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Fronteras calientes, murallas que dividen al mundo

Por Oscar Oszlak*

Donald Trump, presidente electo de los Estados Unidos, incluyó como una cuestión central de su plataforma política, terminar de construir el muro que divide la frontera sur de su país con México, a lo largo de toda su extensión. Un «muro físicamente impenetrable, alto, poderoso y hermoso», según su gráfica descripción, como si en lugar de una pared de concreto se tratara de una obra de arte. Hoy, el muro cubre sólo una tercera parte de los más de tres mil kilómetros que separan a ambos países. Según Trump, el muro deberá ser suficiente para detener el tránsito vehicular y de peatones. Y además, promete, México deberá pagar por su construcción.

Hoy, los muros sirven más bien para impedir la entrada de inmigrantes, narcotraficantes, terroristas o grupos étnicos o religiosos diferentes. El muro de Trump requiere una construcción de unos dos mil kilómetros. Nadie sabe con precisión cuánto costaría, miles de millones de dólares por kilómetro. Más 1,4 billones anuales para mantener 21.000 agentes de patrulla, cámaras, equipos o costos de reposición por desgaste del muro. Tampoco se conoce su probable impacto ecológico, al aislar especies en riesgo de extinción como el jaguar o el oso negro, o detener el movimiento de desiertos de arena. Si México fuera «forzado» a pagar por el muro, debería engrosar en un 14% el total de su deuda externa o desembolsar el equivalente al 2% de su PBI anual.

La pretendida defensa contra la infiltración terrorista desde territorios vecinos llevó a Israel a construir el llamado «Muro del Apartheid» en partes de su frontera con el pueblo palestino. También Kuwait instaló un muro con Irak para evitar una nueva invasión y Uzbekistán cercó su frontera con Afganistán para impedir el ingreso de insurgentes. Arabia Saudita hizo lo propio con Irak, para evitar infiltraciones del EI. Y Marruecos construyó en el Sahara Occidental la segunda muralla más extensa del mundo, para defenderse del Frente Polisario, que reivindica soberanía sobre ese territorio para el pueblo saharaní.

A veces se erigen barreras virtuales, como las que crean las tendencias secesionistas intentadas en la Bolivia meridional, la Italia del Norte, la ex Yugoeslavia o la República de Chechenia en Rusia. También adoptan la forma de movimientos de liberación, se fundan en el integrismo religioso o se orientan a aislar regiones ricas de su periferia pobre. Son estas últimas las barreras que alzan muchos pueblos para evitar la inseguridad que les crea la convivencia con sus vecinos pobres, seres marginados que luchan por su supervivencia cotidiana, en cuyas barriadas el desempleo y el tráfico de drogas alienta la delincuencia y, por lo tanto, amenazan la vida y la seguridad de los ricos.

Tal vez los muros más vergonzosos son justamente los que intentan crear barreras a la integración poblacional dentro de una misma sociedad. Esta vez la excusa es la inseguridad. Los llamados «Muros de la Discordia» de Río de Janeiro se construyeron alrededor de muchas favelas para evitar su expansión hacia zonas aledañas. Y hace unos años se intentó erigir un muro entre San Isidro y San Fernando, separando los barrios de La Horqueta y Villa Jardín, proyecto que encendió una polémica que llevó a abandonar el proyecto. El proceso de «gentrificación» en el Gran Buenos Aires ha llevado a la construcción de cientos de countries y barrios cerrados, que ya ocupan una superficie varias veces superior a la Capital Federal. Guardias y alambradas los aísla de vecinos poco deseables.

Los muros tratan de reducir la amenaza de un enemigo real o presunto, o de evitar la convivencia con seres considerados indeseables. Trump no tiene empacho en insultar a los mexicanos, llamándolos violadores, estafadores o traficantes. Afirma que un muro de concreto los detendrá. En otras partes se emplean vallas, zanjas, planchas metálicas, tubos de acero, alambradas de púas, minas y cercas electrificadas. Todo sirve al mismo propósito. Aun así, con torretas, radares y fuerzas de seguridad entrenadas, se cuentan por millones los indocumentados e infiltrados que consiguen atravesar las barreras. Claro, el costo en vidas y sacrificios humanos es incalculable. Cientos de miles detenidos en las fronteras; decenas de miles, asaltados y violados al buscar pasos fronterizos más alejados y peligrosos; miles de personas contrabandeadas como ganado humano por mafias que se multiplican cuando la desesperación se vuelve negocio; cientos de ahogados en el mar o pisoteados en estampidas sobre vías y caminos lejos del hogar.

Los muros nunca conseguirán plenamente su propósito de contención si lo que buscan es preservar el abismo social. Nuestro planeta es único e indivisible, por más que la humanidad haya creado fronteras nacionales o divisiones sociales que impiden su integración. Es una cruel paradoja que la globalización haya profundizado, a la vez, la segmentación del mundo. El nomadismo fue connatural al desarrollo de nuestra especie. Mientras persista la inequidad económica, el ansia de conquista territorial, la perversión autoritaria o la intolerancia étnico-religiosa, los pueblos continuarán desplazándose por el mundo en busca de nuevos horizontes para su plena realización humana. Los muros podrán reducir su penetración pero no impedir totalmente el acceso de esas poblaciones. Sólo cuando desaparezcan las condiciones que originan sus penosos desplazamientos, los muros perderán su razón de ser.

Investigador superior del Conicet. 

Fuente: La Nación.


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