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La banalidad de la corrupción

Por Eduardo Levi Yeyati*

Publicado en edición impresa de tasas chinas

La banalidad de la corrupción

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En 1961, mientras cubre como corresponsal del New Yorker el juicio en Israel por genocidio contra el pueblo judío, la filósofa Hanna Arendt se sorprende al encontrar en Adolf Eichmann no un antisemita militante sino un arribista, un burócrata banal que sólo hacía su trabajo obedeciendo la ley, una representación de “la terrible banalidad del mal”. La expresión es más tarde popularizada y en algún sentido enrarecida (¿banalizada?) en experimentos sociológicos como los de Milgram y Stanford, en películas como I… como Icaro y El experimento o, más cerca de casa, en conceptos como el de la obediencia debida. Pero en el fondo del asunto no está tanto la obediencia sino la naturalización del mal, el modo en que Eichmann pierde conciencia de las consecuencias de sus actos y de este modo elimina toda resistencia, olvidando la regla dorada kantiana (no hacer a otros lo que no quiero que me hagan) a la hora de invocar en su defensa el imperativo categórico –un aspecto de la tesis de Arendt, vale aclarar, criticado en su momento: ¿hasta qué punto este olvido no requiere predisposición, o complicidad con aspectos ideológicos del nazismo?

Hace unas semanas, un colega invocaba a Arendt para hablar de la corrupción frente a un grupo de empresarios. Al asumir como funcionario público con manejo de caja, contaba, lo va a ver el proveedor X para asegurar la continuidad de la relación comercial. Al investigar el caso, descubre sobreprecios y llama a un nueva licitación, en la que no aparece más que X. Finalmente consigue que la empresa Y se presente, desplazando a X. Semanas más tarde se cruza con el empresario Z y le cuenta la anécdota que, para su sorpresa, Z conoce en detalle. Todos la conocen, le dice Z: los negocios se reparten, es la manera de hacer las cosas en el país, siempre lo fue.

En la Legislatura de la ciudad J incorporan sin funciones a diez empleados nuevos, deudos del legislador H que termina su mandato. Ante la pregunta del jefe de Gobierno sobre las razones de la incorporación, el histórico secretario de la Legislatura le responde, perplejo: Siempre es así. (Además, le dice, ¿qué son diez personas para el presupuesto municipal?)

En la sobremesa del asado dominguero se discute de economía, se critica a los políticos por ladrones, se habla de la suba impuestos, se comparan estrategias de evasión. En una columna de un diario económico un profesor universitario desarrolla una versión de la teoría de la evasión como respuesta óptima a la corrupción estatal: como los impuestos van a los bolsillos de los funcionarios, mejor evadirlos y “redistribuir” una fracción de lo ahorrado en obras de caridad.

Ningún punto es de no retorno, pero hay puntos de difícil retorno. El de la banalización, por ejemplo, donde desaparece la condena social y la corrupción, naturalizada, puede pasearse desnuda por la calle. Argentina hace tiempo que pasó ese punto y hoy le cuesta volver.

En Un pintor de nuestro tiempo, Laszlo, pintor húngaro exiliado en Londres, le cuenta a su amigo y confidente (álter ego del autor, John Berger) una anécdota de infancia. Camino a la escuela pasa por la vidriera rota de un sastre en una calle desierta y ve un maniquí con el par de pantalones que hace meses le ruega a su madre que le compre. Duda. Su padre suele decirle que los comerciantes le roban a la gente; ¿por qué no robarle al comerciante? Sigue de largo. Vuelve sobre sus pasos. Duda un poco más. De pronto, de la nada, aparece un pibe que manotea el maniquí con los pantalones y sale corriendo. “¡Ladrón!”, grita Laszlo y va tras él. El muchacho le arroja el maniquí, que se rompe contra el empedrado. El se detiene en seco, ve al muchacho alejarse con el pantalón robado. “Sentí mucha culpa”, cuenta Laszlo cincuenta años después, “como si lo hubiera robado yo mismo”.

*Economista y escritor.

Fuente: Perfil.


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