
Donald Trump, el blondo multimillonario celebre por despedir a los participantes del reality show The Apprentice con la exclamación ‘You’re fired!’, se ha transformado inesperadamente en el animador central de la política norteamericana. Desafiando todos los pronósticos electorales, el rey del real estate neoyorkino se convirtió en el principal aspirante del Partido Republicano para suceder al icónico Barack Obama en el puesto de hombre más poderoso del planeta.
Trump ha derrotado una y otra vez a los favoritos del Partido Republicano a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Jeb Bush (hijo y hermano de presidentes), Chris Christie (gobernador de New Jersey y eterna promesa republicana), Marco Rubio (primer norteamericano de origen latino visualizado como presidenciable), todos vieron desvanecer sus aspiraciones ante el inefable Trump, triunfador en 18 de los 30 estados que ya celebraron primarias republicanas. En el obligado peregrinaje por reunir 1.237 delegados y asegurar la nominación presidencial, el mediático millonario tiene ya 739 voluntades y se ubica muy por delante de los dos competidores que aún lo desafían: el ultraconservador texano Ted Cruz (465) y el más moderado John Kasich (143).
A esta altura del proceso, la nominación de Trump luce tan asombrosa como inevitable. Es que aún cuando Trump no alcanzara la cifra mágica de 1.237 delegados -estará probablemente muy cerca-, su ventaja sobre los otros contendientes promete ser demasiado amplia como para que los convencionales republicanos se atrevan nominar a otro candidato. La posibilidad de una convención disputada (donde ningún candidato tenga mayoría propia) es ciertamente real e ilusiona al establishment del partido, que ve en la nominación de Trump el germen de su destrucción. Pero doblegar la voluntad popular del electorado ungiendo a un candidato alternativo comprometería definitivamente la viabilidad del partido y le daría la razón a Trump cuando denuncia que el sistema político está manipulado por un puñado de jerarcas poco interesados en la democracia y la libertad.
Ahora bien, ¿qué es lo que hace que el jactancioso Trump haya puesto en jaque al poderoso partido republicano? ¿Cómo un candidato que ha recibido el apoyo del Ku Klux Klan, que ha promovido la violencia contra quienes se manifiestan en su contra, que promete construir un muro con su principal socio comercial, que asegura que deportará millones de indocumentados y que afirma prohibirá el ingreso de los musulmanes de todo el mundo a su país, puede liderar las preferencias electorales del partido de Lincoln y Reagan?
El surgimiento de Trump no obedece a un motivo particular sino a una conjunción de procesos que durante los últimos años ha potenciado el descontento de un segmento de la población. Son los nuevos desclasados de los Estados Unidos los que ven en el liderazgo populista de Trump una salida a su crisis identitaria. La inasible promesa de restaurar la grandeza de los Estados Unidos –‘Make America Great Again’- que Trump luce en gorras y banderas evoca a un ideario nacionalista, industrialista, aislacionista y predominantemente blanco.
Entre los factores que ponen en contexto no ya a Donald Trump sino a sus votantes, destaca la crisis económica que eclosionó en 2008 y cuyos efectos aún castigan a vastos sectores sociales que nunca pudieron recuperarse. La concentración de las riquezas, el aumento de la inequidad y el deterioro de la calidad de la vida ha cristalizado la existencia de un tipo de elector que añora las condiciones materiales y simbólicas del pasado americano.
A las dificultades económicas se superpone la batalla cultural que algunos ciudadanos sienten haber perdido durante la presidencia de Obama. El matrimonio igualitario, la flexibilización de la inmigración, el Obamacare y hasta la presencia de un presidente mulato ha dañado la autoestima de algunos americanos que añoran nostálgicamente el orden social anterior.
Pese a todo, las dificultades económicas y los reveses culturales no podrían haber ocasionado el estado actual de cosas sin la anuencia del establishment republicano, que durante los últimos años se mostró más preocupado por controlar expresiones ultraconservadoras como las del Tea Party que por interpretar y representar las demandas de su electorado. Las candidaturas de Santorum y Gingrich en 2012 ya había puesto de manifiesto el descontento de las bases republicanas con sus dirigentes tradicionales.
En este contexto, Trump encontró este año vía libre para vociferar contra el partido y el orden establecido. Su éxito no podría haber sido tal sin la abundante cobertura que le prodigaron y prodigan los medios de comunicación. Tampoco es casualidad. Trump conoce los códigos de los medios, las audiencias y los ratings: durante años él mismo ha sido un exitoso producto que se comercializa como marca de ropa, línea aérea o torres de lujo.
Finalmente, la ausencia de una estrategia para frenar a Trump posibilitó que su candidatura creciera y se consolidara mientras los restantes aspirantes republicanos se contentaban con atacarse mutuamente esperando el error que precipitará su derrumbe. Errores hubo, pero la caída nunca llegó y ahora parece demasiado tarde para contener a un Trump definitivamente consolidado al tope de las preferencias republicanas.
Pese a todo, el futuro de Trump dista de ser inmaculado. Las encuestas nacionales señalan que en la elección general ‘The Donald’, como se le conoce popularmente, está en promedio 15 puntos por debajo del candidato demócrata, independientemente de si este fuera Hillary Clinton, como se descuenta, o Bernie Sanders, el septuagenario senador que con su campaña ha logrado correr al Partido Demócrata un paso más a la izquierda. El futuro no está escrito en piedra, y el impredecible Trump tal vez tenga uno o dos trucos más con los que sorprender a los Estados Unidos y el mundo. Si no, como en un gran reality show, tal vez sea él quien paradójicamente escuche el postrero e inapelable ‘You’re fired!’.
Fuente: Bastión Digital.