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La mujer que con su alegría hizo llorar al país

Por Carolina Arenes

Tanto escepticismo, tanto vivir en estado de sospecha tal vez dejaron su huella. Tan duritos en nuestra habitual actitud de estar de vuelta de todo. El martes, un acontecimiento nos dejó sin armadura, desnudos de desconfianza. Nos dejó con ganas de abrazar al de al lado. ¿Viste lo de Estela? Un día de miradas emocionadas. Pegados a la pantalla para ver la conferencia de prensa. Compartiendo en Facebook fotos, textos, canciones, poemas, anécdotas de otros tiempos, palabras que volvían a acercarnos. ¿Viste lo de Estela?

Porque el martes Estela de Carlotto volvió de la arena partidaria para recordarle a todo el país lo que nunca dejó de ser: el símbolo de una causa justa, irreprochable, en un país en el que pareciera que hasta las causas más nobles terminan manchándose. Tanto uso político y partidario del dolor de los años 70 terminó sembrando dudas sobre algo que había logrado alcanzar un consenso amplio y solidario en la sociedad. Tanta avidez política despertó sospechas y construyó distancia.

Pero el martes Estela de Carlotto nos recordó por qué es el símbolo común ante el cual la sociedad argentina podía hacer silencio. No el silencio que busca ocultamiento, sino el silencio sobrecogedor ante la valentía de quien supo enfrentarse a la tragedia y arrancarle una reparación. Se podrá seguir discutiendo durante cuatro décadas más sobre cuándo y quiénes empezaron con la violencia, como si la respuesta a esa pregunta modificara en algo lo que ya sabemos desde 1984, el legado fundamental que nos dejó el Nunca Más. Se podrá discutir si Abuelas hizo bien en alinearse partidariamente. Se podrá reprochar que se respalde el ascenso de César Milani. Se podrá disentir con el recuerdo edulcorado de Montoneros. Se podrá denunciar parcialidad en algunos juicios de lesa humanidad. Todo es discutible.

Pero la noticia del martes volvió a poner en el centro de la escena lo único inapelable. Eso ante lo que deberíamos hacer silencio. Porque ¿qué se puede seguir argumentando ante una mujer que nos recuerda todos los crímenes, la dolorosa verdad de que hubo un tiempo en que la ley se devoró a la ley en la Argentina y fuimos entonces un país sin rastros de sí mismo? Mujeres detenidas (guerrilleras o no, para el caso es lo mismo) obligadas a parir en condiciones aberrantes, después de haber sido torturadas; autoridades de su propio país que robaron al niño y lo entregaron a brazos ajenos; abuelos, hermanos, tíos y primos que tuvieron que buscar durante 36 años a quien debió criarse entre ellos.

La mujer que el martes con su alegría hizo llorar al país, y no sólo a los simpatizantes del Gobierno, nos devolvía ese sentimiento común que nos hermana. Nos recordó por qué merece tanta admiración su estatura de mujer con agallas, heroica en tiempos de muerte, cuando el dolor y la tenacidad la llevaron ante Reynaldo Bignone para pedirle que si su hija había hecho algo malo la juzgaran, pero que no la mataran por favor. Lo único que logró fue el raro privilegio de no tener que seguir buscándola, aunque lo que encontró no fuera la hija, sino su cuerpo fusilado. Durante años recordó aquella charla en un cafe de la Calle 8, en La Plata, el día en que no logró convencerla de abandonar su lucha, el día en que se sintió orgullosa de cómo pensaba su hija, aunque después iba a reprocharse no haber tenido la lucidez para meterla en el baúl del auto y sacarla del país, salvarla contra su voluntad, aunque ella pataleara y gritara porque no quería renunciar a su compromiso revolucionario.

Cuando pudo enterrar al fin el cuerpo de esa hija con nombre de poema, Laura, buscó entonces al nieto que había nacido en las tinieblas. Buscó al suyo y al de todos los demás. Golpeó puertas hasta abrirlas y hubo otras que no logró abrir jamás. Permanecen cerradas hasta el día de hoy. Por eso siguen siendo las víctimas las que desovillan los hilos de la verdad pendiente. Las que hicieron posibles los pedacitos de verdad que fueron apareciendo, esos 114 nietos recuperados. Porque las puertas de la información siguen cerradas. Como las bocas de quienes tal vez podrían aportar datos que ayuden a encontrar a los que faltan.

Ojalá quienes guardan secretos sientan alguna vez la necesidad de decir lo que saben, cualquier cosa que pueda llevar hasta esos otros hijos y otros nietos. Que así como la aparición de Guido multiplicó las llamadas a la sede de Abuelas por consultas sobre identidad, una ola similar conmueva la sensibilidad de quienes saben algo. Y de quienes podrían sentarse a pensar formas más novedosas y creativas para que esa conversación se haga posible.

El tiempo pasa. Y así como hay otras madres y otros padres que no esperan ni siquiera la alegría de un nieto, sino sólo saber adónde están los cuerpos de sus hijos para darles sepultura y poder morir en paz, las abuelas, que ya están grandes, no quieren irse sin haber abrazado a ese nieto que les falta. Sin sentir que han cumplido con sus propios hijos hasta el final.

Fuente: La Nación.


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