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¿El Papa quiere ser el jefe de la oposición?

Por Marcos Novaro

Los Kirchner quisieron ponerlo en ese lugar años atrás y no les funcionó. Pero ahora parece ser él mismo el que aspira a ejercer el rol de opositor, o al menos eso sueñan y temen respectivamente en el peronismo y en el Gobierno.

Lo cierto es que por más que Macri se esfuerza por mejorar una relación que empezó mal, el Papa sigue causándole cotidianos dolores de cabeza. Tras la controvertida entrevista con Bonafini y el espaldarazo a jueces que aquél no ve con simpatía se desató un nuevo desencuentro por el rechazo a la donación a las Scholas Occurrentes.

Nada hace pensar que la situación vaya a mejorar pronto. Un nuevo capítulo de tensión se va a abrir cuando la curia avance con su Pacto del Bicentenario, frente al cual el oficialismo deberá admitir su fracaso en impulsar su propia iniciativa en la materia, y una aún más grave perspectiva de subordinación a las condiciones que quiera imponer la Iglesia, con sus mitos sobre la nación y la integración social, para las más pedestres propuestas oficiales de diálogo con la oposición. Porque en la escena al menos quedará grabada la idea de que «mientras la Iglesia une, el Gobierno desune», y para disimularlo los funcionarios se verán obligados a repetir lo que dijeron a raíz de la carta vaticana por el 25 de Mayo y el tedeum porteño: que cuando los curas reclaman sensibilidad social y reconciliación les están sacando las palabras de la boca.

Los analistas difieren sobre la intensidad que terminará adquiriendo este conflicto. Pero ya nadie lo desestima. Entre los alarmados destaca el brillante historiador Loris Zanatta, quien nos viene recordando en oportunos artículos que el mito de la nación católica cumple una función esencial en el ethos peronista y que el papa Francisco es ferviente cultor de esa tradición, radicalmente enfrentada a las ideas de Macri. Por lo que es inevitable que la tensión entre ellos crezca.

El argumento, sólidamente documentado, dispara preguntas que signarán la política de los próximos años. Si Macri no va a lograr apaciguar al Papa, ¿no le convendría defender más abiertamente su propio ethos liberal y modernizador y practicar un antipopulismo menos culposo? ¿Podría el peronismo unirse en torno a los planteos vaticanos, volviéndose más anticapitalista y menos negociador?

De darse esto último, Francisco habrá cumplido, paradójicamente, los sueños que desvelan a Cristina y no puede realizar: dar continuidad a un populismo radicalizado, poner al peronismo en la vereda de enfrente del Gobierno y bloquear sus esfuerzos por crear una economía más abierta y una democracia más pluralista. Y la escena argentina se volvería a teñir de la oposición doctrinaria entre liberalismo y catolicismo tan gravitante en los años 30 y 40. Pero ¿eso representaría las expectativas y los conflictos que realmente unen y dividen a la sociedad argentina actual? Aunque el mito de la nación católica gravite en el ideario de Francisco, de porciones del PJ y de la Iglesia, creo que ha quedado ya un poco en la historia y resulta demasiado traído de los pelos para entender y actuar en el país de hoy. Y la historia reciente lo demuestra.

Para empezar, es cierto que, cuando los Kirchner, por primera vez, llamaron a Bergoglio «jefe de la oposición», se equivocaron. Porque él no se oponía a todo el proyecto K, sino principalmente a reformas en salud reproductiva, al matrimonio igualitario, en suma, a sus tibios escarceos liberales.

Pero además hay que recordar que, en parte por ese mismo error de juicio de los Kirchner, las críticas que les planteó el entonces cardenal tuvieron una eficacia pública discordante con sus intenciones: en los asuntos en que se focalizaron no lograron mayor consenso, pero sí ayudaron a impugnar lo que se llamaba «estilo K» y probó ser mucho más que eso: sus abusos de poder, su intolerancia, en suma, su antiliberalismo.

Bergoglio terminó cumpliendo así, en el terreno religioso y tal vez a su pesar, un papel similar al que en otros asuntos cumplieron personas tan distintas en sus historias y preferencias como Magnetto, Lorenzetti o Moyano. Al demonizar los Kirchner su voz y su función pública con la intención de desestimar sus críticas y politizar y polarizar las diferencias que ellas expresaban -en su caso con la evidente finalidad de ampliar la grieta entre la «Iiglesia militante», la de los curas por los pobres, y la jerarquía, tachada de «liberal» desde el gobierno (grieta cuya superación estaba y sigue estando entre los objetivos medulares de la tarea pastoral de Bergoglio)-, y devaluar a sus verdaderos opositores, entre ellos los políticos disidentes del peronismo también denostados por liberales, empujaron a todos estos actores a defender su autonomía. Cosa que hicieron precisamente en términos liberales, reivindicando la separación entre Iglesia y Estado, entre Estado y gobierno, el derecho a disentir y el respeto a la ley como condición para la convivencia.

En suma, aunque las diferencias del futuro papa con los Kirchner nacieran de lo poco que éstos tenían de liberales, terminó siendo en defensa del liberalismo y de la república que se desplegó el conflicto entre ellos y por darle voz a la sociedad. Conflicto cuyo saldo para nada abonó las tesis de la nación católica, ni favoreció al peronismo. Y aunque puede que al Papa le pese esa involuntaria ayuda prestada para fomentar el relativismo moral, y en particular para que Macri derrotara a Scioli, no podrá borrarla a voluntad.

Respecto de este último asunto, además, es notable cómo los «involuntarios favores» de Francisco a Macri se repiten, disimulados detrás de más sonados que efectivos choques. Es lo que sucedió, al menos, en el caso de la cita con Bonafini.

La estrategia global del Papa dio un paso adelante con esa visita. La señora lo abrazó y se disculpó, hasta le regaló un pañuelo de las Madres. Las dudas que todavía podía haber sobre su papel durante la dictadura terminaron de disiparse y se consolidó su imagen como gran reconciliador. Además es evidente que politizar el discurso de la Iglesia es parte esencial del esfuerzo de Bergoglio por sacarla de la crisis en que está y evitar también que siga su lenta deriva de poder universal hacia una mera ONG internacional. Bonafini, con sus buenos o malos argumentos sobre derechos humanos y desgracias del capitalismo sirve a ese objetivo general.

Pero, al mismo tiempo, la visita de Bonafini le sirvió a Macri para mantener en el centro de la escena y confrontando con él a las figuras más desprestigiadas del kirchnerismo. Y complicó en cambio la pretensión, que puede ser o no de Francisco pero es la de la oposición más virulenta, de interpretar la Argentina actual con esas ideas. Ante todo porque tenerla a la jefa de las Madres de interlocutora era mucho más riesgoso que tenerlo a Casanello, o mandarle un rosario a Milagro Sala. Y se demostró apenas ella salió de la audiencia y la usó para justificar un eventual estallido de «violencia popular» contra Macri y homologar la situación del país con la de 1955. Puso así en evidencia lo absurdo de pensar las disputas actuales como una lucha a muerte entre liberales y populistas, y hasta obligó a voceros papales a refutar esa versión.

En suma, Bonafini en Roma dio pasto a la tesis del Gobierno: que si Francisco es reconciliación global, sólo Macri lo puede ser en estos pagos. Por más que aquél rechace la mano que se le tiende desde aquí. Que es probablemente lo que quede como saldo del entrevero sobre las Scholas. Y pese a que el Vaticano actuó sin avisar ni darles a las autoridades ocasión de buscar una salida elegante, y fundamentando su decisión, en línea con Bonafini, en que ellas deberían estar ocupándose de las carencias del pueblo y no lo hacen.

Es posible que de un desencuentro más bien circunstancial con los Kirchner Bergoglio haya pasado a una tensión doctrinaria y por tanto más irremediable con Macri. Pero para un análisis político de lo que está sucediendo no cuentan tanto las ideas e intenciones de los actores como los efectos concretos de sus acciones. En lo que conviene reconocer un poco más de mérito y eficacia de lo habitual al liberalismo argentino.

Además, aunque puede que el proyecto populista finalmente fracase más por errores de sus conductores que por eficaces reflejos republicanos del resto del país, lo seguro es que para que lo mismo no suceda con Macri y su proyecto no parece conveniente polarizar con el Papa. Ni ignorar sus planteos. De los que cabría extraer la sugerente recomendación de practicar un «sano populismo», así como el propio Bergoglio debió practicar en su momento un «sano laicismo».

Fuente: La Nacion.


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