por ciento. La segunda, si la distancia respecto a Mauricio Macri alcanzaría los cinco puntos. Con menos sería imposible ganar el ballottage.
- Hace dos meses: Después de las PASO, la discusión pasó a centrarse en si el candidato opositor estaba facultado a formular críticas al Presidente en ejercicio. Señalaban como una actitud irresponsable hablar de la pérdida de reservas, de la incapacidad de pagar la deuda y de la ineficacia de sus decisiones. Estaba prohibido hacer campaña.
- Hace un mes: Varios empezaban a entusiasmarse con las marchas del Gobierno. Descubrían que la movilización callejera no representaba una agresión contra las instituciones sino un recurso legítimo, necesario y deseable para la vida democrática. Enhorabuena.
Con estos antecedentes no sorprende la diversidad de interpretaciones provocadas por los resultados. Mas allá de los esfuerzo por suavizar la derrota del Gobierno, la realidad es contundente. Alberto le ganó en primera vuelta y por ocho puntos de ventaja al primer presidente argentino que no obtiene su reelección.
Siempre es la economía
Los presidentes reeligen. Es la norma en todo el mundo y en América Latina también. Macri perdió y fue por su pobrísimo desempeño económico. Defaulteó virtualmente la deuda que él mismo contrajo, llevó la inflación a los peores niveles en casi 30 años, destruyó empleo de calidad, paralizó la producción y terminó reinstaurando el cepo cambiario cuando ya no quedaban reservas por dilapidar.
Cuando la pobreza sube, los oficialismos pierden. Desde el 83 para acá se viene cumpliendo. Y 2019 no fue la excepción. El pueblo vota mucho mejor de lo que algunos creen. Ser conscientes de eso es un gran incentivo no solo para hacer campaña, sino para tenerlo en cuenta a la hora de gobernar. Tal vez así nuestra democracia empiece a saldar de una vez y para siempre su principal deuda social.
En ningún otro aspecto de las políticas del Gobierno existía tanto consenso como sobre el rechazo a su gestión económica. Siete de cada diez argentinos la valoraban negativamente. Solo quedaba pendiente la cristalización de una oferta política que pudiera representar la demanda mayoritaria por un cambio de programa.
Otra vez la política
«El secreto es ver de qué forma nos unimos porque enfrente están unidos contra nosotros», decía Alberto Fernández después de las elecciones de 2017.
Cristina sorprendió, rompió la inercia política de los pasados cuatro años y en lugar de adaptarse al escenario construyó uno nuevo. Alberto asumió su nuevo liderazgo a partir de su habilidad más conocida: la capacidad de articulación. El peronismo, hasta entonces fragmentado, se encolumnó.
Alberto no tuvo inconvenientes para evolucionar de su rol de operador al de candidato. Su discurso ordenó el mensaje de campaña desde un contraste prospectivo con eje en la economía. Su propuesta electoral fue precisa y sin eufemismos: avanzar en la dirección contraria a la planteada por Macri.
Las opciones se simplificaron y la fórmula Alberto-Cristina consiguió adelantar la cosecha de votos de una eventual segunda vuelta. Gran parte de los que iban a elegirlos en noviembre lo hicieron no en octubre sino en agosto. De ahí la escasa diferencia entre los votos del Frente de una a otra elección.
Después de la aplastante derrota de las Primarias, el Gobierno debió abandonar el discurso de la eficiencia y la cercanía, un error en este contexto social. Ya nadie creía en esos atributos.
Apeló entonces como salvavidas al único recurso que le quedaba. Se sumergió en una discusión ideológica pura, radicalizó su discurso, se propuso representar con mayor rigor los valores conservadores y vació de alternativas el extremo derecho de la oferta electoral.
A partir de entonces, y como ocurre en el resto del planeta, el debate público adoptó las características de la democracia digital: cámaras de eco, disonancia cognitiva e invisibilización de los matices. Como resultado, el mayor nivel de polarización en 36 años: 88 por ciento.
La campaña no es todo
Condiciones económicas, construcciones políticas y campañas electorales son, en ese orden, los aspectos más gravitantes para evaluar el resultado de cualquier elección.
La de el Frente de Todos fue una campaña austera y, a diferencia de la del oficialismo, no contó con el volumen de recursos necesario para gestionar grandes bases de datos ni inyectar niveles equivalentes de gasto publicitario en redes sociales.
A pesar de esas limitaciones la campaña consiguió crear y ordenar una identidad visual, desarrollar una narrativa, organizar comunidades digitales de militantes y adherentes y orientar el discurso de los integrantes de las listas. Buscó expresar un mensaje claro, coherente, reconocible y centrado en la principal preocupación social: la situación económica.
Alberto Fernández no necesitó prometer pobreza cero ni una revolución de la alegría. Ni siquiera una revolución productiva. Se comprometió primero a encender la economía y luego a poner a la Argentina de pie.
Anticipó que los primeros meses serán duros, pero dejó de manifiesto cuáles van a ser sus prioridades: los que padecen hambre, los jubilados, los que producen y los que trabajan día a día para salir adelante. Habló de acuerdo, del final de la grieta y también será el primer presidente en haber explicitado en campaña su posición favorable a la legalización del aborto.
Una mensaje electoral es sustentable cuando permite vislumbrar con fidelidad cuál será el compromiso de gobierno. Lo opuesto a la escuela del marketing político que fue furor en los 90s pero que, a pesar de la moda duranbarbista vernácula de estos años, ya entró en crisis en gran parte del mundo.
Recurrir a la sobrepromesa, mentir o generar falsas expectativas tiene consecuencias en la gestión y desgasta el consenso necesario para gobernar. En épocas de noticias falsas y candidatos hipercoacheados, entusiasma la sensatez, responsabilidad y autenticidad con la que Alberto llevó adelante su campaña.
Por eso, tal vez el mejor indicio del país que se viene habite en la consigna que sintetizó durante meses la demanda de unidad y que le dio nombre a nuestro frente electoral: es con todos.
Fuente: La Nación