En Breviario de podredumbre, el gran ensayista rumano Emil Cioran escribió -más bien drásticamente- que la «capacidad de adorar» es la responsable de todos los crímenes del ser humano: «El que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan». Para Cioran, en la raíz de la violencia está el problema de la religión y, en particular, de la religión vivida intensamente. Ante esto, su propuesta de solución es la indiferencia. Dado que nos convertimos en asesinos impulsados por creencias, «todo es patología salvo la indiferencia».
Movimientos como Estado Islámico , con sus decapitaciones y violaciones, o, en los últimos días, el espeluznante ataque terrorista a la revista satírica Charlie Hebdo en París, conmueven al mundo entero y parecerían corroborar la idea de Cioran. Sin embargo, tomar las creencias como problema y la indiferencia como solución sería falso y contraproducente. Ni el islam ni la creencia intensa asociada con el fanatismo son el problema. Más aun, parte de la solución puede radicar en una inyección de intensidad a la creencia en los valores y medios democráticos.
En primer lugar, no hay que caer en la postura errónea de que el islam es una religión necesariamente violenta y que, en consecuencia, se opone a principios democráticos básicos. Asumir que los terroristas que matan en nombre del islam son fieles representantes de su fe es darles una entidad que no merecen y que no tienen para la mayoría del mundo islámico. Es, además, levantar su voz por arriba de la de los demás musulmanes y resaltar las posturas que, precisamente, uno querría deslegitimar. Ante el peligro de que un brote xenófobo se expanda por Europa, ante el temor a la «islamización», es fundamental hacer hincapié en este punto. Según una encuesta de la consultora Ipsos Mori publicada por el diario inglés The Guardian, existe en Francia un preocupante desfase entre percepción y realidad: se cree que un 31% de la población es musulmana cuando, en realidad, se trata de un muy inferior 8%. Podemos encontrar opiniones equivalentes en gran parte de Europa, que explican el miedo a una «colonización» con muy poco fundamento desde las estadísticas.
Esto no equivale a negar la existencia de musulmanes que actúan de manera violenta como artículo de fe, ni de secciones del Corán, como también de la Biblia, que incitan directamente al asesinato y hasta al genocidio. Pero sería un error pensar que el problema radica en la literalidad del texto y no en su interpretación. La realidad es que líderes musulmanes de todo el mundo repudian las atrocidades cometidas en nombre del islam. No hay ningún reconocido referente ni país musulmán que no condene a Estado Islámico o a Boko Haram. Sin ir más lejos, en diciembre pasado la figura islámica más importante de Australia, el Gran Muftí Ibrahim Abu Mohamed, emitió un comunicado durante la toma de rehenes en el Lindt Chocolate Café, donde condena «de manera inequívoca el acto criminal, reiterando que esas acciones son denunciadas por el islam». En Francia ocurrió algo similar. La declaración de La Gran Mezquita de París condena «el ataque terrorista de violencia excepcional contra la revista Charlie Hebdo», considerándolo «un acto de barbarie de extrema gravedad y un ataque contra la democracia y la libertad de prensa».
Precisamente, el comunicado de la Gran Mezquita de París remarca un punto fundamental: el asesinato de doce personas no es sólo un ataque a individuos y a la libertad de prensa: es un ataque a la democracia misma. Y, en el siglo XXI, la amenaza del terrorismo islámico a la democracia no es un suceso aislado. Es, en cambio, la expresión más virulenta de un espíritu antidemocrático presente. Como escriben John Micklethwait y Adrian Wooldridge en The Fourth Revolution. The Global Race to Reinvent the State, la situación de la democracia ya no es la de la época de la caída del Muro de Berlín y el famoso ensayo El fin de la historia, de Francis Fukuyama. Vivimos en un mundo en que, por un lado, crece la apatía y el descreimiento en el proceso democrático ante el fracaso de políticos y políticas y la visibilidad de la corrupción y, por otro, surgen modelos alternativos que aparentan mucho vigor: el autoritarismo chino expande su influencia de la mano de sus logros económicos, y el populismo es fuertemente convocante en sectores de América latina. Incluso Estado Islámico, límite del extremismo, se configura como un polo de atracción que seduce a unos mil nuevos combatientes extranjeros todos los meses. Obviamente, un abismo de fondo y de forma separa estas distintas instancias de descreimiento en la democracia occidental. Pero en todas se violan o erosionan preceptos básicos de la democracia que se pensaba habían sido conquistados para siempre, tal vez no en las instituciones de todos los países pero sí en los corazones de la mayoría de las personas. Hoy la democracia dista mucho de ser el único modelo de sociedad que moviliza y cosecha adeptos.
Por eso, en segundo lugar, el antídoto al fanatismo expresado por los asesinos de Charlie Hebdo no es la indiferencia que pregona Cioran, que debilita la motivación por las grandes causas, sino todo lo contrario: una inyección de intensidad para las causas nobles con medios nobles. Me refiero a la intensidad religiosa que en sus convicciones y resolución tuvieron figuras como Gandhi, la Madre Teresa y Martin Luther King.
Hace falta vivir de manera intensa nuestra forma de gobierno, asumiendo que la democracia es una causa que puede llegar a desaparecer. Por eso hay que expresarse y movilizarse intensamente en su defensa. Siempre existe la tentación de cerrarse sobre intereses particulares, pero es momento de defender los valores básicos de la democracia como la gran causa colectiva que nos permite vivir en comunidad y de la que son partes no negociables la libertad religiosa y las libertades de asociación, movimiento, expresión, disenso y crítica. Ahí están expresados algunos de los valores más enaltecedores de lo humano. Los ladrillos básicos no sólo de la convivencia en diferencia, sino de la fraternidad en diferencia, que no pertenecen a ninguna religión y que por ende pertenecen a todas.
Es esperanzador que el miércoles los franceses hayan colmado las calles de su país no bajo las temidas consignas islamofóbicas sino bajo la bandera de la defensa de la libertad de expresión. Es un gran ejemplo de la intensidad democrática que representa la mejor respuesta ante estos brutales acontecimientos. Si no lo hacemos, si no enarbolamos la causa democrática, corremos el peligro de cumplir con la profecía del poeta irlandés William Butler Yeats en su poema «La segunda venida»: «Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad».
*El autor, doctor en estudios religiosos por la Universidad de Harvard, es legislador porteño de Pro y director académico de la Fundación Pensar.
Fuente: La Nación.