Ya sea porque necesitamos ayuda para pensar lo que es difícil de pensar; ya sea por la tendencia, más bien natural, a reflexionar sobre dramas del presente a la luz de dramas pasados, muchos se han acercado al caso de la desaparición de Santiago Maldonado de la mano de trágicas experiencias anteriores.
Casos como los del fiscal Alberto Nisman, Julio López, o las propias desapariciones ocurridas durante la dictadura, fueron los lugares de apoyo más comunes en estas miradas habitualmente vueltas hacia atrás. Según entiendo, tales comparaciones con el pasado no resultan tan iluminadoras como el paralelo que puede establecerse entre el caso de Maldonado y otro hecho trágico reciente en la vida pública argentina: el asesinato de Mariano Ferreyra.
Sin poder abrir aún un juicio definitivo acerca de cómo se produjo la desaparición de Santiago Maldonado, o qué ocurrió con él, podemos advertir entre los dos casos similitudes muy relevantes, que nos permiten entender mejor la lógica que rodeó a ambos hechos, y asignar consiguientes responsabilidades. En ambos casos, nos encontramos con gobiernos que pretenden mostrarse capaces de mantener el orden, mientras se hallan rodeados de conflictos sociales crecientes, que lo azuzan y desafían en su capacidad para sostenerlo.
En el caso de Mariano Ferreyra, tenemos al gobierno de Néstor Kirchner en medio de un clima social enrarecido, con popularidad política en baja, y permanentes confrontaciones con la izquierda –en particular, con la izquierda sindical- que cuestionaba sus dichos de caporal (“a mi izquierda, la pared”). De varias maneras, y de modo recurrente, Kirchner “terciarizó la represión para “darle lecciones” a la izquierda –lecciones a palos. Ocurrió así con la izquierda en el gremio ferroviario, lo que ocurrió antes con agrupaciones docentes, con estudiantes, con los trabajadores del subte, o con el personal del hospital Francés o del Garrahan que se animaban a disrumpir el horizonte kirchnerista.
Entonces, grupos para-oficiales desarrollaron ejercicios de pura violencia, destinados a dejar en claro “quién manda aquí”, y sobre todo qué podía pasarle a quienes no lo entendieran. Por supuesto, al gobierno de Kirchner, que había nacido de las cenizas del 2001, lo último que podía interesarle era dejar pasar la muerte de alguien: las muertes de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán se habían llevado con ellas al gobierno de Eduardo Duhalde. La memoria del kircherismo tenía a dicho drama como primer recuerdo entre sus propios traumas.
En todo caso, el punto que nos interesa destacar es otro: resulta por demás difícil evitar las tragedias cuando el poder alienta, desata y rodea de impunidad a fuerzas irascibles, mal entrenadas e incontroladas (en ese caso, la patota sindical a las órdenes del secretario de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, apañado por el Ministro de Trabajo Carlos Tomada).
El paralelismo con lo ocurrido en estos días, bajo el gobierno de Mauricio Macri, resulta significativo. Otra vez, nos encontramos con un gobierno desafiado por protestas sociales, y que se interesa por dejar en claro, frente a parte del electorado que lo votó, que es capaz de mantener estable un orden social cuestionado. De allí que, con un ojo permanente sobre las encuestas de opinión (que muestran la vocación social por el orden, pero también el rechazo a modos represivos que se asocian con lo peor del pasado), el Gobierno haya sobre-actuado de todas las formas imaginables su capacidad para asegurar la paz social, y haya coqueteado, en ese tren, con formas diversas –más o menos legítimas, más o menos legales- del disciplinamiento social.
Como ocurriera en la etapa anterior, si algo quería el gobierno de Macri era mostrar en público su capacidad para la imposición del orden –lo cual le prometía un creciente apoyo. Asimismo, si algo no le convenía al Gobierno era algún acto de represión incontrolado –lo cual le prometía el rechazo de sectores amplios, y sobre todo influyentes, de la población. De allí que, en el caso del macrismo, como en el del gobierno anterior, hay una primaria responsabilidad que corresponde al Gobierno (que torna impermisible e imperdonable las acciones ejecutivas, que empiezan pero no terminan en Ministerios como los de Seguridad o Medio Ambiente). Hay responsabilidad gubernamental cuando él se encarga de sostener (otra vez) el accionar de fuerzas mal preparadas y poco entrenadas, rodeándolas con el sueño de la impunidad. Cuando el previsible daño ocurre, entonces, antes de señalar a nadie buscando culpables, hay que hacerse cargo.
Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional (UBA-UTDT)
Fuente: Clarín.