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Cómo son en la intimidad los asesinos más famosos de la Argentina

Por Rodolfo Palacios.

Conocí el infierno la fría mañana del viernes 18 de julio de 2008. El lugar indómito y maldito tenía forma de cono y estaba dividido en círculos atroces y ruinosos como el averno que describe Dante en la Divina Comedia. Pero mi guía por esos pasadizos secretos y fétidos de la prisión de Sierra Chica –una especie de fuerte con laberintos que desde ese día vuelven a mi mente y la atormentan  una y otra vez–, no fue el poeta Virgilio. Recorrí las estaciones del espanto en compañía del peor asesino de la historia policial argentina: Carlos Eduardo Robledo Puch.  Supe que no podía haber un sitio más inmundo que ese. Con horror, descubrí que el hombre puede acostumbrarse a vivir peor que una rata rabiosa. Robledo llevaba 40 años en una pequeña celda parecida a la jaula con la que se encierra a un oso viejo. Ese día que nunca olvidaré (como tampoco olvidaré los olores, las miradas de abismo, los quejidos y los silencios), comprobé que las cárceles fueron construidas para representar infiernos reales.

No creo estar loco ni exagerar los acontecimientos. Tampoco es posible describir las sensaciones que se tienen cuando se está frente a un asesino serial de la talla de Robledo Puch, el llamado Ángel negro que en 1972 fue detenido por matar a once personas por la espalda o mientras dormían. En ese entonces era un joven de rizos rubios y ojos celestes que parecía incapaz de lastimar a una mosca. Su leyenda negra me atrapó el día que leí la crónica que Osvaldo Soriano escribió para el suplemento literario del diario La Opinión. “Iluminados por el soplete, Robledo y Somoza trabajan callados y serios”, comienza ese relato que podría recitar casi de memoria. Tiempo después, conocí a Osvaldo Raffo, el

Robledo Puch está preso desde hace 41 años.

Robledo Puch está preso desde hace 41 años.

legendario forense que le hizo las pericias a Robledo.

Había tomado una decisión que no tenía marcha atrás: estaba obsesionado con conocer y entrevistar al famoso asesino. En ese momento no lo sabía, imposible saberlo: iba a entrar en un camino de ida. Del mismo modo que todo aquel que mata se mata a sí mismo y nunca vuelve a ser el mismo, el cronista policial que se mete hasta los huesos y el alma en un caso nunca vuelve a ser el de antes. Conocer a Robledo no iba a ser una experiencia gratuita ni liberadora: iba a ser como viajar al submundo del horror. Meterse en la mente de un asesino.

Cuando le conté a Raffo que Robledo había decidido recibirme en Sierra Chica, a doce kilómetros de Olavarría, el perito me advirtió:

–Tenga mucho cuidado. A mí me costó desintoxicarme de ese sujeto. No sé si era su mirada penetrante, el halo maligno que lo rodeaba o algo misterioso. Pero seguramente usted va a sentir cosas raras. No puedo explicárselo con palabras. Ya lo va a experimentar.

En los 26 encuentros que tuvo con Robledo en 1980, Raffo sintió que algo extraño se apoderaba de sus pensamientos. Llegaba a su casa perturbado. Le dolía la cabeza, se sentía mareado. Era como si se hubiese contagiado de una misteriosa peste.

—Descubrí que estar tanto tiempo con ese personaje, que destilaba maldad por todos sus poros, me había intoxicado. No era un humano. Sentía un desasosiego, algo inexplicable. Me había metido en su alma y en su mente, había bajado a los infiernos. Y me costó elevarme otra vez. Los médicos legistas tenemos que hablar el mismo idioma que el asesino. Como dice la Biblia, el Diablo puede tomar la forma de un ángel de luz. De hecho, es el jefe de los ángeles caídos. Puch parecía un angelito —recordó Raffo.

Sus encuentros con Robledo le recordaron a El Exorcista, película estrenada en 1973: se sentía como el cura que combate al diablo metido en el cuerpo de una adolescente de aspecto angelical. La eterna lucha entre el bien del mal.

Entendí lo que me decía Raffo después de la primera media hora con Robledo. Él no paraba de hablar, me miraba fijo, con esos ojos atormentados que atormentas, esos ojos en los que quedaron grabadas las imágenes de sus víctimas en los últimos segundos de vida, esos ojos que me miraban aun cuando me daba vuelta o dirigía la mirada al piso.

En uno de sus monólogos, sentí mareos, como si estuviese a punto de desmayarme. La voz alta de Robledo me hacía doler la cabeza. En ese momento, miré el piso y me froté los ojos. Robledo me preguntó qué me pasaba. Le dije que había dormido poco y que estaba cansado por el viaje de Buenos Aires hacia Sierra Chica.

—No lo dudes. El loco te contaminó. Uno jamás se olvida de un personaje tan siniestro como él –me dijo Raffo cuando le conté de mi experiencia.

Lo mismo le pasó al periodista y escritor Jorge Fernández Díaz, quien visitó a Robledo en 1985. “Yo mismo probé esa turbia gelatina del mal que lo rodeaba y que nunca pude olvidar. Los ojos de un ángel negro te persiguen para siempre”, escribió hace poco más de tres años en La Nación.

En un año vi ocho veces a Robledo, recibí 45 cartas suyas y escribí su historia día y noche, encerrado en un departamento de dos ambientes, en penumbras, siempre con las persianas bajas, en silencio. Sólo descansaba para leer libros de psiquiatría, historias de asesinos, películas de asesinos, series de asesinos. La palabra psicópata me resultaba familiar por esos días. Psicópata cruel y desalmado. Psicópata perverso. Así fue el diagnóstico de Raffo. Para él, Robledo había nacido psicópata de manual: un villano incurable que tenía la compulsión de matar por placer.

En la primera entrevista con el Ángel negro se dio un insólito cambio de roles, típico de los psicópatas. Yo pasé a ser el victimario y él jugó el rol de víctima, como si hubiese sido un lento juego de seducción escenográfica. Robledo creía que yo lo iba a matar. Sospechaba que en su primer descuido —por más imperceptible que sea— iba a clavarle un puñal afilado por la espalda o dispararle a quemarropa.

El escritor maldito Enrique Symns, que vivió experiencias al límite, se sorprendió por esa escena. “La recuerdo con un sombrío temor. La muerte parece merodearlos cuando se enfrentan con Robledo. En ese encuentro, el periodista percibió el aroma  que exhalan los asesinos. ¿40 años encerrado pueden anestesiar o erradicar de la conducta  de un hombre el impulso de matar?”, opinó Symns, referente de la movida contracultural de los años 80, ex monologuista de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota y amigo de rufianes, hampones y seres tóxicos que habitan otro pliego de la realidad.

Mis encuentros con los asesinos me llevaron a elaborar una teoría improbable: creo que la oscuridad puede contagiarse como una gripe. O tiene el mismo efecto que un bostezo en una reunión: bosteza uno y al rato ese bostezo va de boca en boca.

No hay antídoto contra la oscuridad.

La Garza Sosa está retirado. Ahora asesora a un sindicato.

La Garza Sosa está retirado. Ahora asesora a un sindicato.

“El que lucha con monstruos debe tener cuidado de no convertirse él mismo en monstruo”. Esa frase atribuida a Friedrich Nietzsche no falta a la verdad. Sé de casos de guardiacárceles, docentes y asistentes sociales que enloquecieron afectados por sus visitas a la cárcel.

Nunca me hago amigo de los asesinos. Los escucho, a veces me compadezco con ellos, otras veces la relación termina mal porque cuando escribo a veces me vuelvo tan impiadoso como ellos y se enojan porque se sienten traicionados. En cambio, tengo amigos ladrones. Uno de ellos es el mítico Cacho La Garza Sosa, ex líder de la Superbanda que robaba blindados en los años ochenta y noventa. Comparto cenas, desayunos y encuentros en los que hablamos de películas, libros y de historias del hampa. Incluso fue a ver a mi hija cuando nació.

“Vos estás de nuestro lado”, bromean los bandidos conocidos. Ellos no me generan estrés ni oscuridad. En cambio, Robledo me intoxicó a primera vista. Si me hablaba de un libro, ese mismo día iba a la librería y lo compraba para embeberme en lo que él leía. Cuando me dijo que era fanático del Indio Solari y que se había rapado por él, tuve la alocada idea de hacerle llegar este dato al ex líder de los Redonditos. Su mánager Julio Sáez le envió un texto mío que contaba la pasión ricotera de Robledo, y el Indio escribió estas líneas:

“No encuentro manera de que mis emociones abarquen con sensibilidad adecuada hechos fenomenales como los acontecimientos en que Robledo Puch estuvo involucrado. Cruzó una frontera extrema que creo reconocer pero nunca  me ví extraviado mas allá de sus límites. En cuanto a su relación con mi imaginería debo considerar el hecho de que mis personajes, en general, están iluminados por la luz tóxica de sus ilusiones enloquecidas. Si pudiéramos aprehender el mundo, a cada rato, con la perseverante inocencia de las bestias, sus acciones no figurarían en el menú del gran restaurant de la naturaleza. El nuestro es un planeta extraño que alberga las más inconvenientes criaturas y los legados mentales más difíciles de predecir. Por otro lado yo tampoco necesito del paraíso (pero se me nota menos)”.

Mi vínculo con Robledo me trajo más problemas que satisfacciones. La telaraña que cubría su ser parecía haberse impregnado en mi vida cotidiana. Mi mujer nunca me perdonó que le haya dado a Robledo la dirección de casa para recibir sus cartas, los vecinos también protestaron y hasta el cartero me insultó porque creyó que yo era familiar o cómplice del asesino. Lo peor fue cuando Puch me reveló que si algún día salía en libertad iba a dormir en mi casa. “Me tirás un colchoncito y listo”, me dijo.

Entrar en su afiebrada mente hubiese sido demoledor. Lo mejor era seguirle la corriente y no contradecirlo ni aunque dijera una estupidez. Tampoco debía juzgarlo: se lo había dicho a él por carta y por eso había aceptado recibirme. Esa fue una de las tantas enseñanzas que me había dejado A sangre fría, la obra cumbre de Truman Capote. A los asesinos Perry Smith y Dick Hickock les había dicho que no pretendía juzgarlos, sino contar su historia. Siempre que entrevisto a un asesino le repito esas palabras. No soy juez ni fiscal ni policía. En todo caso, que juzgue el que lea la historia.

No creo, como creía Emile Cioran, que todos los seres humanos tenemos un alma de asesino. No creo que todos podamos cruzar ese límite del que no se vuelve.

Muchos me ven como un bicho raro. A veces me convierto en una especie de atracción de circo: en el tipo que convive con ladrones y asesinos. El Bebe Contepomi del hampa. Me dicen que debo estar loco, me preguntan qué se siente enfrentar a alguien que quitó una vida. Mis últimas dos psicólogas siempre terminan preguntándome de estos seres extraviados. Al principio me causó curiosidad entrevistar a todo tipo de matadores. Con el tiempo descubrí que había una búsqueda, quizá inconsciente.  Quiero saber cómo viven los criminales, qué piensan, cómo se relacionan con el mundo, cómo reaccionan emocionalmente. Lo tenebroso es saber que se nos parecen bastante.

En cada reportaje suelo pasar mucho tiempo con ellos. Los acompaño, analizo sus gestos, respeto sus silencios, hablo de cualquier tema por más banal que sea y los veo más de cinco veces. Es simple: no es lo mismo el primer encuentro que el quinto. Sus movimientos y sus palabras son más naturales que ensayadas. La confianza no se gana de un día para el otro.

Estar en contacto con asesinos es vivir una pesadilla en tiempo real. Es ver la peor cara de la soledad: sentirse solo con gente alrededor. Es ver ojos de abismo y entrar en ellos como si fuese un agujero que conduce al  desamparo. Pasar mucho tiempo con asesinos es como hundir la nariz en el plato tibio hasta aspirar gramos de alma.

Lo confieso: cada tanto bajo un poco al infierno y pasó un par de noches porque no consigo pasaje de vuelta.

Y vuelvo para contar cómo se vive allá bajo: de qué material impalpable están hechas las paredes del vacío, aun corriendo el riesgo de sumergirme en infierno ajenos hasta hacerlos propios.

Lo último que supe de Robledo Puch es que fantasea con volarme la cabeza de tres balazos. Se lo confesó a un compañero de encierro, en el sector sanidad de la cárcel de Sierra Chica, mientras le pedía aspirinas a un guardia. Luego se rió a carcajadas, palmeó la espalda del otro preso, un veterano ladrón de bancos que una vez enterró un millón de dólares en el gallinero de su madre, y le pidió que me hiciera llegar el mensaje. Se lo dijo así:

–Mandale a decir a ese que si algún día vuelvo a salir, lo primero que voy a hacer es meterle tres cuetazos en la nuca.

No es síntoma de valentía ni de idiotez, pero no sentí miedo. Robledo es un muerto en vida. Y que yo sepa, los muertos en vida no matan. Norman Mailer decía que cada asesino carga con dos almas: la suya y la de su víctima. Robledo caga con once almas. Y el recuerdo de sus crímenes lo atormenta. Busca aniquilar esos recuerdos con una pistola invisible que se dispara en silencio. Conocer a Robledo me llevó a una conclusión: la mente de un asesino es indescifrable. Ni desde lo moral, filosófico, psicológico y penalmente pudo llegarse a desentrañar ese enigma milenario.

El cronista compartió varios encuentros con Yiya.

El cronista compartió varios encuentros con Yiya.

Un asesino me fue llevando a otro. Hay asesinos menos tóxicos que otros, convertidos en grotescas caricaturas. Varias veces caminé por las calles de Caballito del brazo de Yiya Murano, la envenenadora de Monserrat que en 1979 mató a tres amigas con masitas y tazas llenas de té y cianuro.  Yiya, que tiene 83 años, se hacía pasar por mi abuela. Comía picada pantagruélicas y no podía ocultar su falsedad: podía elogiar al mozo que le servía el té con medialunas y criticarlo cruelmente ni bien le daba la espalda. Siempre hablaba de sexo. Decía que tuvo 237 amantes, que no quería con viejitos impotentes sino con jóvenes viriles. “Me gusta hacer la chanchada, hasta el día de hoy los hombres mueren por mí. El otro día fue al médico y el muy cochino me hizo sacar la blusa con la excusa de verme las tetas”, me dijo una tarde ante mi asombro. Otro día, el fotógrafo Diego Sandstede le hizo una producción de fotos en el geriátrico donde vivía. La hizo posar casi como si fuera Marilyn Monroe, tapadas por las sábanas. Yiya nunca soltó su pequeño monedero: era algo que hacía siempre. Un símbolo de su manía por el dinero. Esa que la había llevado a matar. La codicia. Así las cosas, durante la sesión de fotos, la vieja dijo algo que atormentó al fotógrafo:

–Buen mozo, ¿sabés que abajo del camisón no tengo bombacha?

Esas palabras hubiesen tenido otra reacción en el fotógrafo si las hubiese pronunciado cualquier chica Playboy. Pero en Yiya Murano era el espanto.

En mis visitas a los bajos fondos criminales pude detectar una cosa en común: a muchos asesinos los une una obsesión por el sexo. El siniestro Arquímedes Puccio, el ex agregado diplomático de Perón que entre 1982 y 1985 lideró el clan que secuestró y mató a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum. Puccio, que murió hace dos meses, me recibió en General Pico. Lo visité en una mugrienta pensión: vivía como vivía su perro en la casona de San Isidro donde cometía los crímenes. A los 82 años, Puccio se confesó un adicto al sexo. Al igual que Robledo, no paraba de hablar y también sentí una especie de malestar difícil de explicar.

–Tengo un físico bárbaro. Es una bendición que a los 81 años no necesite viagra. Si no me creés, vas a encontrar los forros en la biblioteca. Fijate. Estuve con más de 200 minas en mi vida, de distintos países. Sólo me falta encamarme con una japonesa. Dicen que tienen la vagina en forma horizontal. ¿Será así?

Puccio jugaba al papel de monstruo. En otros asesinos que entrevisté había logrado encontrar un costado humano. Hasta el más maldito tiene un lado sensible y hasta el más bondadoso tiene un lado oscuro. Puccio me hablaba desde un pedestal, como si sus conocimientos fueran insuperables. Podía hablar de la Segunda Guerra Mundial como de la vecina gordita que lo calentaba:

–Tengo las uñas largas. No las tengo así por dejado. Me las dejo crecer porque hay una gordita atorranta que me pide que le rasguñe las tetitas. Mirá cómo rasguño –dijo Puccio y me clavó una uña en el brazo izquierdo mientras se reía como un pícaro. Me dejó una marca. Imagino a la pobre gordita corrida por el viejo decrépito con la lengua afuera, aullando como un lobo feroz, con los pantalones caqui caídos hasta los tobillos, las garras filosas, los colmillos salidos y la mirada extraviada de un sátiro.

Hay asesinos que no se arrepienten de nada, como si esa ausencia de culpa fuera un mecanismo de defensa. ¿Sentir culpa y remordimiento los terminaría por derrumbar? En mi horripilante colección de killers no podía faltar Ricardo Barreda, el dentista que el 15 de noviembre de 1992 mató a escopetazos a su suegra, su esposa y sus dos hijas. Estuvo preso 17 años y ahora vive en un departamento dos ambientes de Belgrano con

Barreda y su novia Berta en el departamento de ella. (Foto Yamila Murán Leivas)

Barreda y su novia Berta en el departamento de ella. (Foto Yamila Murán Leivas)

su novia Berta. Lo visité varias veces, comí picadas con él, tomé mate, brindamos con vino, cerveza y sidra, hablamos de fútbol, de cine, de mujeres y de la vida. El hombre que mató a sangre fría a las mujeres de su casa de La Plata ahora cuidaba con ternura a dos cotorras.

El tipo que después de matar tuvo sexo apasionado con su amante, y luego volvió a su casa y se desmoronó en un sillón mientras los cuerpos de las víctimas se enfriaban, firma autógrafos a su insólito club de fans. ¿Qué hay en la cabeza de alguien que admira a un asesino? Tampoco hay una respuesta para ese interrogante.

–De diez personas que me conocen en la calle, dos me insultan, tres me ignoran y cinco me felicitan –dijo Barreda.

A diferencia de Puccio, Robledo Puch y Yiya, Barreda no fue considerado un psicópata. Tampoco un hombre apesadumbrado que estalló de furia porque las víctimas le decían conchita. En las reuniones con Barreda traté de eliminar los prejuicios: es la primera regla que aplico en este tipo de notas. Por momentos trataba de creer que estaba hablando con un jubilado de 77 años que le duele la cintura y putea por la humedad. En algo coincido con los peritos psicólogos que lo analizaron: creo que a Barreda se le metió en la cabeza la idea de matar a esas mujeres. Y su mente las hizo enemigas. Eran ellas o yo, dijo el dentista. En su afiebrada mente creyó que ellas iban a matarlo. Varias veces me preguntaron si pienso que él volvería a matar. Es imposible hacer futurología. No se pueden predecir las conductas futuras de un asesino. Charlar con Barreda no me desgastaba como los encuentros con Puccio y Robledo. Y sospecho que ni siquiera él sabe por qué mató. Mi relación con Barreda también me trajo problemas en mi casa. Una mañana, mi mujer atendió el teléfono y del otro lado de la línea, alguien dijo:

–Hola, ¿está Palacios?

–¿Quién habla? –preguntó ella.

–Acá habla Barreda, ¡quién habla ahí! –gritó Barreda con prepotencia.

Mi mujer estuvo a punto de insultarlo y de cortarle el teléfono. Y luego se ofendió conmigo por haberle dado el teléfono de casa a un asesino.

A veces me preguntó porque reincido en este tipo de encuentros que me atormentan. El desasosiego que produce apenas puede aliviarse a través de la escritura. Me había prometido dejar de ver asesinos por un tiempo, hasta que un caso fascinante me hizo cambiar de opinión. En Pico Truncado, un pueblo de Santa Cruz de 21 mil habitantes, una bella mujer decidió casarse con el hombre condenado por el crimen de su gemela, ocurrido el 16 de julio de 2010. Edith Casas, de 23 años, era la protagonista de la historia: está convencida de que Víctor Cingolani, de 28 años, no mató a su hermana Johana. Se casaron el 14 de febrero, el Día de los enamorados. Fui uno de los invitados a la insólita boda que llamó la atención de la CNN y la BBC de Londres. Me propuse entrevistar a Cingolani y estaba seguro de que él iba a aceptar. No era soberbia, pero de un tiempo a esta parte entrevisté a los asesinos más famosos del país, al punto de que algunos me llaman y exigen ser entrevistados por mí, como si fueran vedettes del Maipo. “Te falta entrevistarme a mí”, me dijo Jorge Pedraza, uno de los Doce apóstoles de Sierra Chica, la banda de presos de esa cárcel que mató a ocho convictos en la Semana Santa de 1996 y los convirtió en relleno de empandas.

Le mandé una carta a Cingolani y aceptó el desafío. A él le llamó la atención mi afición por retratar mundos torcidos. Por momentos parecía más curioso que yo.

–¿Cómo es la mente de un asesino? –me preguntó en uno de nuestros dos encuentros en la alcaidía de Pico Truncado.

En ese instante pensé que él podía tener la respuesta a mano, si efectivamente fue el que mató a balazos a la víctima.

No supe qué responderle. No tengo la respuesta.

–Víctor es inocente. No es el hombre que mató a mi hermana, sino el hombre de mi vida. Vamos a tener cuatro hijos. ¿Si me gustaría ser famosa? No sé, él me dice que aproveche esto para aparecer en los medios. Haría una tapa de Playboy si hay buen dinero, pero ese tema lo maneja él.

Víctor y Edith se casaron hace tres meses.

Víctor y Edith se casaron hace tres meses.

Eso dijo Edith, la chica de mirada enigmática, la chica que se refugia en el silencio y deslumbra con su belleza.

No sé si Cingolani es un asesino. Sólo él lo sabe.

Sólo sé que nunca conoceré a un asesino como Robledo Puch. A veces su figura y su leyenda lúgubre reaparecen en mis pesadillas. Es como si su mirada aún me siguiera. Recuerdo sus palabras en uno de los últimos encuentros.

–Te compadezco. Allá afuera es un infierno –me dijo ante mi asombro.

Nos dimos un abrazo.

Él se quedó en su infierno. Y yo volví al mío.

 


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