Es como el otro Carlos Robledo Puch. Pero el que está de incógnito, el que nadie conoce, lejos de las luces del espectáculo que iluminan a aquel, luego del estreno de la película que se inspiró en su vida. Ricardo Melogno también era un muchachito de 20 años cuando en una semana de septiembre de 1982 mató a cuatro taxistas, sin motivo aparente. Un par de semanas después, su padre y uno de sus hermanos se encargaron de entregarlo a la Justicia. Ese joven es hoy un hombre grande que nunca más salió de la cárcel.
La historia protagonizada por Ricardo Melogno está contada en un apasionante libro de Carlos Busqued, publicado por Anagrama, bajo el título “Magnetizado”. Es una larga historia en la que este hombre, que hace más de 30 años que vive encerrado, relata sus crímenes y su vida tras las rejas. Es un largo relato, además, de cómo es la vida entre rejas y las brutal forma en que se trata a los delincuentes declarados inimputables, esto es, los que no fueron conscientes de sus actos.
El autor dice en el texto, que los crímenes de Melogno tienen un particularidad. Está el cómo, el dónde, las víctimas, pero falta un detalle: el móvil. Melogno dice no saber porqué en un momento determinado empezó a matar taxistas. No tenía nada en contra de ellos, no hay un recuerdo que le permita descifrar el porqué. Tampoco explica cómo fue el proceso de selección de sus víctimas.
Se paraba en una esquina durante horas, hasta que una sensación en el cuerpo le indicaba que ése era el conductor que iba a morir. Le indicaba una dirección y cuando llegaban al destino le disparaba. Sin decir palabra. Un tiro seco y certero. No se llevaba la recaudación. Sólo se quedaba con los documentos de los taxistas. Uno tras otro los fue colocando en una repisa que su padre tenía en un taller, en el fondo de su casa. Los documentos podrían operar también como una suerte de trofeos, aunque Melogno dice que había como una cuestión de respeto, hacia los espíritus de esos hombres, una especie de resguardo para que no lo molestaran.
La influencia de la madre aparece en Melogno en esos ritos, en esa creencias religiosas más vinculadas con el umbanda y con el espiritismo. Dice que la mujer le pegaba unas palizas tremendas, pero ella le decía que era Dios, quien lo castigaba a través de sus manos. Su madre termina abandonando a su padre, cuando hace pareja con un pastor y se va a vivir con él. El padre de Melogno lo ayuda a alquilar un departamento, cuando sale de la colimba, y lo ayuda a instalar un negocio de venta de pan.
Pero nada de eso funciona. Antes de los crímenes, Melogno se va a vivir a la calle. Se pasaba tardes enteras en los cines y dormía por las noches en parques o plazas. Durante el día caminaba durante horas. Algunas veces volvía por las noches al depósito que tenía su padre y a veces se bañaba, pero está claro que el aseo era entonces lo que menos le importaba. Cuando necesitaba ir al baño pedía permiso en bares y confiterías.
Después de matar, Melogno se quedaba un rato en el coche. Fumaba uno o dos cigarrillos en compañía del muerto. Tomaba sus documentos y se iba. Caminaba casi siempre hasta el mismo mar de Mataderos, donde pedía una suprema a la napolitana con papas fritas y de postre una mousse de chocolate. Lo mismo cada vez. Era probable en el bar hubiera taxistas, compañeros de las víctimas, pero eso no lo inquietaba.
El fin de los crímenes llegó cuando el padre de Melogno descubrió los documentos de los taxistas. No fue fue muy difícil atar cabos. Esa noche Ricardo había ido a dormir a la casa de su padre. Mientras desayunaban su hermano fue hasta los tribunales, para buscar al juez que estaba a cargo de los crímenes. Fue hasta la casa y le dio garantías de que ningún policía le haría nada.
Melogno mató a cuatro taxistas: tres en la ciudad de Buenos Aires, en el mismo barrio donde vivió gran parte de su vida y otro del lado de la provincia de Buenos Aires. La Justicia no es la misma de los dos lados de la General Paz. Para la Justicia porteña, Melogno no era consciente de la criminalidad de sus actos. Para la Justicia bonaerense sí y por eso hecho fue condenado. La Justicia porteña ordenó que lo recluyeran en un neuropsiquiátrico. Pasó años en la cárcel de Caseros, en la Unidad 20 del Borda, y en neuropsiquiátrico del complejo de Ezeiza. Hoy, como con Robledo Puch, ningún juez se anima a firmar su libertad.