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Brasil: la obscena transparencia

Por Ezequiel Fernández Moores

En su primera noche dentro de la sala-celda de 15 metros cuadrados de Curitiba, Lula, sin otra alternativa, se ve obligado a romper el boicot al Grupo Globo que había pedido unas horas antes Gleisi Hoffman, la presidente del Partido de los Trabajadores (PT). Globo -se sabe- es dueña eterna del fútbol en Brasil. En el aparato de televisión que autorizó el juez Sergio Moro, el primer presidente brasileño preso por corrupción ve que su amado Corinthians, que había perdido por 1-0 como local en el estadio que le construyó Odebrecht, está ganando ahora por 1-0 en el Allianz Parque, feudo de Palmeiras, rival histórico. A 20 minutos del final el árbitro marca penal. Corrige la decisión tras ocho minutos de discusiones. La furia de los hinchas de Palmeiras crece porque su equipo cae por 4-3 en los penales. Quieren invadir la cancha. Marchan hasta la Federación Paulista. Rompen el escudo del adversario. Corinthians celebra, en cambio, su campeonato paulista número 29. Indignado por una prisión que considera injusta, Lula, según comunica su abogado, se declara al menos «feliz» por el triunfo del Timao.

«Ese es mi hombre, lo amo. Es el político más popular del planeta», saludaba a Lula Barack Obama en 2009 en plena reunión del G-20 en Londres. Financial Times proponía al brasileño como presidente del Banco Mundial. The Economist dibujaba al Cristo Redentor como un cohete a la luna. La FIFA le había dado a Brasil el Mundial de fútbol de 2014. Y el Comité Olímpico Internacional (COI) designaba a Río de Janeiro sede de los Juegos Olímpicos de 2016. El deporte empujó negocios y comisiones. Dilma Rousseff, insultada en el Mundial, fue reelegida cuando terminó la fiesta. Sin embargo, una maniobra parlamentaria, «golpe de cuello blanco», la echó en plena competencia olímpica. Lula es ahora el candidato con más votos para ganar las elecciones de octubre y darle al PT un quinto gobierno democrático seguido. Pero apareció Moro. Cuando el juez lo condenó a nueve años y medio de prisión, Lula respondió recién al día siguiente. «Tenía que resolver primero un asunto muy importante», explicó la demora, «que era ver a Corinthians derrotando a Palmeiras». Los militares avisaron ahora de un posible golpe. Pero al día siguiente, el Tribunal Supremo confirmó la prisión: 6-5 y en el minuto 90. La televisión transmitió en vivo la oscura transparencia.

Ya durante 2015 y 2016, Globo, por primera vez en su historia, dividió la pantalla para transmitir partidos y manifestaciones contra Dilma y Lula. La cadena progolpe de 1964 no repitió el procedimiento cuando las manifestaciones eran en favor. Cambiaron horarios de partidos para no afectar marchas ni transmisiones. Cuando no hubo remedio, Globo dejó de lado el partido. Ni prensa ni justicia, y mucho menos las élites, trataron de igual modo acusaciones aun más graves contra otros líderes políticos. «Lula», tituló meses atrás un columnista de IstoÉ, «debe morir». Matar al PT es más importante que combatir contra la corrupción. «Tirar la basura», como desnudó el audio del vuelo que trasladaba preso a Lula. La noche en que echaron a Dilma, decenas y decenas siguieron el impeachment vistiendo camisetas de Brasil. «Religión», «valores», justificó su voto Romario, campeón del Mundial ’94. Otro diputado reivindicó a un torturador célebre de la dictadura. Era Jair Bolsonaro, ultraderechista, candidato acaso con más chances si Lula no compite. Exmilitar, Bolsonaro fue en noviembre pasado al estadio de Palmeiras. Los hinchas -muestra un video- lo recibieron al grito de «fascista».

«¿Imaginan si toda esa gente saliera a las calles para mejorar al país?». Lo preguntó por las redes el Movimiento Brasil Livre (MBL) usando una imagen de un festejo de Fluminense. «Free Lula», decía un cartel de hinchas de Atlético Mineiro en la última fecha. Cientos de posteos se quejan porque Brasil, todavía doliente por el asesinato a la concejal Marielle Franco, trata su crisis política cruzando odios viscerales «como en un partido de fútbol». Amigo-enemigo. Boca-River. Corinthians-Palmeiras o Flamengo-Fluminense. «Peor que eso», dice el analista Leonardo Sakamoto, «porque los hinchas son los primeros en silbar y pedir cambios si su equipo juega mal». Y, muy de tanto en tanto, como muestra la TV, los hinchas de fútbol hasta reconocen y aplauden cuando el rival juega mejor.


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