Por Rodolfo Palacios.
La agonía y la demencia no pudieron borrarle de la mente su mayor obsesión: crear el billete perfecto. Hasta sus días finales buscó el manotazo de ahogado que lo salvara del fondo del tacho. Pero esta vez fue su última muerte. El viejo había gastado sus siete vidas, una más intensa que la otra, aunque siempre con el mismo final: él derrotado. Tenía 72 años pero no había aprendido una lección básica: todo lo que toca el delito, lo hunde o lo rompe. Héctor Fernández murió a fines de 2013. Su nombre, por sí solo, no dice nada. Le decían el Picasso de la falsificación de dólares. El artista del hampa. Era el mejor falsificador del país.
“Le dieron la prisión domiciliaria pero lo entregaron destruido y con Mal de Alzheimer. Lástima que vivió tan mal, si hubiese utilizado esa inteligencia para otras cosas…pero bueno, a él le gustó vivir así”, dijo una de sus hijas a CyR.
La primera noticia que se tuvo sobre Fernández fue un título a seis columnas en el diario Clarín, a mediados de 2007: “Cayó el Artista, un falsificador que iba por el millón de dólares”. El artículo acompañaba la típica foto de prensa que envía la Policía Federal a los diarios: el detenido, con la cara tapada, estaba escoltado por tres federales.
–¡No! Nunca fui rico. No se imagina la cantidad de horas que pasé en busca de la perfección. Fui un apasionado. Sentía más placer haciendo plata que gastándola.
Dijo una vez el viejo falsificador. Esa frase funciona a modo de epitafio: sintió más placer haciendo plata que gastándola.
Fernández cayó preso seis veces. En 1991 lo detuvieron como integrante de una banda de falsificadores liderada por Daniel Bellini, el dueño del boliche Pinar de Rocha, de Ramos Mejía, que años después fue condenado por matar a su pareja, la bailarina Morena Pearson. El Artista pasó cuatro años en prisión por falsificar dos millones de dólares en el sótano de una quinta del norte del conurbano. Era la época del 1 a 1, pero a la banda no le interesaba fabricar pesos; pensaban introducir los dólares en los Estados Unidos. Fernández no aprendió la lección: el 4 de mayo de 2005 cayó con 260 mil dólares falsos durante el Operativo Papel Picado. En esa oportunidad, el financista fue un ladrón de salideras bancarias apodado Chiche. Lo llevó a su departamento de Caseros y le cebó mate mientras el artista falsificaba. Un día lo delató a la Policía. Nunca supo por qué.
El 22 de diciembre de 2007 lo volvieron a detener. Los policías lo sorprendieron cuando estaba por culminar su obra cumbre. Obsesionado con su trabajo, les pidió que lo detuvieran dos días después para que lo dejaran terminar la tarea; los oficiales se rieron, lo festejaron. Y lo llevaron esposado. El operativo Tinta Fresca, ordenado por el juez federal Claudio Bonadío, había sido un éxito. El Artista Fernández –como lo bautizaron los expertos de la Federal– había instalado la fábrica en el fondo de su casa, donde tenía impresoras de última generación, papel moneda artesanal, planchas matrices, filminas con impresiones para los billetes de 100, tinta, plumines y pasta de papel. Estuvo detenido en la cárcel de Ezeiza.
“Para que te dure, a la guita hay que tratarla como a las minas”, solía decir Fernández. Cuando lo iban a detener hasta le pedía a los policías que le dieran un par de horas así podía terminar los billetes.
El delito lo terminó por acorralar hasta dejarlo solo. Su esposa y sus hijos lo abandonaron. “Elegí: las máquinas o yo”, le puso los puntos su mujer. Eligió las máquinas. En su casa de José C. Paz tenía el esqueleto de una avioneta fabricada por él con la que fantaseaba recorrer el país. Gracias a los dólares que falsificaba conquistó mujeres. Una de ellas lo estafó, cansada porque los billetes que le había prometido tardaban en aparecer. Un día le desvalijó la casa: se llevó hasta el inodoro.
El viejo pintaba cuadros, pero desperdiciaba su talento en crear billetes y utopías. Porque cada billete que falsificaba era eso: una utopía de papel. Una fantasía que nunca terminaba de concretar. Su orgullo no era meter ese dinero en el mercado legal, sino ser felicitado por policías y jueces, lo que ocurría cada vez que le secuestraban una tanda de papelitos.
Fernández vivió una vida de falsificador: siempre oculto en la oscuridad, encerrado en algún sótano, lejos de la multitud, pendiente de que un financiador apueste por el trabajo artesanal y de un grupo que se ocupe de la tarea más expuesta: meter los billetes en el mercado financiero. Es un trabajo de hormiga. El delito que cometía tenía una pena máxima de prisión de 15 años; en 1820, falsificar dinero en estas tierras era penado con el destierro y hasta con la horca. Al falsificador lo paseaban por la Plaza del Retiro y le tiraban encima los billetes que había fabricado. En esa época, el protagonista de esta historia habría sido ahorcado ante el pueblo.
Fernández guardaba un secreto que al final se llevó a la tumba. No lo ha dicho a sus hijos, ni a las mujeres que lo sedujeron, ni a los matones que lo amenazaron.
–Hay una fórmula para hacer las películas de los billetes. Es como la cinta de un film. Nadie la sabrá. Es más probable que antes sepan la fórmula de Coca Cola.
–¿Y si una vedette famosa se la pide a cambio de una noche de placer?
–Ni loco suelto prenda. La fórmula no se la dije ni a Bellini. Y eso que me apretó para sacármela. En todas las prisiones por las que pasé tampoco me sacaron nada. A los presos les pintaba cuadros a cambio de protección.
–¿Y si un pelotón de matones le apunta con sus armas para que revele el secreto?
–La fórmula muere conmigo. A lo sumo se la dejo a mis hijos como testamento. Igual con la fórmula sola no se hace nada. También hace falta talento y buen pulso.
–¿Cómo logra que sus billetes falsos huelan como los verdaderos?
–Les pongo grasa de cerdo.
Cuando no falsificaba, Fernández vendía corpiños y bombachas en cabarets. “Cobro poco, pero me doy el gusto de ver lindas señoritas”, decía y dejaba ver su dentadura incompleta. A veces lograba manosear alguna nalga imperfecta, toquetear alguna teta turgente, con la excusa de probar el producto que vendía.
Con el tiempo, perdió lo poco que le quedaba: le usurparon su casa, le robaron los gatos y tuvo que vivir en una pensión en la que ni siquiera le dejaban usar el teléfono. Comía salteado. Sólo le quedaba un sombrero bombín, un saco, un pantalón, un par de zapatos agujereados y una camisa que le había regalado un empleado de McDonalds que se compadeció de él.
Fernández quería recuperar a su familia, pero no se animaba a llamar por teléfono ni a su esposa ni a sus hijos. Parecía improbable que volviera al ruedo, pero él insistía: “Necesito volver y retirarme a lo grande”. El 3 de mayo de 2012 lo volvieron a arrestar. Esta vez tenía 460 mil dólares. Cayeron otras cinco personas. “Se tratan de billetes de máxima calidad”, dijo en una conferencia de prensa el ministro de Seguridad bonaerense, Ricardo Casal.
Lo último que se supo de él es que le habían otorgado el arresto domiciliario. Y que se había reconciliado con su hija. “Seguía teniendo sus locuras, en el fondo era un loco lindo, siempre vivió detrás de los imposibles”, lo recordó su hija. Hasta su muerte, Fernández dijo que lo único que quería era volver a falsificar, sin saber que en cada acto errante de su vida no había hecho otra cosa que falsificar la llegada de la muerte.