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Estados Unidos pierde su guerra contra las drogas

Por Carlos Escudé.

Apreciado lector: el 4 de enero el Wall Street Journal, emblema del establishment norteamericano, publicó un artículo de dos prestigiosos economistas de la Universidad de Chicago, Gary Becker (Premio Nobel 1992) y Kevin Murphy, titulado “¿Hemos perdido la guerra contra las drogas?”. A partir de entonces quedó claro que, con el nuevo año y la recién inaugurada gestión presidencial, comienza un tiempo en el que serán cuestionadas viejas premisas sobre este conflictivo tema.

Desde el mismo copete del artículo, el diario afirma que la susodicha guerra fue un experimento fracasado de cuatro décadas, que su costo humano es excesivo y que hay que comenzar a considerar la descriminalización del uso y comercialización de drogas. Los prestigiosos autores calculan que la guerra contra las drogas cuesta al contribuyente norteamericano alrededor de 40.000 millones de dólares anuales, y que sus efectos indeseados son muy nocivos. Por ejemplo, el enrolamiento en colegios secundarios de Estados Unidos ha caído un 25%, debido a que los altos dividendos del tráfico ilegal de drogas tienta a los chicos de los barrios pobres. Éstos dejan sus colegios para ganar dinero, sacrificando su futuro y muchas veces también sus propias vidas.

Nixon fue el presidente que proclamó la guerra contra las drogas.

Nixon fue el presidente que proclamó la guerra contra las drogas.

La “guerra a las drogas” fue proclamada por el presidente Richard Nixon en 1971, con la expectativa de que los esfuerzos policíacos rápidamente disminuyeran el flagelo. Pero no fue así. El 50% de los internos de prisiones federales tienen condenas por delitos vinculados a la droga. La población carcelaria del país creció de 330.000 en 1980 a 1,6 millones en la actualidad. Quienes cumplen con su condena después de un delito menor y salen en libertad raramente tienen la oportunidad de conseguir un empleo legal. Entran en un círculo vicioso. A la vez, todo aumento de la represión hace subir el precio de los productos prohibidos, aumentando la tentación entre los pobres de vivir del tráfico de drogas.

Por cierto, la ilegalidad de la droga engendra grandes negocios, y debido a la escasez de otras oportunidades la gente se siente atraída a este comercio. Rige una ley económica elemental que economistas como Becker y Murphy no ignoran. No importa cuán ilegal sea la oferta, si hay una fuerte demanda siempre habrá un sector de la sociedad dispuesto a correr altos riesgos para satisfacer al mercado. Cuánto mayor sea el riesgo, mayor será la ganancia para quien esté dispuesto a afrontar el peligro.

Y cuánto mayor sea la ganancia, mayor será la violencia a la que estarán dispuestos sus beneficiarios para defenderla. Una esquina de distribución de droga en un barrio marginal vale una fortuna, y mucha gente está dispuesta a matar para controlarla. Vale lo que vale porque la droga es cara. Y la droga es cara porque es ilegal y venderla significa correr altos riesgos, no sólo en términos de vidas y sentencias carcelarias, sino también en pérdidas periódicas de mercadería.

Si la droga se legalizara, desaparecería el peligro, caería el precio y la mafia perdería la mayor parte de sus estímulos y ganancias. Precisamente por eso, nada es más contrario a los intereses de las mafias que una reglamentación que permita el expendio bajo receta de algunos narcóticos. En cambio, la prohibición asegura el esplendor de una industria de violencia. La ilegalidad engendra mafia, violencia, asesinatos, tráfico de armas y todo tipo de horrores.

Si la droga se legalizara, desaparecería el peligro y caería su precio.

Si la droga se legalizara, desaparecería el peligro y caería su precio.

Lo mismo ocurrió cuando, en 1920, a los norteamericanos se les ocurrió poner una enmienda en su Constitución que prohibía las bebidas alcohólicas. Una prohibición legal no anula una demanda del mercado, así que los yanquis siguieron tomando bebidas alcohólicas, sólo que de mucha peor calidad, y en el proceso generaron una mafia dedicada al rubro y una violencia incalculable. Ésta pudo eliminarse sólo cuando, en 1933, se regresó a la normalidad derogando la enmienda que establecía la “ley seca”. El moralismo de esa ley seca casi duplicó la tasa nacional de homicidios. Lo mismo ocurre en muchas partes, y una en escala mayor, con la criminalización del narcotráfico. Quienes lo afirman ya no son analistas arriesgados sino premios nobeles consagrados.

Hace algunos años, un funcionario de la embajada de los Estados Unidos que era amigo mío me dijo, bajo condición de anonimato: “Carlos, enfrento un dilema terrible. Regreso a mi país y tengo un hijo adolescente. En Estados Unidos mi hijo no podrá comprar una sola lata de cerveza, porque la venta de bebidas alcohólicas es legal y está reglamentada. Ningún comerciante sería tan estúpido como para arriesgar la pérdida de su licencia, que vale muchos miles de dólares, para venderle una cerveza a un menor de edad. Pero la venta de drogas, desde las más suaves hasta las más peligrosas, no está reglamentada, y por ese motivo mi hijo podrá comprar cocaína, crack y heroína en cualquier esquina y hasta en el colegio mismo.”

Aunque en Estados Unidos existen varias organizaciones que abogan por la legalización del uso, por razones médicas, de drogas livianas como la marihuana, la superpotencia todavía no ha podido superar sus prejuicios culturales. Quizás usted recuerde, atento lector, que en 1996 el 56% de los votantes de California aprobó la producción y uso legal del cannabis para uso médico. Pero el referendo generó tensiones con el gobierno nacional, y la justicia dictaminó que en caso de conflicto entre la legislación estadual y la nacional, tiene vigencia la nacional.

Posteriormente, en noviembre de 2012, los electorados de los estados de Colorado y Washington legalizaron la posesión de pequeñas cantidades de marihuana para uso recreacional. Pero una vez más, el Departamento de Justicia insistió en que nada ha cambiado y que la prohibición nacional sigue vigente. Por cierto, el gobierno de Obama se ha mostrado muy poco dispuesto a ceder frente a electorados progresistas que reclaman una actitud más amplia.

No obstante, el tiempo para la prohibición parece contado, porque los costos del fracaso son demasiado altos y visibles, y pensadores ilustres como Becker y Murphy ya han abierto la caja de Pandora.

Por otra parte, también sirve de ejemplo la actitud europea, que es mucho más liberal. En 2001 Portugal se convirtió en el primer país de ese continente en despenalizar por completo la posesión de drogas para consumo personal. A su vez, desde mucho antes, y aunque se aplican multas a la producción y consumo del cannabis, en Holanda la cuestión de las drogas no corresponde a la esfera penal sino a la de la salud pública. Y en 2010 la República Checa adoptó una ley que permite que una persona posea legalmente 15 gramos de marihuana o 1,5 gramos de heroína.

Por otra parte, también varios países de América latina se encuentran en la vanguardia de esta cuestión. El caso más extraordinario es Uruguay, que jamás ha penalizado la posesión de drogas para uso personal. En junio de 2012 los uruguayos dieron un paso más, anunciando planes para estatizar las ventas de marihuana, eliminando las mafias.

Pero no son los únicos que avanzan. La decisión de nuestra Corte Suprema de 2009, declarando inconstitucional la persecución de ciudadanos poseedores de pequeñas cantidades de drogas para uso personal, nos puso mundialmente en un lugar de avanzada. Y en el mismo año, el congreso mexicano sancionó una ley parecida.

En cambio, la trayectoria brasileña es más ambigua. En 2002 y 2006 se llevaron a cabo cambios legislativos legalizando el consumo, pero aumentó la represión de la venta. En Brasil se persigue principalmente a los pequeños traficantes. Por eso, todavía es el paraíso de violentas mafias.

No obstante, parece claro que el mundo pronto regresará a los felices tiempos en que un refresco era bautizado “Coca Cola” porque contenía un derivado de la estimulante hoja boliviana.

Tiempos en que un icónico héroe de la ficción como Sherlock Holmes se inyectaba con una solución del siete por ciento de cocaína sin perder un ápice de respetabilidad.

Fuente: revista El Guardián.


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