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Elegía

Por Julio Maier*

¡Otra vez la pena de muerte! El Sr. presidente de la Nación acaba de felicitar pública y calurosamente a un funcionario policial que mató a alguien que, presumiblemente –casi con seguridad según la prensa, para evitar encasillamientos teóricos–, había cometido un delito. Dijo también que sentía orgullo como ciudadano por la acción de matar cumplida por el policía y calificada hasta ahora por el juez competente como homicidio con exceso en la legítima defensa. Al leer su felicitación pública, recordé en el acto aquello de “uno menos”, dicho por un periodista televisivo respecto de un presunto autor de un delito contra la propiedad, a propósito de su muerte.

No conozco los pormenores que rodearon el caso, razón por la cual no estoy criticando y menos imputando como ilícita la acción del funcionario policial, que merece el mismo respeto por su libertad y honor que la vida de aquél a quien él mató. Sólo estimo que el Sr. presidente, al parecer por puro marketing político, comete nuevamente excesos bucales extraños a una democracia, que denotan muy claramente su ideología de clase. No debería asombrarme, después de que él mismo tildara a los derechos humanos previstos en el Derecho internacional de “curro” (neologismo argentino para decir picardía y estafa malvadas para sobrevivir en una actividad).

La vida es un valor no sólo para el Derecho internacional –de los DD.HH.–, sino, antes de ese aspecto, para el mundo social democrático y republicano que pretendemos componer. Y la vida de un delincuente –si así lo fuera el muerto– también es valiosa, tan valiosa como la de su víctima en la ocasión y la del funcionario policial que lo mató. No corresponde a un ejecutor, en cuyas manos está tanto el servicio de ejecución penal como el de prevención penal, el sentimiento de orgullo ante la pérdida de la vida de un ser humano, para colmo de males inclusive sin juicio y sin condena. Y éste es el segundo problema de su felicitación pública. El Sr. presidente debería respetar más, por su cargo ejecutivo, las decisiones del poder judicial, decisiones que, como las que él toma en el ámbito administrativo, pueden ser malas o buenas, pero que, seguramente, no están sometidas a su criterio personal, menos aún cuando desconoce –como yo– los pormenores del caso. Como ya otros lo han remarcado, su felicidad por la muerte de un aparente delincuente –”uno menos”– se parece más a una autorización para aquellos sometidos al Ejecutivo que portan armas y a un apriete para los magistrados, que no las portan. Esto tampoco es democracia ni república.

Al ladito del jefe nomás, nuestra jefa nacional de seguridad, por si fuera insuficiente el mensaje.

* Profesor Emérito UBA.

Fuente. Página 12.


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