Refiere la contratapa de este nuevo libro que “bajo el formato de una ficción, Horacio Lutzky, coautor del exitoso Iosi, el espía arrepentido, narra la trama secreta que terminó en la voladura de la mutual judía y las razones del encubrimiento del atentado. La explosión es el relato de una investigación escalofriante que, en el contexto de la Guerra de los Balcanes, revela los hilos del contrabando de armas y explosivos en que participaron traficantes y terroristas sirios, agentes iraníes, criminales de guerra nazis, importantes autoridades políticas y comunitarias argentinas, militares e integrantes de las fuerzas de seguridad , y algunos jueces, con el visto bueno de políticos y dirigentes israelíes y estadounidenses”.
La historia que vincula a un periodista (“Ariel Szpilberg”) con un agente de inteligencia (“Raúl Housemann”), sirve de excusa al autor para mostrar el rompecabezas oculto tras la historia oficial. A continuación un adelanto, junto a imágenes fotográficas que no fueron incluidas en la edición del libro.
Expediente bomba: el “Irán-Baires-Bosnia-gate”
por Ariel Szpilberg
Esta es una investigación sobre la verdadera trama de los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA, y sobre las mentiras y las causas de su encubrimiento. Se trata de un material exclusivo para realización de película documental, de carácter estrictamente confidencial. En atención al delicado tenor de la información reservada que contiene este volumen del cual el autor es su único responsable, su tenedor y actual lector asume desde el preciso momento en que este material llega a sus manos un compromiso de confidencialidad, quedándole absolutamente vedada la divulgación o utilización de cualquier modo de esta información sin autorización escrita del autor.
Introducción
En los años 1992 y 1994 se perpetraron en la ciudad de Buenos Aires dos sangrientos atentados terroristas que dejaron más de un centenar de muertos y muchísimos heridos.
A diferencia de la inmensa mayoría de los casos de terrorismo internacional, los autores materiales jamás fueron identificados y los casos no fueron esclarecidos, pese a que en las primeras horas las señales del origen eran claras. La mecánica misma de los ataques quedó bajo un cono de sombra, merced a la contaminación del escenario y a la sistemática destrucción de las evidencias efectuada por las fuerzas de seguridad e inteligencia, actividad a la que se plegaron numerosos funcionarios políticos y judiciales, todo bajo una voluntad concertada por los gobiernos de la Argentina, los Estados Unidos e Israel.
Tanto el primer ataque contra la sede de la Embajada de Israel, como el segundo contra la mutual judía AMIA, en la historia oficial fueron atribuidos difusamente a lejanas autoridades de la República Islámica de Irán, sin las pruebas de la actividad criminal realizada a nivel local, en la Argentina, y mediante el fácil recurso de acudir a incomprobables y direccionados informes de inteligencia, que responden a intereses geopolíticos coyunturales y que son realizados sin los mínimos controles judiciales propios de los sistemas democráticos.
La investigación del primer atentado fue inexistente, y la del atentado a la AMIA es, desde la foja 1, el más increíble muestrario de la actividad delictiva de funcionarios y personajes influyentes argentinos, encaminada a limpiar las huellas y las evidencias, y a construir una historia falsa para cerrar el expediente y dar una “explicación” a la sociedad.
Así fue que, desde los primeros días, se promovió un “desorden organizado”. Se tiraron, con grandes palas mecánicas y sin ningún tipo de control, los escombros y restos generados por la explosión en un descampado al borde del Río de la Plata; se omitió preservar la zona del desastre del ingreso de decenas de personas sin identificar; se plantaron pistas falsas que eran luego “halladas” de noche y sin testigos; se perdieron elementos probatorios recolectados en las primeras jornadas; se borraron grabaciones de intervenciones telefónicas a sospechosos, mientras simultáneamente se “perdieron” las transcripciones —por duplicado— obrantes tanto en la Secretaría de Inteligencia del Estado (side) como en la Policía Federal (muchas de ellas habían sido realizadas a diplomáticos iraníes antes y después del atentado). Se quemaron cintas de filmaciones. Se suspendieron escuchas judiciales y allanamientos programados, sin razón ni explicación. Se coaccionó a testigos para que callaran y a otros para que mintieran y, a uno de ellos, el preso Carlos Telleldín, se le compró una declaración falsa por casi medio millón de dólares. Llamativamente, ante esta brutal tarea de remoción de evidencias y desvíos intencionales, el reducido grupo de directivos de la comunidad judía atacada, lejos de denunciar el atroz encubrimiento que se perpetraba ante sus ojos, se sumó en forma muy activa al grupo de tareas que ocultó lo sucedido.
Motivos muy graves y muy oscuros están detrás de la política de Estado que encabezó semejantes maniobras de encubrimiento. Esos motivos que, notablemente, también implican a directivos de las entidades atacadas, cuyos intereses son muy distintos de los de los familiares de los muertos, son los que expongo a continuación.
Desde unos meses antes del atentado a la Embajada de Israel, en marzo de 1992, y hasta unos meses después del atentado contra la AMIA, en julio 1994, un gigantesco operativo clandestino de transferencia de armamento se desarrolló desde el puerto de Buenos Aires hacia los Balcanes, bajo directivas del gobierno argentino de Carlos Saúl Menem. El presidente peronista, reconvertido al neoliberalismo y bajo una política de sumisión al gobierno norteamericano, en realidad realizaba el trabajo sucio que los Estados Unidos no podían hacer directamente.
La federación Yugoslava —donde estalló el conflicto armado en el que se involucró secretamente la Argentina— estaba integrada bajo el sistema comunista por seis repúblicas (Bosnia-Herzegovina, Croacia, Macedonia, Montenegro, Serbia y Eslovenia), dos provincias autónomas (Kosovo y Vojvodina) y numerosas nacionalidades y culturas mezcladas, incluyendo croatas, macedonios, montenegrinos, serbios, eslovenos, musulmanes bosnios (o bosníacos), albanos, turcos, gitanos y judíos. La población de cada república era étnicamente mixta, con fuertes minorías irredentistas en Croacia y en Bosnia-Herzegovina. En 1991, los serbios constituían el 12% de la población de Croacia, mientras que en Bosnia-Herzegovina el 44% eran bosníacos, el 31%, serbios y el 17% croatas.
Con la caída del Muro de Berlín y las señales de desintegración de la Unión Soviética, se reactivaron las expresiones nacionalistas y xenófobas que tras la Segunda Guerra Mundial habían sido encapsuladas a lo largo de décadas por el orden comunista del mariscal Josip Broz “Tito”, y las acusaciones entre distintos grupos étnicos y religiosos fueron creciendo exponencialmente, azuzadas por intereses de todo tipo y recibidas con gran expectativa por la industria bélica internacional y por el denominado “Occidente”. Se estaba reconfigurando el mapa de Europa, y la disolución de los restos del socialismo debía quedar sellada punitivamente, a sangre y fuego.
Las tensiones nacionalistas y odios étnicos y religiosos en la región se remontaban —por lo menos— a principios del siglo XX (la Primera Guerra Mundial comenzó allí, con el asesinato en 1914 del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando y su esposa en Sarajevo, a manos de nacionalistas serbios de Bosnia), y particularmente a los crímenes de la Segunda Guerra, cuando Croacia se proclamó Estado católico en alianza con Adolf Hitler, y estableció macabros campos de concentración y exterminio no solo de judíos, sino también de cientos de miles de serbios de religión ortodoxa.
La lucha contra los ustachas (los nazis croatas, liderados por el equivalente al Führer alemán, Ante Pavelic) fue llevada a cabo por guerrilleros y partisanos liderados por el croata comunista Josip Broz “Tito”, quien fue nombrado mariscal y presidió el Ejército Popular de Liberación y Destacamentos Partisanos de Yugoslavia, unificando exitosamente la lucha para liberar a la Yugoslavia ocupada.
En el mundo bipolar establecido tras el fin de la Segunda Guerra, Tito estableció un régimen socialista, que sin embargo se reivindicó como independiente de la Unión Soviética, al tiempo que impulsaba la constitución del Movimiento de Países No Alineados, del que fue su secretario general. Tras el fallecimiento de Tito en 1980, comenzaron a resurgir viejas disputas. Y, con el derrumbe de la Unión Soviética unos años después, el país confederado llamado Yugoslavia y las repúblicas que aún lo integraban bajo el sistema colectivista pasaron a estar en el centro del escenario. Quienes pensaban en negociaciones y vías reformistas perdían terreno aceleradamente ante los tambores de guerra que sonaban cada vez más fuerte entre las distintas colectividades de los Balcanes.
Líderes fanáticos de los distintos bandos, que incitaron a la salida bélica, promovieron además atroces crímenes de guerra. El serbio Slobodan Milošević, el serbobosnio Radovan Karadzic y el croata Franjo Tudjman fueron solo algunos de los más conocidos acusados por tales horrorosas acciones.
Un escritor de la zona en conflicto, Ismet Prcic, lo describió bien en su libro Esquirlas:
La cosa había empezado con políticos que discutían en televisión, que hablaban de sus nacionalidades y sus derechos constitucionales, que sostenían que sus respectivos pueblos estaban en peligro. “Pensaba que éramos todos yugoslavos”, le dije a mi madre, aunque yo, a mis quince años, ya sabía de qué iba aquello. Había que vivir debajo de una piedra para no darse cuenta de que la mierda estaba a punto de salpicarnos a todos. No sé por qué dije eso. Quizás me habían inculcado tan a machamartillo el mensaje comunista de Confraternidad y Unidad que este afloraba en mí robóticamente y se imponía a mi experiencia real. Mi madre me mandó callar y subió el volumen del televisor. A continuación empezaron a llegar las noticias: poblaciones sitiadas, víctimas civiles, campos de concentración, refugiados. Croatas y musulmanes masacrados a diestra y siniestra por grupos paramilitares serbios y por el Ejército Popular Yugoslavo, que, como demostró con sus actos, ciertamente no parecía pertenecer a todos los pueblos de Yugoslavia.
LA INTERVENCIÓN ARGENTINA EN EL IRANGATE
Es en este complicadísimo y peligroso tablero donde entra en escena el temerario presidente de un lejano país, sin mayores escrúpulos para negocios ilícitos y de alto riesgo, y con enorme apetencia de aceptación internacional y dinero: Carlos Saúl Menem.
El mandatario argentino, que hizo campaña con agresivas consignas populistas y antiimperialistas, había comprendido rápidamente que no podría consolidarse en el poder sin el visto bueno norteamericano. Y llegó a esa conclusión en el momento justo: el ex director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y presidente de los Estados Unidos, el republicano George Bush, necesitaba del riojano para volver a reactivar las redes de contrabando de armas que, con participación argentina e israelí, años atrás habían abastecido secretamente a Irán a cambio de distintos objetivos, entre ellos los de tipo geopolítico, pero también por las fabulosas ganancias y comisiones que generaba. Ahora, para los Estados Unidos, Irán sería un actor fundamental para definir en los Balcanes la última guerra contra el comunismo y, como en otros tiempos, la participación argentina en esos negocios sería muy valorada. Ya en 1981, oficiales argentinos habían intervenido en el trato secreto entre los israelíes y el régimen de Khomeini, que cubría la provisión de 360 toneladas de repuestos de fabricación norteamericana —pero de propiedad de Israel— para tanques y municiones para las fuerzas revolucionarias iraníes. Las armas salían de las reservas israelíes y luego los norteamericanos las reponían. Mediante estos intercambios clandestinos, los Estados Unidos lograron obtener la liberación de rehenes norteamericanos cautivos en el Líbano, secuestrados por Hezbollah (grupo que desde su creación depende de Irán). Por su parte, Israel apostaba, además, a asistir a Irán para derrotar al Irak de Saddam Hussein, que era su mayor amenaza del momento y que no hubiera sido frenado sin la provisión de armamento para Teherán. Irán —que con la revolución khomeinista de 1979 pasó a ser conducido por fundamentalistas islámicos— necesitaba de esas armas para resistir la superioridad bélica de Irak, en la guerra entre esos países vecinos que se extendió de 1980 a 1988. En ese contexto de colaboración secreta con Irán, el 7 de junio de 1981 seis jets israelíes F-15 bombarderos y ocho F-16 escoltas partieron de Israel hacia Irak, donde atacaron y destruyeron el reactor nuclear de Osirak, que Saddam Hussein casi había logrado poner en funcionamiento. El ataque fue precedido por un encuentro realizado a mediados de marzo en Francia entre el presidente de Irán, Abolhassan Banisadr, y el embajador israelí en los Estados Unidos, Moshe Arens.
En esa etapa, pilotos argentinos realizaban el transporte aéreo de armamento para Irán. Los doce cargamentos de suministros tenían que enviarse secretamente desde Tel Aviv a Teherán vía Lárnaca, Chipre, en la compañía argentina de cargas aéreas Transporte Aéreo Rioplatense (TAR), propiedad de un grupo de militares. De acuerdo con algunos informes, la empresa actuaba como compañía de cargas contratada por la CIA. El 18 de julio de 1981 —un mes después del bombardeo israelí al reactor nuclear iraquí y trece años antes del atentado a la AMIA— fue derribado un avión de carga de la TAR piloteado por el capitán argentino Héctor Cordero, cerca de Ereván, Armenia, y de la entonces triple frontera entre la Unión Soviética, Turquía e Irán.
*abogado, escritor y periodista. Autor de los libros “Brindando sobre los Escombros-La dirigencia judía y los atentados: entre la denuncia y el encubrimiento”, “Iosi, el espía arrepentido” (en coautoría con Miriam Lewin), y “La Explosión”.