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La increíble vida del Señor Blanco, un ladrón de bancos

Por Rodolfo Palacios.

Si esta historia fuera una película, podría comenzar con un plano largo: el protagonista, un tipo de unos 35 años vestido como si fuera al gimnasio, camina apurado por una calle de Once. Esquiva los puestos de venta callejera y las personas que se le cruzan. De pronto, entra en un negocio que vende pelucas. Un cineasta iría a un plano detalle para mostrar cómo acaricia melenas morochas, rubias, castañas y hasta pelirrojas. El tipo se prueba distintos modelos y elige la castaña con corte carré. Con la peluca y la barbita rala, se parece a uno de esos luchadores de catch épicos que suben al ring con harapos y espadas.

–Es para una fiesta de disfraces –dice el tipo aunque la vendedora no le preguntó para qué quería la peluca.

Si esta historia fuera una película, la próxima escena podría ser adentro de un banco.  En ese escenario, el protagonista aparece con la peluca que compró en Once, pero ya no es el tipo gentil que conoció la vendedora, sino un ladrón armado con una Glock 9 milímetros. Un ladrón con voz enérgica que les exige a todos que se tiren al piso mientras él vacía las cajas de atención al público. Si esto fuera una película, no podría haber primeros planos del protagonista: su cara debe ser un misterio.

En este relato no habrá nombres reales ni lugares precisos. Revelarlos sería suicida. Están en juego la libertad de un hombre y la seguridad de otro. El que habla y cuenta su historia –el ladrón de la peluca– podría ser detenido por robos impagos; el que escribe podría aparecer en una zanja por traidor. En el imperecedero gremio del hampa –que año a año acepta afiliados sin más requisitos que una pistola cargada–, a los buchones no se los perdona.

La película de Tarantino es la preferida del personaje de esta historia.

El ladrón que cuenta su historia pide llamarse Señor Blanco, como el personaje que Harvey Keitel encarnó en Perros de la calle, la película de cabecera de muchos malandras. No extrañaría que un día apareciera un juez que quiera llevar al banquillo a Tarantino por haber inspirado a ladrones de bancos. El Señor Blanco de esta historia es un cinéfilo incurable. Estudió dos años de guión de cine en Lomas de Zamora y suele ver seis películas por semana. Todas de acción. Es un experto de los filmes sobre robos: Casta de malditos, Rififí, Bonnie and Clyde y Tarde de perros son sus preferidas.

Ahora el tipo de la peluca, Señor Blanco, camina sin peluca por las calles tranquilas de Colegiales, cerca del Mercado de Pulgas. Se aleja por un momento y habla por un handy. Discute con otro hombre por negocios. “Pagá, atrevido”, le advierte Señor Blanco. Al rato llama a su esposa y le pide hablar con su hija de siete años. Cambia el tono de voz, habla con ternura. “Hola, pechocha de mi vida, papito te ama”, le dice a la nena. Parece mentira hasta dónde llega el desdoblamiento de un hombre: de un minuto a otro puede apretar a un tipo con voz tremebunda y luego hablar cariñosamente y voz melosa con su hija.

Señor Blanco robó cuatro bancos. Cumplió condena en distintos penales bonaerenses. En uno de los asaltos se llevó 250 mil dólares con cuatro cómplices. “Esconder la guita es todo un tema. No diré dónde la tengo, pero conozco casos de ladrones que escondieron la plata en terrazas y las ratas terminaron comiendo los bordes de los billetes”, dice Señor Blanco, un experto en disfraces. Es probable que detrás de todo ladrón de bancos haya un actor frustrado.

–Lo de las pelucas es como un juego absurdo. El pasamontañas no me gusta. Hay bancarios que se ríen cuando me ven disfrazado. Eso le quita dramatismo al momento del robo.

Señor Blanco ahora está apoyado en un paredón pintado con un graffiti que lo identifica: muerte o suerte.

–Es una casualidad que me haya encontrado con esta frase. Eso es lo que se siente cuando uno roba un banco. Es eso: muerte o suerte. Por más que tengas un plan perfecto, siempre está lo humano, los errores, los azares, las traiciones. ¿Vos me ves con pinta de chorro? Yo soy como cualquier hijo de vecino. Pero tengo el vicio de afanar, que es peor que el cigarrillo.

El estereotipo del ladrón argentino muestra a un hombre bruto, violento, ignorante y mal vestido. Acaso la ventaja de muchos delincuentes sea la de parecerse a cualquier persona. Caminan entre la gente, no despiertan sospecha y pocos imaginarían que son capaces de asaltar un banco. Podrían ser arquitectos, contadores, docentes, gerentes, pero eligen robar. Al contrario de lo que se cree, son educados, tienen estudios, pagan sus impuestos, tienen buenos modales y se mezclan con los honestos, aunque estén del otro lado. Del lado de los chorros. Del lado donde está Señor Blanco.

En la Argentina, no son pocos los que piensan que robar un banco sin lastimar a nadie puede llegar a ser un acto de justicia o rebeldía. La repetida frase de Bertolt Brecht (“Es mayor delito fundar un banco que haberlo robado”), tiene sus adeptos. En las cárceles, este tipo de asaltantes goza del mayor respeto de sus compañeros. Hay grupos de Facebook que elogian a los ladrones: los llaman genios, revolucionarios, émulos de Robin Hood. Hay mujeres que mueren por ellos.

–El verdadero robo del siglo fue el corralito –asegura Señor Blanco–. Los políticos corruptos son altos ladrones. Y los bancos han hecho sus negocios: siempre quedan bien parados. ¿Sabe la gente que la mayoría de los robos son entregados por empleados bancarios y hasta por gerentes? Con la seguridad y la tecnología debería ser imposible robar un banco. Hubo gerentes que entregaron la contraseña para abrir el tesoro. ¿Cómo se creen que anulamos las alarmas? Con la ayuda de los mismos técnicos que las colocaron.

–¿Existe el robo perfecto?

–Para robar un banco es fundamental la inteligencia previa. Todo sistema de seguridad tiene fisuras: encontrarla implica dedicar tiempo, buscar, analizar y ver los riesgos. Si vale la pena o no. Robar un banco es como cuando uno hace una gran inversión: hay que analizar qué se gana y qué se pierde. La clave es encontrarle la fisura al sistema de seguridad: si hay un hueco, hay que entrar de prepo.

–El discurso de un ladrón de bancos a veces es contradictorio. Se jactan de ser románticos y de no lastimar a nadie. Pero van armados y hay peleas en las bandas por el botín. ¿Cómo se explica eso?

–Es cierto, pero todos nos contradecimos. Nadie roba un banco por ideología. Se lo roba por la plata. Pero no es lo mismo entrar a chorear a un banco que a una casa. La idea es dañar al banco, no a la persona. En cada robo está en juego la vida de muchos inocentes y mi objetivo fundamental es la seguridad de esos inocentes.

–¿Si quieren cuidar a los inocentes por qué llevan armas?

–En el robo más grande que cometí mi plan era entrar en el banco sin armas. Pensábamos hacerlo cuando no hubiera clientes. La mejor arma es el factor sorpresa o psicológico. Pero uno de los muchachos de la banda me dijo: “A la morocha la llevo siempre conmigo”. La morocha era el fierro. Me dijo que me quedara tranquilo y que la llevaba por si algún cana nos disparaba. Confié en él porque no era un improvisado que podía llegar a causar una matanza.

–¿Cómo reclutó a la banda?

–Eran gente conocida. Una banda que roba bancos debe combinar inteligencia, paciencia, acción y audacia. Se necesita un tipo que piense y otro que esté dispuesto a actuar con coraje por si se pudre todo. Nos juntábamos en un bodegón o en una quinta. Acondicionamos el lugar como si fuera la sala donde estaban las cajas de seguridad, como pasa en la película La gran estafa: ensayan el robo como si fueran actores que preparan una obra de teatro.

–¿Cómo decidieron robar el banco?

–El que nos entregó el robo fue un empleado de mantenimiento del banco. Una vez sus patrones lo mandaron a reparar una filtración y cuando fue se dio cuenta de que había un arreglo mal hecho y habían dejado una entrada que simulaba estar sellada. Eso no lo sabían los superiores: había un hueco por donde meterse. Y nos metimos.

–¿Cuánto dinero invirtieron?

–Unos cien mil pesos. No dejamos nada librado al azar. Durante un mes controlamos cómo se manejaba la central de monitoreo que mostraba las cámaras de las inmediaciones del banco. Me percaté de un detalle fundamental: a la hora del almuerzo no eran supervisadas. Y quienes debían controlarlas eran jóvenes inexpertos que no eran capaces de advertir si algo raro rompía con la monotonía del paisaje urbano. Para probar el sistema de seguridad del banco contratamos a un hacker que hizo saltar la alarma dos veces. Desde un café cercano tomábamos el tiempo para saber cuánto tiempo tardaba en llegar la policía. Se demoraban 15 minutos y siempre llegaba un patrullero con un solo cana, que se bajaba, tocaba la puerta y esperaba a que alguien atendiera. Por protocolo bancario, la policía no puede irrumpir sin una orden.

–¿Un novato puede robar un banco?

–En el delito todo es posible. Conocí a chabones que debutaron con grandes robos. Pero es un caso en un millón.

Cuando cumplió la fantasía de robar un banco, Señor Blanco se sintió vacío. Como si el alma hubiera quedado encerrada en el banco. Cree que nadie que haya robado un banco vuelve a ser el mismo. Para uno de los líderes del histórico golpe al banco Río, de Acassuso, ocurrido el 13 de enero de 2006, robar un banco es como tener sexo arriba de un avión. “Te da una adrenalina incomparable”, confiesa la Garza Sosa, ex ladrón de bancos y blindados. “Es como darse un saque”, dice el maldito Enrique Symns. Para el escritor del hampa Jorge Larrosa, cuando los ladrones pasan por la puerta de un banco “se les cae la baba”.

–Desde hace un buen tiempo me acechaba esa fantasía. Cuando se presentó la oportunidad, lo dudé, tuve miedo, pensé en mi mujer, en mis hijos, en mis amigos, en mi futuro. Pero mi deseo era más fuerte.

La noche anterior al robo a un banco, Señor Blanco no pudo dormir. Una y otra vez, cerraba los ojos y entraba en el banco mentalmente; no podía sacarse las imágenes de la cabeza. Se levantó, se puso ropa de Grafa (debía simular que era un obrero) y se despidió de su mujer y de su hija.

–Más tarde vuelvo, amor. Las amo.

Su mujer había intentado convencerlo para que no robara, pero no pudo.

–Hacelo por nosotras –le suplicó entre lágrimas.

–Lo hago por ustedes. Para asegurarles el futuro –le respondió él y la abrazó.

El asalto salió como lo había planeado. Apuntaron con armas al guardia mientras dos de ellos vaciaron las cajas de atención al público. Señor Blanco cronometró todo: el golpe duró cinco minutos, lo que en promedio tarda el subte en unir dos estaciones. Se fueron con 100 mil pesos.

En otro golpe, Señor Blanco se disfrazó de médico. Y al final dejó una bomba cazabobos: la armó con un elemento insólito: el dispositivo de sonido de una muñeca de su hija. Una vocecita hacía una cuenta regresiva.

–No me quiero imaginar cómo se habrán sentido los pobres peritos de explosivos cuando desarmaron la falsa bomba y descubrieron que era un simple juguete. Eso lo hice para ganar tiempo en la fuga –cuenta el ladrón.

Lo más difícil, confiesa, fue consolar a su hija. La pobrecita buscó su muñeca por toda la casa. Señor Blanco le compró otra muñeca y prometió para sus adentros que nunca iba a sacarle un juguete a su hija. Esta escena podría interesar a cualquier cineasta. Y hasta podría ser el final si esto fuera una película.

Fuente: www.elguardian.com.ar


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