Por Rodolfo Palacios
Esa noche de invierno de 2012, Ricardo Barreda tomaba vino en silencio y comía una picada amarreta: unos pocos palitos, un puñado de papas y tres o cuatro fetas de queso. Su novia Berta, la dueña de ese departamento de dos ambientes de Belgrano, dormía en su pieza.
–Chochán se la pasa durmiendo –me dijo Barreda con la boca llena.
Al rato, Berta -que lo conoció en la cárcel- apareció y se sumó a la charla. Durante un año tuve diez encuentros con el odontólogo que el 15 de noviembre de 1992 mató en La Plata a su esposa, su suegra y sus dos hijas, dijo de repente que quería ir al cine a ver una buena película. Nunca vi que abrazara o le diera un beso a su novia. La mayoría de las veces se refería a ella con tono despectivo. «¿Para qué ir al cine si Chochán no entiende?», respondió un día cuando le pregunté porque no la llevaba a ver una película de Woody Allen. Los encuentros con Barreda aparecen retratados en el libro «Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres» (Libros de Cerca). Por entonces, Barreda quería recuperar la casona donde cometió los crímenes, pero la Legislatura bonaerense la expropió y hace dos semanas la Justicia civil lo declaró indigno y no podrá ni siquiera cobrar una indemnización por esos bienes.
Y ahora se presentó ante los integrantes de la Sala I de la Cámara, Raúl Dalto y María Oyhamburu, por los supuestos conflictos que tiene con Berta. Según trascendió, hace ocho meses Barreda se presentó ante la Justicia para decir que temía una denuncia de su novia por maltrato. Eso podría hacerle perder la libertad condicional. «Aparentemente ella amenazó con denunciarlo y él se atajó diciendo que ella tiene problemas neurológicos», dijo una fuente con acceso al expediente.
Una vez le pregunté a Barreda si era cierto que amaba a los perros.
–Sí. Es verdad. Hace mucho tiempo que tengo ganas. Una vez quise tener un perro, pero ellas me dijeron que no. Me sacaron cagando: ¡guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau!
Barreda ladraba como un perro pequeño. “Ellas” eran su esposa y sus dos hijas.
–Nos gustan los perros. Tengo una amiga -dijo Berta- que tiene un perro salchicha. La adora. No puede vivir con ella, le huele hasta el escote, se le pone ahí para que descanse.
–Le quiere chupar las tetas –acotó Barreda y largó una carcajada contagiosa.
–¡Pero Ricardo! ¡Qué boca sucia! –lo retó Berta.
–Tranquila, chochán.
–Qué hombre tremendo. Me dice chochán.
–Chocán, chochán, chochán.
–Bueno, viejo, andate con otra.
–Sí, pibas de 24 me gustan.
–Es verdad. El otro día viajó a La Plata para hacer un trámite y volvió con una colombiana.
–Amiga mía. La guié porque no conocía Buenos Aires.
–Sí, a ver si encontrás otra que te aguante como yo.
–Sobran mujeres como vos –dijo Barreda con una sonrisa, como dando a entender que era una broma.
Berta se lo tomó a mal:
–No digas eso, no seas injusto. ¿Y todo lo que hice por vos? ¡Todo lo que hice por vos!
–¡Me cago en Satanás! Era un chascarrillo, mujer.
Berta no respondió. Con un tenedor se puso a revolver el relleno de carne de una empanada.
–¡Qué hacés! ¡Es una empanada! ¡Cómo la vas a abrir así! ¡Me cago en Satanás!
Tuve más encuentros con Barreda y su novia. Un día, él me llamó para hacerme una invitación:
–¿Quiere venir a comer a casa? Si está de acuerdo, venga después de las 9 porque antes tengo que ir al dentista.
Pero a las nueve me llamó para contarme que había perdido el turno.
–El dentista no me atendió. Los dentistas son muy jodidos. Capaz que se quedó macheteando a la mujer o al revés –ironizó.
Como en las anteriores visitas, Barreda bajó a abrir.
–Puta madre –se quejó por la mala sincronización de las luces de su pasillo, que se apagaban en la mitad cuando aún quedaba el resto del recorrido por hacer.
–Este pasillo es un microclima. Es caluroso en invierno y fresco en verano.
En el comedor la mesa estaba servida. Dos vinos blancos Santa Silvia, una botella de agua, una tarta con puerro, cebolla y queso. Y la entrada que había hecho Barreda. Un pionono con jamón, mayonesa, aceitunas negras, tomates cherry, lechuga cortada muy finita, jamón, queso y huevo.
–Pobre Ricardo –dijo Berta–, estuvo cuatro horas preparándolo.
–Es que me gusta decorarlo.
Llevé sushi para completar el menú. Barreda miró el sushi extrañado.
–¿Quiere probar? –le pregunté.
–Bueno. ¿Esto tiene dibujitos arriba?
–No, es arroz.
El viejo cortó un nigiri de salmón por la mitad, lo mojó en la salsa de soja y mientras masticaba lentamente puso cara seria.
–Prefiero el pionono.
Al sushi tampoco le había sentido el gusto.
Pese a ese problema, Barreda tiene buen apetito. Se sirvió dos o tres veces de su propio arrollado y dos porciones de tarta. Cuando le quedaba un solo bocado dijo:
–Voy a hacer un experimento –y se fue con su joroba a cuestas hacia la cocina.
Reapareció con un sobrecito de queso rallado en la mano. Pero tampoco realzó el sabor de la tarta.
Berta dijo que le faltaba un golpecito de horno para poder sentirle más el gusto.
–Tomá chochán –le dijo a Berta mientras le servía otra porción de tarta. Luego, los dos contaron que un fin de semana de verano viajaron a Mar del Plata.
–La pasamos bárbaro. Sobre todo Ricardo, que quedó tostado como un modelo. Y encima anduvo en una moto de agua.
El comentario sonó a broma. Era difícil imaginarse a Barreda arriba de una moto de agua, andando a toda velocidad por el mar, quizá con el torso desnudo y lentes de sol, mientras unas chicas lo miraban desde la orilla.
Pero Barreda confirmó la escena:
–Anduve en moto de agua, pero ojo, yo no manejaba. Me llevó un amigo. ¡Lo peor fue cuando la moto se dio vuelta! Por suerte teníamos salvavidas. La gente nos dio una mano para salir.
–Cuando me enteré de lo que había pasado, me quería morir. Me lo contó dos días después –comentó Berta.
A un costado de la mesa había una jaula tapada que estaba en el piso, donde dos cotorritas cuchicheaban como dos viejas en la misa de la tarde.
–Están guardados para que nos dejen hablar –explicó Berta.
–¿Cómo se llaman?
–Qué se yo –respondió Barreda, sorprendido.
–Ricardo les dice amores míos –dijo Berta.
–Les digo angelitos de Dios, pero son tan boludos estos bichitos que ni nombre tienen. Pero el pico es como una navaja. ¿Querés verlas? –me propuso.
Cada vez que tomaba la palabra Barreda, las cotorritas –que ahora estaban destapadas– daban un concierto chillón. Si hablaba otro se callaban o bajaban el volumen del canto.
Durante la cena, Barreda demostró ser un humorista efectivo. Cada vez que Berta decía algo, él buscaba el momento justo para interrumpirla con una frase o un chiste. Van tres ejemplos:
–Tengo un hermano. Es un fenómeno mi hermano. Es, es…
–Es travesti –acotó Barreda.
Y se rió porque recordó que ese día había visto un caso policial: el doble crimen de Palermo en el que dos vendedores ambulantes se mataron en una pelea. Al viejo no le atrajo la historia, sino uno de los testigos:
–Era un travesti con la nariz ganchuda. Jua, jua, jua. “Acá hay mucha inseguridad”, decía el tipo –lo imitó Barreda con voz afeminada.
–¡Qué bien tiene las uñas! –la elogié a Berta.
–Me las hacía una chica que venía a casa. Me cuidaba las manos y limpiaba la cocina. ¡Limpia bien!
–La cachucha se limpia bien –interrumpió Barreda.
El tercer comentario fue cuando Berta habló de su especialidad docente:
–Fui maestra en muchas ramas.
–Una ramera.
–¡Pero Ricardo, cómo decís eso! Él es muy social. Estaba preocupada cuando salió de la cárcel por el tema de la reinserción, pero él se hace amigo de la gente. En Mar del Plata se hizo amigo de una nena discapacitada que lo adora.
Berta habla pero ahora Barreda está más concentrado en un bichito negro que camina por la mesa. A simple vista parece una mosca. O un bichito de luz. Barreda lo analiza, lo aplasta con la uña del dedo índice, lo disecciona y diagnostica:
–No es ni una cosa ni la otra.
Lo vuelve a mirar, preocupado, y llega a una conclusión que lo atormenta. Como el científico que descubre algo malo:
–Es una cucaracha.
Berta pone cara de resignación. Su novio le acaba de dar una mala noticia.
–Qué cosa rara. Nunca tuvimos cucarachas.
Barreda hace una pregunta:
–Ahora yo quiero saber una cosa. Quiero que me digan si los huevos de la cucaracha tienen varias crías. Una vez, en mi casa, no en la que pasó lo que pasó, sino en la casa de mi infancia, vi a una cucaracha con el huevito atrás. ¿Tienen varios hijitos o sólo uno?
–Varios –confirmo.
–La pelota. Qué despelote. Entonces acá tenemos cucarachas. Son cucarachitas bebé.
–Es porque dejás todos los papeles desordenados –lo reta Berta.
Razón no le falta: la cama de una plaza que hay en el living está llena de papeles, recortes de diarios, libros, tornillos o maderitas que encuentra en la calle y otros objetos que Barreda acumula, como si fuera víctima del síndrome de Diógenes. En esos papeles anota los turnos con los médicos.
–¡Pero mujer! Si los bichitos aparecieron en tus cosas.
Cuando terminamos de cenar y mientras Berta traía el postre, Barreda leyó la etiqueta del vino blanco que yo había llevado. Se llamaba Pecado y en la etiqueta tenía una explicación de los siete pecados capitales. Al leer el textito, Barreda recordó el sketch en que Capusotto interpreta a Violencia Rivas.
–¡Mi hija estudió para sommelier!, ¡las sommelier son las minas de mierda que escriben las etiquetas de los vinos atrás! La puta que la parió, por qué no habré ido a la farmacia y me ahorraba tener una hija tan pelotuda. ¡La puta que la parió!
Barreda hablaba en voz alta y recitaba el monólogo entre risas.
–¡Pero Ricardo, hablá más bajo! –lo amonestó Berta.
Luego dijo:
–A veces se ríe solo con Capusotto. A mí no me causa gracia. Se ríe a carcajadas.
–Me encanta cuando Violencia Rivas patea el gato o le pega un palazo –comentó Barreda.
Después de comer un durazno en almíbar con crema, siguió su performance: se cubrió la cabeza con un pedazo de tela florida de un vestido de Berta. Parecía una viejita con un pañuelo.
–Parezco una tarotista –bromeó Barreda.
Berta dijo que mucho no creía en esas cosas porque hay estafadores que se ponen turbante y cobran por engañar a la gente. Barreda no estaba de acuerdo:
–A mí me tiraron las cartas una vez y desgraciadamente acertaron en todo.
–¿Qué le dijeron? –le pregunté.
No quiso decirlo. Forma parte de su misterio.
Le conté que conocía a una astróloga y eso le interesó. Él contó que le habían dicho que las personas de su signo, Géminis, eran adaptables, versátiles, elocuentes, cariñosas, comunicativas e inteligentes. También le dije que esta astróloga le había hecho la carta natal a una amiga que quería conseguir novio.
–¿Cuántos años tendrá la amiga? –quiso saber Barreda.
–Veintipico.
–¡Es justo lo que me recomendó el médico! Pasame el teléfono que la llamo.
–¡Ricardo, qué va a pensar este muchacho! –protestó Berta.
En ese momento, miré un folleto que estaba pegado en la pared. Era amarillo, tenía la foto de una mujer desnuda y un número de teléfono. “Bucal 50 pesos”, decía.
–Ese papelito es de una amiga –respondió Barreda, que se dio cuenta de mi curiosidad.
–Que haga lo que quiera, pero en el cabaret le van a hacer atender el teléfono –acotó Berta con una sonrisa.
Después hizo un comentario de sobremesa:
–Como rinde el día cuando uno madruga eh, bah, la casa te rinde.
–Lástima que a vos no te rinde nada porque te levantás como a las 12 –la cortó Barreda, con mirada pícara.
–Sí, es verdad, me levanto tarde a menos que tenga que ir al banco.
Esa noche Barreda confesó que tenía cuatro medio hermanos y que él era fruto del segundo matrimonio de su padre, que había enviudado de su primera esposa. Dijo que una de sus hermanos nunca lo aceptó y que con otra hermana no tenía afinidad.
–Pero ella te apoyó cuando pasó todo –comentó Berta. Barreda la miró enojado.
–Ese es un razonamiento boludo.
Berta no dijo nada. Se levantó con el repasador en la mano, fue hasta la cocina, y volvió con un flan casero que había cocinado esa mañana. Además apoyó un frasco con dulce de leche y otro con crema.
Barreda, que seguía en silencio, se sirvió en un platito, probó un bocado, masticó con lentitud y su cara se iba transformando.
–Esto no tiene gusto a nada.
Poco después de la medianoche, me despedí. Como siempre, Barreda me acompañó hasta la puerta. Mientras íbamos por el pasillo, miré al cielo y la luna brillaba como si la hubiesen lustrado.
—Mire que linda está la luna –le dije.
—A ver…la voy a mirar –anunció Barreda.
Se detuvo y le costó enderezar la columna para mirar hacia arriba. Su postura era desarmada, como una marioneta. Quedó como haciendo equilibrio. Pero su esfuerzo valía la pena. ¿Alguna vez había visto la luna cuando estaba preso?
Por eso, esa noche, Barreda tenía los ojos llorosos cuando dijo:
–Está hermosa.
Luego volvió a encorvarse, aceleró el paso, me abrió la puerta y me saludó con un abrazo.
Sonreía como un chico.