| Columnistas

La caza del indio

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

Ete es un país que suele pensarse desde Buenos Aires y, peor aún, con el periodismo que revista en la ciudad de Buenos Aires, la Walt Disney Argentina. Un periodismo parapolicial y demagógico con la capacidad de enloquecernos a todos. Parapolicial porque trabaja con las fuentes policiales y se resguarda siempre detrás del cordón policial. Más aún, un periodismo “dateado” por los servicios de inteligencia. Demagógico, porque le dice a la gente lo que ésta quiere escuchar, porque juega con el dolor del otro.

 El periodista del que estamos hablando es un personaje enredado en su patetismo. Nunca sabe nada en particular pero habla de todo y mucho. Siempre tiene una opinión formada de algo que no sabe. Peor aún, es un periodista que trabaja sin fuentes o siempre sale con una sola fuente que tampoco chequeó. Piensa en voz alta porque la realidad, dice, es urgente y no hay tiempo para ponerse a pensar. Se escribe a contrareloj y pisa las imágenes que están llegando en vivo y en directo. Lo importante no es informar sino estar ahí, sintiendo con la gente. Porque tampoco se trata de pensar nada, basta con sentir las emociones de la “realidad” que están contando. Lo dijo alguna vez Tomás Abraham: el periodismo no escribe noticias sino emoticias. No falta mucho para que empiece a escribir con emoticones que reproduzcan los mismos gestos que ensayan los presentadores de noticias en la televisión. Actores expertos en gesticular. No hay periodismo sin muecas. Pasan de la tragedia al gol de Boca, con un golpe de rostro. Son todos de la escuela a de Santo Biasatti y Cesar y Mónica.

 Un periodista, además, que encontró en la “libertad de expresión” una patente de corso para decir cualquier cosa sin importar sus consecuencias. Total, saben que la noticia que está contando será tapada rápidamente por la noticia de la semana siguiente.

 El periodismo condena la violencia, pero la celebra todo el tiempo. No hay periodismo sin imágenes violentas. Un periodismo que practica la violencia cuando manda fruta sin derecho de réplica. Aunque tampoco se puede ejercer el derecho de réplica cuando el periodismo trabaja en cadena nacional. Una violencia simbólica, con la capacidad de agredir la dignidad de las personas, una violencia que no dejará marcas en el cuerpo pero pone los pelos de puntas, te saca el sueño, angustia, te produce un vacío en el estómago, dejando huellas de larga duración en la subjetividad de las personas. Violenta cuando humilla y estigmatiza a las personas que tienen la mala suerte de ser embutidos por sus paupérrimas coberturas morales. Un periodismo que vulnera los derechos humanos cuando cuenta la noticia perdiendo de vista los derechos que tienen las personas involucradas en la noticia que están contando: el derecho a la inocencia, a un juicio justo, a la defensa, el derecho a la intimidad, a la imagen propia, el derecho a ser dejados tranquilos, todos estos derechos aparecen sistemáticamente transgredidos por la prensa. Para el periodismo, el fin justifica los medios. Y acá, el fin es la presa que nos llevarán a la mesa para ser devorada por todos nosotros.

 Para prueba de todo esto basta la cobertura que ensayaron sobre el recital del Indio Solari. Una cobertura que no sólo desesperó a los familiares que tenían a sus hijos en el recital sino al resto de los televidentes, muchos de los cuales se la pasan mirando el mundo por el ojo blindado de la cerradura y nunca fueron en su vida a un recital de rock. Un periodismo civilizadísimo que salió a la caza, a la caza del indio otra vez.

 Sabido es que el Indio Solari nunca le chupó las medias al periodismo empresarial, nunca necesitó desfilar por las pasarelas de la televisión para promocionar sus discos y recitales. La televisión lleva esa espina clavada en su ojo idiota. Nunca necesitó y tampoco quiso. Ni siquiera cuando la policía, después de una razzia en la puerta de un recital mató a Walter Bulacio. Tampoco cuando apuñalaron a un pibe en otro recital, ni después de los destrozos en Mar del Plata o la represión en el estadio Atenas de La Plata allá por 1989. Y no creo que tampoco salga ahora, con la muerte de las dos personas en Olavarría. Su público contertulio no necesita de sus declaraciones. Pero el periodismo entrecejado reclama que el Indio “tiene que dar la cara”, “tiene que salir a dar explicaciones”. Y que conste que no hablo solamente de la jauría de Animales Sueltos, ni del resentimiento de la Hormiga Imperial o de los bufonescos Intratables. Creo que en ésta no zafa nadie, mucho menos los “críticos” de música de aquellos medios que estuvieron haciendo equilibrios dificilísimos aunque terminaban cediendo ante las inquisitorias preguntas de los conductores estrellas. Si el Indio tiene que dar explicaciones, y eso en caso de que se lo pidan, es al fiscal y al juez. Estamos ante un periodismo catolicón que hizo de la confesión su arma secreta. Un periodismo que reclama “por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa”. Un periodismo que nos convenció de que la confesión es la manera de hablar en la televisión.

 Al periodismo no le interesa la verdad empírica, le importa la verdad moral. Por eso no necesita hablar con argumentaciones lógicas, sino con retóricas hechas a fuerza de consignas oportunas y efectivas. Con eso le alcanza para destrozar al otro. La verdad moral se comió a la verdad empírica. La TV es una máquina de producir verdad moral y descalificar la verdad empírica, de debilitar las exigencias lógicas de los discursos. Aunque a veces hace la pantomima de tener toda la verdad de su lado, posverdad.

 Sabemos además que los periodistas, además de linchadores seriales, son victimólogos. La víctima es su figurita favorita. Siempre hay una víctima al alcance del micrófono del movilero para manipular su dolor, para picanearlo hasta el llanto. El periodista sabe que la víctima de hechos trágicos o desgraciados tiene la capacidad de generar consensos afectivos que se harán sentir al supuesto victimario. Clausuran los debates con la desgracia ajena, porque saben que frente al dolor de la víctima no se puede seguir discutiendo. Allí donde hay una víctima no hay debate, hay un reclamo de justicia que, la gran mayoría de las veces, se confunde con la violencia, es decir, con la Ley del Talión. Creen que la víctima es el lugar de la verdad. Y saben además que con la víctima lavarán su culpa y disimularan su mediocridad.

 Es cierto, como dijo Horacio González, en una magnífica nota que salió publicada ayer en Página/12 que estamos “en un país punitivo, donde el aparato judicial está condicionado por paranoicas fantasmagorías”, donde “el sentido profundo de la justicia está por perderse”, y donde “todos ya estamos penalizados de antemano.” La realidad se ha judicializado, pero el modelo de justicia con el que opera el periodismo, sobre todo el periodismo televisivo, es otro muy distinto: la infamia. La infamia es el modelo de castigo que está detrás de sus coberturas espectaculares y truculentas, una justicia pensada para señalar y marcar al otro, una justicia estigmatizadora y veloz, pero que deja huellas de larga duración. A través de la estigmatización se anticipa la culpabilidad que será retrasmitida por el resto de los emprendedores morales que se relamen con las noticias en loop y en cadena empresarial. Las personas estigmatizadas no tienen derechos ni garantías, no hay un tercero que cuide de todos nosotros. La justicia infame es una justicia que no quiere reconciliarse, que no cree en la integración social. Avergüenza, pero después de ella no hay re-encuentro, hay resentimiento para siempre, hay archivo.

 Pero esta vez el indio tiene su indiada que no se dejará convencer fácilmente. Una tribu que se mide con los mismos sheriffs que habilitaron la caza del pibe chorro, la caza de los barderos, de los callejeros, de los pibes que hacen junta en las esquinas, y de todos aquellos que tienen estilos de vida y pautas de consumo distintas a las que suele comulgar la vecinocracia vestida, hablada y animada por el periodismo mercantil.

Termino y lo hago parafraseando a Marx: Los periodistas son víctimas de su propia concepción de mundo, los payasos serios que ya no toman a la historia universal por una comedia, sino sus comedias por la historia universal.

*Investigador de la UNQ, director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas (LESyC). Integrante CIAJ. Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad.

Fuente: http://www.lateclaene.com/esteban-rodrguez-alzueta


Compartir: