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Resocializados

Por Esteban Rodríguez Alzueta

Si hay un escritor que atravesó todo el siglo XX, hasta nuestros días, sin perder actualidad, fue Franz Kafka. Kafka forma parte de las lecturas casi obligatorias de todos aquellos que estudiamos derecho o ciencias sociales. Lecturas que van creciendo con el tiempo. A medida que volvemos sobre ellas siempre encontramos nuevos escondrijos, sentidos inéditos entrelíneas o por lo menos impensables en aquél momento. No soy de los que se inclinan a pensar que Kafka es un autor que tiende a esconderse, antes bien me parece que sus escritos se nos van revelando de a poco, a medida que el mundo se despliega y nos presenta con toda su complejidad. No sucede lo mismo con otros escritores. Sabido es que hay autores que conviene perderlos antes que encontrarlos, escritores que, siendo fundamentales en determinado momento de la vida, dejan de serlo con el paso del tiempo y renegamos de ellos o nos sorprende la devoción que despertaron alguna vez en nosotros. Escritores que van quedando fuera del alcance de la mano, en el último estante de la biblioteca. Pero a Kafka siempre lo tenemos a mano. Kafka es consulta de rigor o, mejor dicho, siempre nos sorprendemos volviendo sobre sus páginas, releyendo sus relatos o algunos pasajes de las novelas.

El Taller de Teatro de la UNLP acaba de volver a poner en escena “Informe para una academia”, en una adaptación de Maricel Beltrán, dirigida por Norberto Barruti y actuada por Gustavo Portela. Apenas me enteré que volvían a presentarla no lo dudé dos veces y fui a verla otra vez. Crecí con Kafka, pero también con la puesta que el Taller hizo a comienzos de los ‘90 de la novela El Proceso, dirigida también por el “Colo” Barruti. Una obra que se transformaba con el paso del tiempo y con la rotación de los protagonistas, porque la obra era representada por distintos actores. De hecho, los personajes principales eran representados, a veces en la misma función, por dos o tres actores diferentes. Cada uno de los actores le imprimía lo suyo, pero Kafka siempre se imponía. Kafka estaba siempre ahí.

En aquel entonces formaba parte de un grupo libertario que se llamaba Adoquines y llevamos la obra, junto con Sara Cánepa, que en aquel entonces –creo- era la secretaria de extensión, a la antigua Facultad de Derecho que, como todos saben, su arquitectura era la copia de una cárcel de encausados. La obra se presentó en el hall central y comenzó justo cuando los estudiantes terminaban de cursar a las 22 horas. La puesta fue impecable y tuvo muchas repercusiones. Representar El proceso en el riñón de esa facultad no podía pasar desapercibido, resultaba interpelador. Después, con algunos de los actores y escenógrafos del Taller, armamos la revista La Grieta. No sé por qué cuento todo esto, al lector no tiene por qué interesarle, pero para mí, Kafka y el Taller fueron una bisagra.

La cuestión es que el sábado pasado, en las instalaciones del Taller de Teatro de la UNLP se presentó el “Informe…”. Una puesta con una escenografía despojada que hacía juego con las palabras elementales que se ponían en boca del actor. No había un solo movimientos de más, y eso que el personaje estaba lleno de tics. Una puesta que no explotaba nunca, que no necesitaba explotar si lo que quería narrar era, otra vez, el desencantamiento de la vida organizada a través del progreso.

El Informe es una fábula donde un mono oriundo de la Costa de Oro cazado por una compañía que se dedicaba a comercializar esclavos. En realidad no sabemos si era un mono o una persona. En Kafka nunca sabemos si estamos antes animales o seres humanos. Nunca sabemos si sus protagonistas son personas que regresaron al estado anterior, o animales que pegaron el salto hacia el siguiente eslabón. No me atrevo hablar de “evolución” porque los lectores de Kafka sabemos que en sus obras la “evolución” es una manera de retroceder, que la decadencia llega con el progreso.

El punto es que el mono decide dejar de ser mono para pasar a ser Pedro el Rojo. Muchas alternativas no le quedaban. Era eso o el zoológico, el varieté o el zoo. No lo dudó demasiado, apenas se dio cuenta que podía pronunciar algunas palabras, decidió abandonar a su especie. Al fin de cuentas… ¿no se ha dicho que el hombre no es una animal que habla? Ya lo dijo el filósofo también: ¡hablo, entonces soy!

El mono o Pedro, o Pedro antes de ser Pedro, no buscaba la libertad sino una salida, debía encontrar a toda costa esa salida para no quedar encallado. El mono intuye muy bien que la libertad es otra cosa. Pedro no tenía demasiadas pretensiones, solo se trataba de encontrar una salida de emergencia que no le encerrara. El mono sabe que el precio de esa salida es la libertad, es decir, la servidumbre voluntaria. Una salida que lo volverá de algún modo a encerrar. Pero el mono podrá ser mono pero no come vidrio, no confunde una jaula con un departamento y elige dejar de ser mono. Porque el mono seguirá ahí, la naturaleza estará más o menos intacta. Si se mira de cerca, se averigua en los tics de cada movimiento. Pedro es un freak, alguien que se parece a un mono, o es un mono inteligente, es decir, alguien que se parece a un hombre, que imita a los hombres y encima le sale bien.

El mono se esfuerza para dejar de ser mono, hace progresos. Al fin de cuentas el hombre le lleva al mono apenas unos siglos de ventaja que pueden allanarse aprendiendo buenos modales, apretando la mano cuando se extiende el saludo, escupiendo en la calle, fumando pipa, emulando el lenguaje de la obediencia. Dice Kafka: “Se aprende cuando no hay más remedio” y el mono observó y aprendió y después tomó clases con muchos maestros hasta que se convirtió en un perfecto “europeo medio”. Dice otra vez Kafka: Cuando Pedro todavía era mono, “veía a esos hombres ir de un lado a otro, siempre las mismas caras, los mismos movimientos; muchas veces me daba la impresión de que todos fuesen uno solo; ese hombre o esos hombres se movían sin trabas. (…) En esos hombres no había nada que de por sí me fascinase mucho. (…) Venía observándolos desde mucho antes de pensar en estas cosas, y estas observaciones acumuladas fueron lo que me impulsaron ante todo en esa determinada dirección. ¡Fue tan fácil imitar a la gente!”

El mono imita al hombre y eso puede ser un negocio pero también un problema. Ya lo dijeron, hace más de un siglo atrás, José Ingenieros en La simulación en la lucha por la vida y Ramos Mejía en Los simuladores de talento. El mono empieza a imitar al hombre y todos le creen o mejor dicho, todos sospechan. No se sabe si Pedro es o se hace, es decir, hay que testear si el mono dejo de ser mono o es un impostor. Por eso está ahí, en la Academia, reportando un informe, parado frente a los expertos, demostrando que ha aprendido la lección.

Pedro es el monito que progresó, pero también puede ser el preso que se resocializó, el preso que ahora escribe poesía, consiguió un trabajo, se puso las pilas, hizo las paces con la sociedad. Pedro es el mono que no se fue por las ramas sino por la tangente.

*Este artículo fue publicado en el sitio del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas (LESyC) de la UNQ, en marzo de 2018.


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