Los secuestros extorsivos tienen una larga historia en el mundo criminal. Al menos en la Argentina, los primeros casos se remontan a comienzos del siglo XX, a manos de delincuentes comunes que habían adoptado algunas de las costumbres delictivas de la mafia italiana, que trajeron a nuestro país durante la inmigración.
Ya en los convulsionados años 70, los secuestros extorsivos en la Argentina tuvieron un giro, ya que sus autores pasaron a ser integrantes de organizaciones guerrilleras, que usaban el dinero de los rescates para financiar la lucha armada.
Algo similar ocurrió en otras partes del mundo, donde los ecos de la revolución cubana todavía se hacían sentir. Sin embargo, la industria del secuestro como tal nunca dejó de existir. Se trata, junto al homicidio y la violación, de uno de los delitos más abyectos: mantener a una persona en cautiverio hasta obtener un dinero por dejarla en libertad.
Una variante del secuestro son las tomas de rehenes, aunque en estos casos las víctimas son múltiples y la duración de la privación de la libertad suelen ser más breves, por las dificultades que acarrea sostener el encierro de varias personas a la vez.
En uno y otro caso, se establece un vínculo entre víctimas y victimarios, que obviamente es desigual. El delincuente no sólo es quien tiene el poder, a través de las armas, sino que además tiene en sus manos -literalmente- la vida del otro.
Es por eso que la víctima, en algunos casos, trata de entender el punto de vista del secuestrador, qué lo impulsa a actuar de esa manera, ya sea como militante de una organización política o ya sea sólo como un simple delincuente. Hay casos en los que la víctima pasa inclusive a defender al delincuente, se convierte en una suerte de aliado.
Es lo que en la psicología se conoce como el “síndrome de Estocolmo”, aunque en los manuales más tradicionales de la psiquiatría no se lo define como tal. Por ejemplo, no figura en el Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales, que publica la Asociación Norteamericana de Psiquiatría y conocido como el DSM 5, por su nombre en inglés. Por eso también se considera que puede tratarse de un efecto traumático producido por una situación límite.
El término se acuñó después del frustrado robo al Banco de Crédito con toma de rehenes, el 23 de agosto de 1973, en Estocolmo, la capital de Suecia. Fue un psiquiatra que colaboraba con la policía quien luego definió de esa forma el vínculo que se había generado entre los rehenes y uno de los secuestradores durante el cautiverio.
Jan-Erik «Janne» Olsson había conocido en la cárcel a Clark Olofsson, un asaltante de bancos que cumplía una condena de seis años de prisión. Clark había pasado casi tantos tras las rejas como en libertad y se había convertido en un delincuente célebre, que salía en las páginas de los diarios y daba entrevistas por televisión.
Janne era, al parecer, un asaltante inexperto y de pocas luces. Cuando se vio rodeado por la policía pidió 3 millones de coronas, un Ford Mustang de color azul y que llevaran a Clark, su ex compañero de celda, ya que de lo contrario mataría a los cautivos.
Ya en la sede del banco, Clark se convirtió en el “bueno” del dúo: les dio un amable trató a los rehénes y les aseguró que saldrían todos vivos de allí. Al menos eso fue lo que declararon cuando terminó la odisea. Después de seis días interminables, la policía recuperó el banco y detuvo a los dos ladrones.
Esa es la historia que cuenta “Clark”, la serie de Netflix que se estrenó esta semana. Con un ritmo de videoclip narra la vida del asaltante hasta que se convierte en un “héroe” nacional tras la liberación de los rehenes. Por momentos, hace recordar a la zaga de películas de Torrente, ese despreciable agente de la policía española protagonizado por Santiago Segura. Buscar darle una pátina de humor a un sujeto que en el fondo es un cínico y un manipulador, que sólo busca su propio beneficio.