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Cuando aplicar la ley asusta

Por Norma Morandini*

Que la llamada Ley Antiterrorista se haya intentado aplicar tanto al periodista Juan Pablo Suárez, de Santiago del Estero, por divulgar las torturas contra el policía que demandó aumentos de salario, como a la empresa gráfica Donnelley, de Estados Unidos, por el despido de sus empleados confirma lo que denunciamos en su momento sobre el peligro que entraña una ley ambigua que puede interpretar como delito todo lo que “aterroriza” a la población. Desde una protesta hasta una quiebra o la información sobre estos hechos en los diarios.
Bajo la justificación de que la ley era un pedido del GAFI, el organismo intergubernamental con sede en París que promueve políticas para combatir el lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo, en las vísperas de la Navidad de 2011 la mayoría oficialista aprobó la modificación del Código Penal, desoyendo, en cambio, el clamor de tantísimas organizaciones humanitarias, preocupadas por esa forma tan ambigua y peligrosa de poner bajo la denominación “terrorista” todo lo que la autoridad, de manera discrecional, pueda interpretar que crea caos o aterroriza a la población.
Una sobreactuación legislativa, como la calificó en el debate el senador Ernesto Sanz, quien reconoció los compromisos con el GAFI que nuestro país integra pero sin una efectiva persecución y combate a las organizaciones criminales que se dedican al lavado de dinero.
De modo que dos años después, cuando se acude a la Ley Antiterrorista, vuelven a agitarse esos espectros de los que también está hecha la política. Si efectivamente viviéramos bajo un Estado de derecho, las leyes no deberían atemorizar.
Asusta, en cambio, la tradición autoritaria que sobrevuela entre nosotros y distorsiona cualquier ley que se aplique bajo una concepción de poder que confunde Estado con gobierno y cree que los derechos se reparten como dádivas y no como las garantías consagradas por la Constitución que los gobernantes deben proteger.
Resulta paradójico, cuando no una caricatura, que se invoque la “presión” del GAFI para la sanción de una ley resistida pero se ignoren las recomendaciones para que en Argentina se controlen los casinos; que se declame soberanía como si estuviéramos en guerra con Estados Unidos. Pero se justifica, sin rubor, una ley swap “porque China la pide”, y en caso de controversias, los tribunales que deberán dirimir los posibles conflictos están en Londres. Esas dos pesas y dos medidas a las que nos tiene tan habituados el Gobierno. Vale entonces seguir insistiendo sobre las acepciones de la palabra “terrorismo”, tan connotada en nuestro país de manera diferente a como suena fuera de las fronteras de Argentina.

Dime qué te aterroriza y te diré de qué lado del mundo vives. Si en Estados Unidos y Europa la voladura de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 ha significado el terror para las organizaciones terroristas, en Argentina el que se hizo terrorista fue el Estado, que mató, torturó, desapareció. Y a la hora de su justificación se legitimó con un decreto de la presidenta Isabel Perón para “aniquilar” la subversión. Esos equívocos no son semánticos sino que desnudan la concepción autoritaria que sobrevive entre nosotros y, como fantasmas, sobrevuelan el Congreso cuando llegan leyes que favorecen la discrecionalidad bajo esa superioridad del Estado que desoye todos los reclamos y las preocupaciones de la sociedad.
Dos años atrás no se prestó atención a las organizaciones de derechos humanos que nos expresaron su temor ante la vaguedad de una ley que podía aplicarse para judicializar la protesta. A lo largo de estos años se naturalizó como virtud que “este gobierno no reprime la protesta social”, lo que no es un mérito del Gobierno sino su obligación, ya que la Constitución es la que legitima los reclamos. Sin embargo, no se trata de dejar hacer o reprimir sino de que el Estado tenga autoridad democrática para resolver los conflictos con los derechos en la mano. Como aprendieron a hacerlo todas las sociedades que transitaron del autoritarismo a la democracia. Deben combatir los delitos, pero saben que la tortura es incompatible con la democracia.
Tal como sucedió en su momento con la Ley Antiterrorista, se repite ahora con una vieja Ley de Abastecimiento surgida en tiempos de emergencia, y ahora se actualiza aunque se le cambie el nombre. Esta vez se desoye a las organizaciones de la producción, a las que presentan como las expoliadoras de la sociedad y no como las que dan trabajo y generan la riqueza de un país. El Estado tiene numerosos instrumentos para igualar las desigualdades, limitar a los poderosos, garantizar derechos. No es un problema de leyes sino del ejercicio del poder. Frente a la soberbia de los funcionarios, la urgencia en el tratamiento de las leyes, el simulacro de debate, las descalificaciones personales frente al disenso, la vaguedad y la ambigüedad en las leyes son peligrosas tanto por lo que mal definen como por el instrumento de poder que entrañan en manos de aquellos que se sienten investidos de un poder superior, no de la autoridad de la Constitución a la que todos debemos subordinarnos, especialmente los funcionarios.

*Senadora de la Nación.

Fuente: Perfil.


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