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La casa de atrás, la casa de al lado y el olvido cómplice

Por Fernanda Sandez

Una casa espectral, oculta detrás de las paredes de otra casa, la visible. Así -tapiados, abriendo las canillas solamente de noche, caminando con pasos de fantasma, sin toser, sin estornudar- vivieron por más de dos años Ana Frank, su familia, un vecino y otra familia judía, refugiados en el 263 de la calle Prinsengracht, en Amsterdam.

Una casa espectral, oculta detrás de las paredes de la otra casa, la visible. Algunas tienen las ventanas tapiadas. Otras, en donde antes había una ventana, hoy hay un muro de ladrillos y cemento. Otras, las más «afortunadas», tienen sólo rejas y persianas de metal que cada tanto se abren y dejan ver siempre lo mismo: cables, camas, una heladera. Adentro, como en la casa de Ana, suele haber falsas paredes o roperos simulados que esconden la verdad.

Sé de qué hablo. Vivo en Floresta. Mi barrio es todo -salvo islotes de casas o algún edificio de departamentos- un archipiélago de talleres clandestinos abarrotados de telas y de gente. De chicos. Ahora mismo, mientras escribo esto, escucho pared de por medio el runrún de una máquina de overlock. El zumbido me acompaña desde hace años y no hubo llamada que sirviera de nada. Nada pasa nunca. Hasta que pasa lo peor.

Lo peor son hoy dos nenes muertos. Dos cuerpitos que no pudieron escapar del incendio que terminó con el taller en el que vivían, en Viale 2796. Chicos invisibles, como los otros seis que ardieron hace nueve años en otro taller a diez cuadras de ése. Los vecinos habían avisado lo que pasaba. Gustavo Vera incluso había denunciado al taller de Viale 2796 y a otros treinta más ante la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas. Había gente encerrada, trabajando en turnos de catorce horas, casi sin ver el sol. Nada pasó.

Con todo, se los escucha. Oigo sus llantos, sus carcajadas a veces, el furioso batir de algo que podría ser un corralito de madera dando contra la pared. Un perro ladra. Suena un reggaetón. Y la máquina, cosiendo de día, de noche, de madrugada, que es cuando una camioneta llega y se lleva pilas de remeras, pantalones o cualquiera de esas cosas sospechosamente baratas que se venden en la avenida Avellaneda. Pero también en los locales más exclusivos de la ciudad. Hace nueve años, luego de los primeros nenes abrasados, una centena de primeras marcas esclavistas fue denunciada por reducción a la servidumbre y trabajo infantil. Hubo sólo 14 talleristas (y ninguna marca de las que los contrataban) condenados, aun cuando la ley habla de «solidaridad» en esta clase de delitos.

No lejos de aquí, en Belgrano, la casa Prinsengracht 263 tiene su réplica. Se llama «La casa de Ana Frank en Argentina» y también se llega a la verdad a través de una pared de madera camuflada de otra cosa. Ahí están el cuarto, la camita, los libros de Ana otra vez. El mismo aire que pesa y baja el tono de la conversación. Ahí mismo, hace algunos años, estuve con Nanette Blitz, compañera del colegio de Ana y la última persona en verla en el campo de concentración de Bergen Belsen. «Éramos dos esqueletos», contó. Dos cuerpitos, despidiéndose.

Fue entonces cuando me habló de los otros. De esos a los que ella llamaba (en su inglés pintado de portuñol) bystanders. Los que se paran al costado y miran. Nanette todavía hoy recorre el mundo pidiendo a los jóvenes que no se vuelvan eso. Que hablen, que se involucren, que actúen. Según ella, la mayor responsabilidad (al margen de la del perpetrador y sus laderos) es la de quien deja hacer. Ese que de tan testigo muta en cómplice. Y hasta sonríe, alto su trofeo de miseria en la mano.

Fuente: La Nacion.


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