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Crónica íntima de cómo Susana Trimarco vivió el día de la sentencia

Por Sonia Santoro (Desde Tucumán).
A las cuatro y media de la tarde el frente del Palacio de Justicia estaba casi vacío. Las puertas enormes de hierro y bronce, impertérritas, cerradas. Varios grupos de periodistas de distintas provincias e incluso del exterior mataban el tiempo. Alguien avisó que la lectura se postergaba para las siete de la tarde. Muchos se quejaron por la hora, porque la espera “enterraría” a sus respectivos diarios, que deberían aguardar a que mandaran sus crónicas. Algunos atinaron a hacer algunas entrevistas previas, intentando anticipar lo que era impredecible. Tal vez fue la ilusión de que se hiciera justicia en serio o el grado de caso testigo que adquirió la causa de Trimarco lo que hacía inimaginable un resultado como éste.
A pocas cuadras de allí, la enorme casa verde donde funciona la fundación María de los Angeles estaba repleta de gente.
-Mi abuela está acá, pueden venir–, había dicho Micaela, por teléfono.
Desde un pequeño hall de distribución se podía ver en un cuarto a Andrea Romero, la directora ejecutiva, reunida con un grupo. En otro, a la propia Susana Trimarco, charlando con algunos funcionarios y legisladores, tanto hombres como mujeres, de distintas provincias. A simple vista, no había funcionarios del Gobierno de Tucumán.
Susana agradecía, se acercaba a saludar a mujeres de distintas agrupaciones, sostenía la puerta de un baño que indiscretamente se abría. Qué estaría pensando realmente es difícil saberlo, pero no mostraba ningún rastro de nerviosismo ni angustia. Llevaba unos tacos de plataformas de varios centímetros en los que se movía con decisión y agilidad.

Los jueces ni pidieron disculpas por la demora en la lectura del fallo.

-Vamos Susana –, avisó alguien de su equipo en un momento, y los grupos se fueron disgregando. Subieron a varios autos y se encontraron en la esquina de la plaza que enfrenta al Tribunal Superior. Nuevamente reunido, el grupo avanzó con rapidez y firmeza en diagonal al tribunal y se encontró con distintas organizaciones políticas y sociales que hacían el aguante desde la tarde. Hubo un momento para entonar “todavía cantamos todavía pedimos, todavía soñamos, todavía esperamos, a pesar de los golpes que asestó en nuestras vidas el ingenio del odio, desterrando al olvido a nuestros seres queridos”.

Fue como para tomar impulso. Inmediatamente después, bordeando una valla que separaba la plaza del tribunal, el grupo retomó el camino hacia la puerta. El tumulto de periodistas que seguía los pasos de Susana era como una polvareda imposible de separarse de ella. Ya en la puerta, sorpresivamente cerrada, el amontonamiento provocó empujones, gritos, quejas. Alguien dijo que había que esperar a las 19.30 para que abrieran las puertas. Y luego hubo que seguir esperando pero ya sin ningún tipo de comunicación de parte de la Sala II de la Cámara en lo Penal. Desde adentro los oficiales hacían señas incomprensibles que iban enfureciendo los abogados.
Susana quedó arrinconada en una esquina, pegada a esas monstruosas puertas, en silencio. Las piernas y la mirada firmes.
Los minutos y las horas fueron pasando y la bronca se fue acrecentando en la sofocante tarde, hasta que finalmente se abrieron las puertas cerca de las nueve de la noche. Las especulaciones fueron varias: “Son unos cagones”; “esperaron que terminara el horario de los noticieros centrales”.  Muy pocos, tal vez ninguno, imaginaba lo que estaba por suceder.
Adentro fue otra espera, ante nuevos cercos de metal, y otros oficiales obedeciendo órdenes.
-Sentate Susana –, le dijo alguien indicando un escalón, ya cuando el calor y la espera había mellado el cuerpo de la mayoría.
-No, no me voy a sentar. Ya estoy acostumbrada a estas esperas. –Susana, firme, recordaba también que allí había pasado tardes enteras con Micaela, esperando, siempre esperando. La nena se crió aquí.  –decía mientras le mostraba un balcón a la ministra de Derechos Humanos de Salta, seguida siempre de la turba de cámaras, fotógrafos, periodistas.
Un periodista intentó robarle declaraciones que Susana rumiaba en voz alta mirando el horizonte oscuro del enorme hall del Palacio de Justicia. Criticó al Tribunal, claro: “Es una vergüenza para el país lo que están haciendo”.
Cuando finalmente abrieron esa valla, periodistas y acreditados pudieron subir. Todo fue una corrida, siempre a empujones, intentando llegar y entrar a una sala con capacidad para 50 personas.
Hubo que poner los celulares en un sobre color madera y sentarse en silencio.
Allí adentro, en el costado derecho de la sala, ya estaban los imputados, las imputadas y sus familiares. Separada por una treintena de policías se ubicó la gente que acompañaba a Susana.
Cuando la sala estuvo completa, hubo que pararse para que entraran los jueces Alberto Piedrabuena, Emilio Herrera Molina y Eduardo Romero Lascano.Alguien pidió que los policías se corrieran para poder verles la cara a los responsables de la condena ejemplar que se esperaba para un caso emblemático por el que se habían liberado centenares de mujeres y niñas esclavizadas para la explotación sexual. Cuando lo hicieron se vio a espaldas y encima de los jueces un enorme crucifijo de madera.
El presidente del Tribunal no pidió disculpas por la espera, directamente ordenó que se leyera la sentencia. La secretaria empezó a hacerlo. No fueron más de cinco minutos. A la tercera o cuarta absolución se escucharon algunos chillidos y llantos de los imputados y sus familiares. Eso sumado a la lectura algo acelerada y la incredulidad que provocaba lo que se estaba oyendo, hizo pensar que en algún momento llegarían las condenas. Pero, como es sabido, eso no sucedió. Cuando la secretaria dejó de leer, el festejo de la columna derecha de la sala había explotado. La columna izquierda, Susana Trimarco incluida, parecía haberse quedado congelada en silencio, con ojos que miraban esperando alguna explicación. Hasta que alguien gritó lo que muchos ya mascullaban en voz baja (“hijos de puta”) entonces los policías apuraron su salida  y los gritos se multiplicaron también en los pasillos del Palacio, que a media luz custodiaban el avance del grupo furioso y golpeado. El otro sector quedó festejando con los brazos en alto, con los puños cerrados o batiendo pañuelos, como se celebra en una cancha o en un recital.
Nuevamente en la Fundación, Susana hablaba por teléfono, con voz fuerte y contenida con un funcionario nacional. Lo que pasó en la conferencia de prensa es conocido por todos. Desde una pequeña sala del primer piso abarrotada, Susana habló con los medios. No soltó ni una lágrima y arengó a sus colaboradores a que tampoco lo hicieran. Sin embargo había ojos enrojecidos y húmedos entre muchos. Desde la ventana se escuchaban los cantos de apoyo de los manifestantes que habían hecho una marcha espontánea desde la plaza hasta allí. Susana les dio ánimos, como si esto recién comenzara para ella; como si no hubiera pasado tantos años reclamando una justicia, que al final fue lerda y mala; como si todavía no siguiera esperando volver a ver a su hija; como si tuviera no una sino muchas vidas por vivir para seguir pidiendo justicia por ella y las tantas mujeres raptadas, explotadas y esclavizadas de nuestro país.
Lo impensable ocurrió en el Palacio de Justicia de Tucumán. La sociedad de todo el país se movilizó para repudiar lo sucedido y para que otras cosas, impensadas hasta hace muy poco tiempo, sucedan: el Poder Judicial está en la mira. No van a poder con Susana Trimarco y con una sociedad que sigue clamando por una Justicia en serio.

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