Por Rodolfo Palacios
MEXICO, D.F.-
Rosalío Huizar, fotógrafo del diario El Gráfico, perdió la cuenta de los cadáveres que fotografió en sus veinte años de carrera. Aunque ahora es editor y sale menos a la calle, hubo un tiempo en que todos los días manejaba una moto a 100 kilómetros por hora en busca de historias sangrientas del Distrito Federal.
–Los crímenes son tantos que a veces pienso que perdimos la capacidad de conmovernos. Recuerdo que en una de mis primeras notas me tocó cubrir un incendio en una fábrica. Como no podía fotografiar los cuerpos carbonizados, fotografíe los rostros de los familiares mientras reconocían a las víctimas. Nunca olvidaré esas expresiones de dolor que impactaban más que ver los restos de las víctimas.
Rosalío tiene muchas anécdotas. Es de esos hombres de acción que tiene el reflejo necesario para salir en segundos si la radio con frecuencia policial anuncia un asesinato, un accidente o un robo. Recuerda que un colega logró algo inédito: sacar movido a un cadáver. Otro apuntó decenas de veces en medio de la oscuridad de la noche, en la época en que las cámaras eran a rollo y no digitales,y al revelarlas en el laboratorio comprobó que no había podido fotografiar el cadáver. Los fotógrafos de otros diarios sí pudieron hacerlo.
Son las ocho de la mañana y en la redacción de El Gráfico, en Bucarelli 8, la calle que inmortalizó Roberto Bolaño en su novela Detectives Salvajes, dos fotógrafos y una cronista esperan el primer aviso para salir a la calle. El segundo reportero soy yo: como en mi estadía en el DF me quejé de que en la Argentina los periodistas cada vez salían menos a la calle, me propusieron salir una mañana como parte del equipo de reporteros del diario. Uno de los títulos más repetidos en la semana en ese tipo de medios es “plomean”, el verbo matar hecho de plomo. “Plomean a tipejo”. “Plomean a dos”. “Plomean a chava”.
Mientras esperamos que algo ocurra. En esta ciudad fascinante de 8.800.000 habitantes algo tiene que ocurrir.
–Hay días en que salimos varias veces. Los narcos suelen dejar mensajes –dice Yara Silva, una de las reporteras especialistas en nota roja, como le dicen en México al periodismo policial. Y menciona el caso de un joven que fue fusilado y sus asesinos dejaron una carta en la casa de su madre. “Matamos a su hijo, puede encontrarlo aquí”, escribieron. Y dibujaron un croquis del lugar donde dejaron el cuerpo.
–Mirá, esta foto es de la semana pasada –dice uno de los fotógrafos mientras busca la imagen en su celular. Se ve un cadáver y un mensaje escrito a mano con letra casi indescifrable.
A ellos ese tipo de cosas dejaron de sorprenderles. Les pasa lo mismo con los vagones de metro exclusivos para mujeres y niños, que fueron creados para evitar violaciones.
Según las estadísticas oficiales, en lo que va del año la Procuraduría General de Justicia ha iniciado casi 100 averiguaciones previas en promedio al día por delitos de alto impacto social y 390 por hechos ilícitos de bajo impacto. La incidencia delictiva en el Distrito Federal disminuyó 14,3 por ciento. “Lo que no se mide, no mejora”, es uno de los eslogans de México. En cambio, en la Argentina no se difunden estadísticas de criminalidad.
México es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. En lo que va del año mataron a diez periodistas. El último caso ocurrió el 22 de este mes, cuando Jesús Antonio Gamboa Urías, director de la revista de información política “Nueva Prensa”, apareció fusilado en una zona agrícola del municipio de Ahome, Sinaloa. Del 2000 a la fecha se han registrado 138 homicidios: 115 periodistas; 10 trabajadores de la prensa; 9 familiares y 3 amigos de informadores y 1 civil, y son 21 las desapariciones forzadas pendientes de aclaración.
–En el DF hay más control. Pero los narcos dominan otras ciudades, hasta gobiernan. Los 43 estudiantes normalistas desaparecidos en Guerrero son una muestra. Y a los periodistas en algunos lugares nos matan como moscas. A una amiga mía la mataron. A mí me amenazaron de muerte, estuve a punto de exiliarme pero resistí. Una vez subieron a un micro a golpearme y luego me llamaron 70 veces desde números distintos –le dice a CyR un periodista de Veracruz, el estado donde han matado a más perodistas mexicanos: 15 en los últimos 14 años. Por razones de seguridad, pide que su nombre no sea revelado. Desde hace un tiempo no se deja sacar fotos y no sigue rutinas.
El periodista Pablo Pérez recuerda la historia de un colega que rompió el viejo axioma según el cual el periodista de crónica roja llega después de que ocurrieron los hechos, cuando el asesino huyó y el muerto es sólo un cuerpo rígido, seco y sin alma. Pero el periodista del que habla Pérez, llegaba aún cuando los hechos no habían ocurrido. “Trabajaba para los narcos”, dice Pablo. Al final, el hombre de prensa llegó puntual a su propia muerte. Los narcos rivales a la banda para la que reportaba no le perdonaron la vida.
En México me encuentro con muchas historias policiales. Fui de visita a un gimnasio de boxeo del barrio Chabacano, adonde llegué para entrenar de la mano del periodista y escritor Roberto Sergio Vargas. Estábamos solos pegándole a la bolsa cuando apareció un muchacho flaco y con la nariz abollada. Era el boxeador David Solano, 33 peleas como profesional. “La mayoría perdidas”, revela con sinceridad. Es raro que un boxeador diga su récord real. Vende sudaderas. Y aprovecha para enseñarnos una combinación de diez golpes: jab, gancho, uppercut, swing. “Huye, huye, huye, no seas blanco móvil”, dice mientras mueve las manos como si espantara fantasmas. Luego cuenta su historia en pocas palabras: “Caí en el alcohol, pude haber llegado más lejos. Fui asaltacarros de una banda. Estuve preso. Crucé la frontera con México como mojado. Volví, me dediqué a boxear”. Al rato llega Mario Macías, con gafas negras, gorrita, campera elegante, jeans y zapatilla. Está feliz. Lo contrató la empresa Golden Boy, de Oscar de la Hoya. Solano lo mira con admiración, aunque sabe que nunca llegará tan lejos como él. Su carrera está cerca del final.
Todos los argentinos que visitan este país quedan atravesados por las historias violentas. De gira por México con su banda y la del español Enrique Bunbury, Calamaro escribe por mail: “Es un país dulce y sanguinario. Muy contrastado. Supongo que la historia de México y la sangre es ancestral. Tan vieja como el mal mismo. México es inabarcable. La violencia contrasta con la dulzura de las gentes hospitalarias y generosas. La impunidad, asimismo, ha desatado un infierno. Hay un cierto atractivo en las historias de los ‘cuernos de chivo’ dorados, las AK47 bañadas en dorado. La propia gente confiesa tener familia en el hampa y lo cuenta con fragmentos de orgullo. Oh, la condición humana. El color de la crueldad”. El músico argentino es ídolo en México: con Bunury convocó a unas 30 mil personas en el Foro Sol, recorrerá el país de norte a sur y presentó con éxito la película Bohemia, protagonizada por Micaela Breque y que forma parte del disco Bohemio.
En la redacción de El Gráfico, que vende 120 mil ejemplares diarios, ahora esperan malas noticias. La primera llega a través del handy.
Apareció un cuerpo flotando en el río, a unos 60 kilómetros. Ven la foto, pero no hay demasiadas pistas. Está en una zona de difícil acceso.
–Tardaremos una hora en llegar y corremos el riesgo de que saquen el cuerpo. Y de que ocurra otro hecho y no podamos llegar. Pero como quieran –analiza Rosalío.
Yara y el otro fotógrafo dudan. Ella dice que podrían ir a una zona peligrosa donde se han cometido varios crímenes. Es pasando Tepito, una barriada donde hay ferias que venden armas como si fueran panes recién horneados.
–Vamos –dice Rosalío.
Me subo a la moto BMW con él. Los dos vamos con casco. En la otro moto van Yara y el otro fotógrafo. Salimos y las calles de México se vuelven una sucesión de imágenes veloces e inabarcables. Avenidas, diagonales, calles transitadas. Las motos van a 70 kilómetros por hora. Los pilotos manejan con destreza, cada tanto pasan en rojo. Mientras yo me sujeto para no caer, Yara va relajada mandando mensajes por su celular y sacándome fotos. A mitad de camino, frenamos. Adentro de un tacho apareció algo horrible. Mejor no nombrarlo. Yara baja y comienza a reportear. A los policías, a los vecinos. Al lado del tacho hay una manta de bebé. Hablo con la vendedora de una librería. Dice que es un barrio peligroso, que siempre se escuchan tiros, que las bandas pelean, que se vende droga, que hay muchos pobres, que los políticos no cumplen con su palabra, que los policías roban. Nada de eso puede sorprender a un argentino. Salvo los aromas picantes y algunos matices, esas calles se parecen a las del conurbano bonaerense.
–Ahorita larguémonos de aquí –dice Yara.
Y arrancamos. Pasamos Tepito, donde los puestos de la feria desplieguen olores, ruidos y colores. Pasan algunos patrulleros. Cinco minutos después llegamos a una zona marginal. Hay un descampado. Hace dos días, allí tiraron el cuerpo de una mujer. “Cuidado, zona de asaltos”, previene un cartel. Otro pide “No tirar basura”. En el basural hay todo tipo de objetos: mochilas de niños, neumáticos de autos, preservativos, pelotas de fútbol desinfladas. Los autos están enrejados, como las casas.
Un hombre que traslada vecinos en una bicicleta, que a veces cobra comida para hacer su trabajo, cuenta:
– Ándale, es común ver cadáveres o escuchar tiros. A mí no me han hecho nada. Uno de los problemas son los chamacos que se pican el cuerpo. Ni siquiera hay luces. Todo es oscuridad. A veces han aparecido tipejos desgajados.
–¿Desgajados?
–Sí, sin orejas, sin nariz.
Yara habla con otros vecinos.
–Uno de ellos me ha dicho que una vez paró una camioneta negra y desde adentro tiraron un cuerpo. Algunos han pedido que se levante un muro para tapar el terreno: les preocupa más la basura que las muertes. Pero la Policía no quiere porque de ese modo no podría retirar los cuerpos.
Los fotógrafos y Yara están sorprendidos. La radio está silenciosa. México, esta mañana, ha amanecido en paz.
–El hampa no ha querido quedar mal contigo, ahora dirán que este país es seguro –bromea el fotógrafo.
Volvemos a la redacción. A Yara le espera una página: tres mil caracteres de ese barrio inseguro. Edgar Córdova, editor del diario, se sorprende cuando le digo que los periodistas gráficos argentinos ya tenemos la forma de la silla que ocupamos, que los diarios y las revistas han recortado gastos en taxi y remís, que se perdió la gimnasia de salir a la calle y que todo parece salir hecho por la misma mano. La tevé marca agenda, el crimen con más rating o la nota más leída en la web o la más retuiteada, es la que aparecerá en el díario al otro día. Les hablo de Gustavo Germán González, de Roberto Arlt, de Emilio Petcoff, de Enrique Sdrech. Del periodismo delincuencial que pregonan Ricardo Ragendorfer, Enrique Symns y Cristian Alarcón.
–¿Allá publican fotos de cadáveres?
–Ahora no, pero en los ochenta lo hacían dos revistas: Esto! y Casos policiales. Chorreaban sangre. Edgar es amable. Arturo Ortiz, que también edita, escucha con atención y menciona el libro de Carlos Monsiváis: Los mil y un velorio, sobre la leyenda de la nota roja.
Yara prepara un reportaje sobre Ciudad Perdida, una zona marginal de Tacubaya. Fuimos hasta ahí de la mano del fotoperiodista Federico Gama, experto y talentoso profesional que junto a Blanca Juárez ofrece sus conocimientos en el taller Arteluz. Recorrimos, un sábado a la mañana, esos territorios en los que crece una flor, y también alguna cruz que recuerda la muerte de un ejecutado. La caótica Tacubaya, allí donde las gentes esperan y van y vienen, aunque no sepan qué esperan ni adónde van y vienen.
En esa barriada popular, donde a veces todo pareciera ser movimiento, convergen distintos mundos, aromas, oficios, personas. Desde la mujer que vendía polvitos mágicos (para atraer amores y para derramarlo donde pisan los enemigos) hasta la prostituta que no tuvo pastel para su cumpleaños. También aparece en escena una niña que buscaba limosna con un santo sobre sus espaldas para destrabar una causa que parece imposible. Payasos que llevan alegría a los hospitales. Risas y esperanza. Dolor y tristeza. En menos de una cuadra. Tacubaya está hecha de imposibles, como ese vaquero que irrumpió con sombrero y botas texanas y su mano simulando ser un arma, como si lo persiguiera el sherif, o fuera un niño en cuerpo de hombre. Luego se extravió en esos laberintos que siempre terminan donde empieza todo: la plaza con sus juegos, las miradas extraviadas, las heridas y los dolores imaginarios y reales. Con personajes que forman parte de ese paisaje antiguo y a la vez transformado. Cruce obligado de traidores y patriotas, de guerrilleros y narcos, de pobres y también adinerados. Allí donde Buñuel filmó escenas de “Los olvidados”.
Los olvidados podrían ser los dos mendigos que están sentados en un banco, con una bolsa llena de latas. Vendieron pocas y sólo juntaron siete pesos, que les alcanzará para unos caramelos, quizá o dos o tres cigarrillos sueltos o el diario de mañana. Uno de ellos era un narrador fantasioso: hablaba de persecusiones imaginarias, un pasado tan olvidado como él, de planes para matar y comprar un arma por 8 mil pesos, aunque para poder comprarla necesitaría vender cien mil latas, o quizá más. Su cumpa, un hombre de mirada triste y achinada, de hablar hacia adentro y pausado, llevaba las cicatrices de sus dolores. Un tiro por la espalda, otro en el pie en medio de una riña cuando bailaba con dos mujeres al mismo tiempo. Heridas en la cara que no recuerda si fueron piñas o caídas de borrachera. Y su recuerdo más bello de la infancia: la niña de la que se enamoró y ni su pequeña tragedia (que no parece caber en su pequeño cuerpo) pudo borrar de su memoria. Se llama Ana Francisca Flores y cada tanto la sueña entrando con él a una Iglesia, vestida de blanco, rubia, con la belleza que sólo perdura en los sueños y en la imaginación del que recuerda.