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Kafka, el amor, la justicia, la transgresión y las leyes

El Proceso fue llevada al cine por Orson Wells.

El Proceso fue llevada al cine por Orson Wells.

Por Virginia Cosin.

El 30 de noviembre de 1914 Kafka anota en su diario: “No puedo seguir escribiendo. Me encuentro en el límite definitivo, ante el cual quizás deba permanecer de nuevo décadas enteras para empezar una vez más una nueva historia que quedará inconclusa”.  Faltaban sólo diez años para que la tuberculosis terminara con su vida. El relato que estaba intentando escribir era El proceso y su vaticinio, cierto.

El proceso, aunque se trate de una obra inconclusa, fue publicado póstumamente. El argumento  es conocido (fue llevado al cine en varias ocasiones; una de sus versiones más famosas es la de Orson Welles): Jospeh K,  un eficiente empleado bancario,  un día, sin entender por qué, es arrestado por las fuerzas policiales. La pesadilla kafkiana  del agobio toma forma de incertidumbre angustiosa  cuando es sometido a un juicio durante el cual es atosigado por preguntas cuyas respuestas desconoce, porque nunca le dicen de qué se lo acusa. Dentro de la novela se inserta una de las parábolas más conocidas del autor, que forma a su vez parte de otro libro de relatos independiente: Ante la ley. Allí un campesino llega ante las puertas de la ley, franqueada por un guardián. El campesino le pide permiso para ingresar y el guardián se lo niega. Como a Jospeh K, lo que se le niega, es el saber. Lo que el campesino ignora es el motivo de la prohibición y, por lo tanto, se encuentra paralizado. ¿Cómo actuar sin un código que determine qué es lo correcto y qué lo incorrecto? El guardián no le dice qué debe hacer para poder ingresar en la ley. Solo le dice: “por ahora, no”. El campesino, entonces, decide esperar a que el permiso le sea concedido. Espera durante tanto tiempo que “Finalmente empieza a perder la vista y  no sabe si realmente se está poniendo más oscuro a su alrededor o es solamente que sus ojos lo engañan”. Cuando ya está demasiado viejo y a punto de morir, le pregunta al guardián: “Todos tienden a la ley. ¿Cómo es  que durante tantos estos años nadie, excepto yo, ha pedido que se lo deje entrar?”  El guardián se le acerca y “ruge” (porque el hombre está sordo, pero también, quizá, por furia e impaciencia): “A nadie se le habría permitido el acceso por aquí, porque esta entrada estaba destinada exclusivamente para ti. Ahora voy y la cierro”.

No hay más que desazón después del punto final. ¿Qué hubiera tenido que hacer el campesino para ingresar a su propia ley?   La trampa en que cae el campesino, es la misma en la que se encuentra Kafka, impedido de escribir: ¿Quién, sino él mismo, le otorgará el permiso para continuar escribiendo la novela en la que está empeñado y ante la cual está, a su vez, paralizado?

El guardián sólo le dice que no le está permitido el paso. Pero  nunca le dice cual es el castigo para quien transgreda la orden. ¿No es en la transgresión misma, entonces, que se funda la ley?

Quizás, quien mejor lo haya entendido fuera Max Brod, su amigo y albacea, a quien Kafka le hizo prometer, en su lecho de muerte,  que quemaría todos sus escritos. Si la amistad como la justicia, el amor, las relaciones familiares y las creencias religiosas, tienen su propia ley, Brod instaura un código otro, faltando a la promesa,  para legar a la humanidad su obra.

 

 


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