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El día que el hincha de Racing asesinado hizo de payaso en un festival organizado en la cárcel por el Gordo Valor

Por Rodolfo Palacios.

La noticia policial a veces es tan fría, impersonal y precisa como un asesino a sueldo. Y hay hechos que se devoran a quienes los protagonizaron: las víctimas quedan reducidas a meras menciones o simplemente aparecen en los medios con un perfil sesgado y hasta antojadizo. En el caso de Nicolás Pacheco, de 32 años, su nombre apareció en la prensa de la mano de su pasión por el equipo de sus amores. Por eso no es de extrañar que los diarios se refieran a su caso como “el crimen del hincha de Racing”. Pacheco fue asesinado el 23 de enero después de comer un asado en una de las sedes del club de Avellaneda, en Nogoyá al 3000, Villa del Parque.

Pacheco estudiaba teatro y quería ser actor.

Pacheco estudiaba teatro y quería ser actor.

El caso fue presentado al principio como un supuesto suicidio o accidente. Al final hubo cuatro detenidos: Enrique Rulet (28), alias «El boxeador»; Juan Carlos Rodríguez (22), «El Turu”; Aníbal Domínguez Butler (56), «Vaquero», y Patricio Reynoso Gerson (32). Los tres primeros fueron imputados por el homicidio: se sospecha que Reynoso encubrió el hecho. La justicia cree que Pacheco fue golpeado y tirado a la pileta después de una discusión. Los imputados declararon que fue una accidente, pero las pruebas lo contradicen. Una vecina escuchó la pelea y el ruido de un cuerpo cayendo al agua, además la autopsia determinó que Pacheco murió de un traumatismo de cráneo. No quedó claro por qué fue la pelea y si los acusados forman parte del núcleo central de la barra de Racing.

El 28 de mayo, la Cámara del Crimen ordenó excarcelarlos porque consideró que no había riesgo de fuga ni de que entorpezcan la investigación. Hasta ahí, la información pura y dura. Tiempo después, con espanto, me enteré que Pacheco había sido uno de los dos payaso que llevé a un festival infantil organizado por el Gordo Luis Valor, el mítico asaltante de blindados, en la cárcel de Campana.

“Nadie puede creer lo que pasó. Nico era un pibe tranquilo, incapaz de meterse en quilombos. Algo raro pasó, le hicieron una cama y nos sabemos por qué. Hay un pacto de silencio extraño que  tiene que romperse. Tenemos miedo de que haya más víctimas”, dijo a CyR un amigo de Pacheco que pidió que su nombre se mantuviera en reserva.

Conocí a Nicolás Pacheco el 21 de agosto de 2001. Había llegado a él por casualidad. En realidad, por un llamado que el Gordo Valor me hizo desde la prisión.

–Necesito que me consigas un mago o un payaso. Es para que los pibitos puedan festejar el Día del Niño. Muchos no tienen ni un juguete.

Valor hablaba agitado, como si su pedido fuera una cuestión de vida o muerte. El reclutamiento no fue fácil: ¿cómo explicarle a un payaso o un mago que tiene que actuar para el Gordo Valor? Un mago agradeció la invitación pero puso una excusa inverosímil. Uno dijo que tenía que hacer trámites. ¿Trámites un domingo? Sólo dos valientes aceptaron el reto: dos estudiantes de actuación del IUNA. Uno de ellos me lo presentó Juan Manuel Zalloecheverría, un guionista conocido. Y el payaso era Nicolás Pacheco. Dos años y medio después iba a morir asesinado, pero ese día –el día del festival– era imposible saberlo.

Cuando llegamos al penal, Valor y su esposa Nancy Collazo estaban en un salón con un preso disfrazado del Sapo Pepe. Le di una muñeca, una pelota y les presenté a los artistas.

Pacheco actuó para los hijos de los internos.

Pacheco actuó para los hijos de los internos.

–Ustedes, muchachos –les dijo a los actores–, vayan a cambiarse. ¿Son magos?

–No –respondió Pacheco.

–Ah… son payasos.

–Tampoco –aclaró el amigo de Pacheco.

–¿Y qué carajo son?

–Actores.

–Ah, bien, actores. ¿Y están en la tele?

–No.

–Ah.

Al rato, Pacheco y su compañero aparecieron con galeras, zapatos de payaso y trajes brillosos. Valor se puso una gorra brillante verde. En otros tiempos, su look era el pasamontañas.

La organización era rudimentaria, como todo lo que rodea a la cárcel. Valor tenía en sus manos una bolsa llena con papeles cortados a mano con números. Rifas tumberas que les llaman.

El sorteo comenzó con normalidad. Los primeros ganadores se llevaron cinco discos de los Wachiturros, dos de Leo Mattioli y uno de Néstor en Bloque.

–¡Ahora vamos a sortear la muñeca! ¡El ganador es…! –(Pacheco quería ponerle suspenso, pero el suspenso irrita a los presos, que por el encierro y la burocracia quieren que las cosas sean ya) –¡El ganador es el número 74!

–¡Mío! –gritó un hombre con su niño en brazos.

–¡No, es mío! –aseguró una mujer

–¡Pero si al 74 lo tengo yo! –dijo un preso.

Era cierto. Los tres tenían ese número. Valor, furioso, tomó el micrófono (mientras Pacheco y su amigo no podían ocultar su nerviosismo) y dijo:

–Algún turro truchó los números. Sólo valen los que están firmados.

–Don Valor –le avisó un compañero–, hasta los falsos están firmados.

–¿No te pedí que chequearas todo?

–No pude, don Valor.

–¿Cómo que no pudiste?

–Las cosas se me fueron de las manos –argumentó el preso con el tono de un oficinista que le da explicaciones a su jefe.

Pacheco y su amigo estaban nerviosos, quizá pensando en el lío que se habían metido. Yo me sentía culpable por haberlos embarcado en este delirio.

El colaborador del Gordo que había escrito los números originales reconoció su letra y premió a uno de los tres que reclamaban el premio. Cuando llegó el turno de la muñeca, había otros cuatro números ganadores. El público tumbero estaba nervioso. Algunos niños lloraban y no entendían por qué no les daban los juguetes si tenían el número ganador.

El premio final, una bicicleta roja, generó un clima tenso.

–¡El ganador de la bicicleta es el número 42! –anunció Pacheco con voz impostada.

–¡Vamos, carajo! –festejó un preso mientras mostraba ese número.

Otras cinco manos mostraron lo mismo. Una nena se acercó a retirar la bicicleta, pero otro nene la empujó porque tenía el mismo número. Dos detenidos empezaron a disputarse la bicicleta.

–¡Basta, viejo! ¡Calmensén! –pidió Valor mientras lo acorralaban los ganadores y los perdedores. Al final, el jurado reconoció como ganador al número original. La nena se llevó la bici. En ese momento, un gordito que tenía un falso número ganador se tiró al piso y empezó a patalear. Valor se acercó y le regaló una bolsa llena de golosinas.

–Estuvo mal organizado –acusó un preso con tono de señora distinguida.

–Acá quedan pocos códigos –se decepcionó Valor. Luego fuimos a un salón y comimos papas y carne al horno. Valor felicitó a los payasos, que nunca imaginaron que la fiesta terminaría en escándalo.

–Estuvieron fenómeno, pibes. La rompieron. Gracias por la solidaridad –los felicitó Valor y les dio un abrazo.

–Estuvo bueno, pero confieso que un momento pensé en irme corriendo –reconoció Pacheco y luego rió. Valor le preguntó si había actuado con algún famoso y el chico le dijo que todavía no. “Algún día me voy a hacer famoso”, dijo con tono de broma. Pacheco y su compañero habían actuado durante tres horas: cantaron canciones del Sapo Pepe, de Piñón Fijo, de Carlitos Balá y bailaron con los niños. Visité muchas cárceles, pero el clima de alegría que había esa tarde no lo había visto en ninguna prisión.

Valor y los payasos siguieron hablando, hasta que un preso silencioso que comía carne sin parar, confesó:

–Pasé cosas peores. Fui testigo del motín de Sierra Chica. ¿Saben qué feo fue tener que cortar en pedacitos a un compañero?

Los payasos y yo tragamos el último bocado, cruzamos sobre el plato el cuchillo y el tenedor, y dejamos de comer.

Valor abrazó a los dos payasos y nos acompañó hasta una de las rejas. En el viaje de vuelta, Pacheco y su amigo estaban fascinados. No recuerdo que haya hablado de Racing, pero sí de su pasión por el teatro. Contó que había hecho varias obras y que iba a participar de una película. “Siempre le escapo a las noticias policiales, pero reconozco que me atraen. Es más, me encantaría escribir una obra de teatro con lo que pasó hoy en el sorteo. El Gordo Valor me cayó bárbaro”, dijo antes de despedirse. Nunca se imaginó, nadie podía imaginarlo, que su vida quedaría postergada por un crimen absurdo, y que su nombre iba a ser impreso en la crónica policial. Días después del festival, Nicolás me mandó un mail con su currículum, para que se lo diera a algún productor televisivo o teatral si algún día me cruzaba con uno. Nunca más volví a verlo. Y no supe de él hasta que un grupo de asesinos escribió su nombre, el de Nicolás Pacheco, el payaso histriónico y solidario, en la irreversible crónica policial de nuestros días.


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