Entre aquella joven con el trajecito turquesa que debía usar en el trabajo, que no podía nombrar por temor a perderlo, que llegó una noche a la redacción de Página/12 porque su hermano estaba de-saparecido, y esta mujer de pelo cortísimo que habla sin vueltas pasaron cinco años. En ese tiempo transformó el temor en permanente y asertiva acción en la búsqueda de respuestas sobre el destino de Luciano Arruga. Pero Vanesa Orieta encarna algo más que la bandera de justicia, ella denuncia que su tragedia familiar ocurrió como parte de una práctica sistemática de la policía, el reclutamiento de jóvenes pobres para obligarlos a delinquir, Y va más allá, porque sabe y enfatiza que a quienes se resisten les toca la tortura. Si “se les va”, es decir, si la víctima muere en manos de los uniformados, lo encubren con la desaparición. “Ahora estoy comprometida, organizada, tratando de visibilizar una problemática”, dijo Vanesa hace pocos meses. “No han logrado que perdamos la alegría, disfrutar de la vida”, afirma cerca de su hijo Astu, de 2 años.
Su discurso, siempre preciso, se complejizó y endureció. “Sectores de poder quieren mantener una forma de vida que termina esclavizando al 40 por ciento pobre de esta sociedad, y para mantener eso están dispuestos a todo, a desaparecer y a matar”, dice. “Siempre reconozco que acá se está condenando a tipos que desaparecieron a 30 mil hermanos. Pero cuando se habla de derechos humanos, y ante cada reclamo de más seguridad, los que terminan pasándola mal son los más pobres. A lugares que consideran zonas rojas mandaron gendarmes con itakas. ¿A alguno le gustaría que su hijo se críe así?”, pregunta con la mirada fija en su interlocutor.
A fines de marzo de 2009 Vanesa acudió a este diario, donde fue publicado por primera vez el reclamo por la aparición de Luciano. Al principio fue un seguimiento en soledad, sin eco de ningún otro medio (ahora acompañan los alternativos, pero las grandes corporaciones siguen ignorando el caso). La férrea militancia de su hermana logró romper ese cerco simplemente contando una y otra vez quién era, qué hacía, cómo lo secuestraron y cómo lo desaparecieron los policías de Lomas del Mirador. Ahora Arruga ya es bandera, pero su caso tiene el mismo sabor amargo que tantos otros que no lo son: Iván Torres, Diego Duarte, Daniel Solano, Facundo Rivera Alegre y los demás jóvenes desaparecidos en democracia. A casi todos ellos pretendieron ensuciarlos, pero Página/12 supo ignorar la vieja trampa policial de generar sospechas sobre las víctimas.
Una ex funcionaria provincial de derechos humanos recibió decenas de denuncias sobre pibes obligados a delinquir por la policía pero, al igual que con el caso Arruga, se sentó arriba de los expedientes. Y en diálogos privados amplificaba la versión que arrojaba dudas sobre las razones de la desaparición “del chico de Lomas del Mirador”. Los primeros años fueron difíciles para la familia, los abogados, la APDH de La Matanza. El CELS accedió luego a la investigación y, con mucha demora como sucedió con Julio López, consiguió que pasara de “averiguación de paradero” a “desaparición forzada”. A cinco años, recién ahora un equipo especializado trabaja en el lugar donde fue visto por última vez: una casa devenida comisaría tras una ola de “mano dura”, que tuvo que ser arrebatada al poder político tras incumplidas promesas de entregarla. Hubo aprietes de gendarmes, y familiares y amigos de Luciano decidieron tomarla durante más de dos meses hasta que el intendente Fernando Espinoza firmó la cesión en comodato. Ahora exigen la expropiación definitiva y así poder convertirla en un espacio de memoria pero también de contención para que los pibes y pibas del barrio tengan una alternativa ante el acoso policial.
Más de tres años tardó el gobernador Daniel Scioli en recibir a Vanesa y a su mamá, Mónica Alegre. “Tenemos 207 desaparecidos en democracia, esto no va contra nadie sino a favor de los derechos humanos, a los pibes los siguen torturando en las comisarías”, dice ante cada micrófono que se le cruza. “Mi hermano era una persona maravillosa, no tenía nada, pero lo daba todo. Si denunciás a la Bonaerense sabés que pueden pegarte un tiro a vos o a los tuyos.” Vanesa fue puliendo su estrategia, creando vínculos con otros familiares de víctimas de violencia institucional, convirtiéndose en una “referente” de esa lucha, que entiende como colectiva. Algunos funcionarios ya admiten que el caso Arruga se volvió emblemático de la pobredumbre de su policía. Ella no cejará en exigirles respuestas.