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Con su flamante biografía publicada, Barreda salió a golpear la cacerola

Por Rodolfo Palacios

“El viejito fue a protestar con la cacerola porque está podrido de todo”. Con esa frase, Berta André confirmó que la foto que muestra a su novio Ricardo Barreda en el cacerolazo del 8N es real. El odontólogo que el 15 de noviembre de 1992 mató a escopetazos a su mujer Gladys, a su suegra Elena y a sus hijas Adriana y Cecilia, en su casa de La Plata, es un anti K confeso.

La biografía escrita por Rodolfo Palacios.

Barreda salió con una cacerola y se unió con los vecinos de Belgrano que protestaron en Cabildo y Juramento. Tuve la oportunidad de tener más de diez encuentros con Barreda: en su casa de Belgrano, donde vive con Berta, en San Telmo, en La Plata. Las charlas casi siempre iban acompañadas de picadas abundantes, pizza, empanada o pionono, la especialidad del dentista. La idea fue retratar a Barreda en su segunda vida, después de pasar 17 años en la cárcel. Mostrar, a través de sus palabras, sus gestos, sus acciones y sus pensamientos, al Barreda íntimo. El que llora con las películas de Chaplin, el que ríe a carcajadas con Capusotto e imita a Violencia Rivas. El que grita los goles de Estudiantes. El que está arrepentido por los crímenes, aunque en el juicio dijo que volvería a hacerlo. La cercanía con esta fecha (el 15 de noviembre se cumplirán 20 años), le genera insomnio. Y a veces se pregunta por qué hizo lo que hizo. El relato de esos encuentros forma parte de una biografía no autorizada titulada “Conchita”, que publicó la editorial independiente libros de cerca (www.librosdecerca.com).

Barreda quiere recuperar la casona donde cometió los crímenes. Abandonada desde hace casi 20 años, está en la calle 48 entre 11 y 12. Pero no es un asunto sencillo: un grupo de hombres que está en contra del machismo logró que se aprobara un proyecto de ley bonaerense para que esa casa se convierta en un centro que reúna información sobre la violencia de género. Y es probable que la semana que viene el Senado bonaerense defina la expropiación. Barreda viaja a La Plata todas las semanas, pero todo hace creer que perderá su lucha.

En el año y medio que llevo visitándolo, descubrí que en Barreda cobra valor lo innombrable: los cuatro crímenes, la palabra conchita, el remordimiento que lo carcome por dentro. En los más de diez encuentros que tuve con él, nunca quiso hablar de su esposa, su suegra y sus dos hijas. Sólo dos veces las mencionó, después de tomar algunas copas de vino blanco. En la primera fue cuando levanté los platos de la picada que habíamos comido.

–Me molesta mucho cuando juntan la mesa y uno sigue comiendo o tomando. Esa era una mala costumbre que tenía Adriana, mi hija más chica. A mi mujer y a mí me molestaba mucho.

Otro día, mientras caminábamos por las calles de Belgrano, en la vereda un hombre jugaba con su perro labrador. Barreda miró la escena con ternura.

–¿No le gustaría tener un perro? –le pregunté.

–Sí. Hace mucho tiempo que tengo ganas. Una vez quise tener un perro, pero ellas me dijeron que no. Me sacaron cagando: ¡guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau!

Barreda ladraba como un perro pequeño. “Ellas” eran su esposa y sus dos hijas.

La palabra conchita tiene un efecto parecido. Cuando se enteró que había comerciantes que vendían remeras y tazas con su foto, preguntó qué leyenda tenían esos productos.

–Una palabra que no le va a gustar.

–¿Asesino? –quiso saber Berta.

–Es otra palabra.

En ese momento, Barreda y su novia se dieron cuenta de que esa palabra era conchita. Una palabra que según Barreda le hizo apretar el gatillo de su escopeta. Al mismo tiempo es la palabra que él reveló en el juicio. La palabra que lo convierte en una especie de víctima ante cierto sector de la sociedad que lo ve como a un pobre tipo maltratado por las mujeres, quienes le ordenaban limpiar la casa llamándolo conchita. Hoy, decir conchita es decir Barreda. El hombre que mató y se mató a si mismo. El hombre que no amaba a las mujeres.


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