Por Javier Sinay.
El crimen del colectivero Leonardo Paz –chofer del interno 1030 de la línea 56–, ocurrido el último 14 de marzo, trajo consecuencias imprevistas: luego de un paro de buses que afectó a miles de usuarios en la ciudad de Buenos Aires y en su cordón metropolitano, el ministro de Seguridad bonaerense, Alejandro Granados, anunció la instalación de cámaras de video en ocho mil colectivos que recorren, en parte de su itinerario o por completo, las calles del conurbano. “Son cámaras que no sólo graban sino que transmiten online a una central de seguridad en tiempo real”, dijo la semana pasada –un día después del crimen de Leonardo Paz–, a la salida de una reunión con dirigentes de la Unión de Tranviarios Automotor (UTA) encabezados por su titular, Roberto Fernández, donde se discutió la seguridad de los colectiveros.
La decisión de instalar cámaras para luchar contra el delito no es nueva. En 2007, la ciudad de Buenos Aires hizo punta con la creación del primer centro de monitoreo para recibir los datos de 74 cámaras diseminadas en las plazas y a fines de 2009 la Policía Metropolitana sumó sus propios aparatos. Desde entonces, la medida de vigilancia trae aparejado un debate que discute las libertades individuales y también el gasto público, y que tiene tres preguntas como eje: quién ve, cuánto dinero invertimos y qué validez tienen las imágenes en la lucha contra el crimen.
“Según estudios en otros países, no está demostrado que la vigilancia con cámaras tenga una impacto en la baja del delito”, explica el abogado Ramiro Álvarez Ugarte, director del área de Acceso a la Información Pública, de la Asociación por los Derechos Civiles. “Este es un dato muy relevante, que no informa al debate público como debiera: si la presencia de cámaras de seguridad no baja los niveles de delitos entonces deberíamos evaluar si estas políticas son necesarias o no, ya que conllevan costos altos en un marco de escasez presupuestaria. Instalar cámaras implica, por ejemplo, restar recursos a policías, patrullas, entrenamiento, etcétera”. Por otro lado, Álvarez Ugarte se preocupa también por el derecho a la privacidad de los paseantes. “Si bien no tenemos expectativas de privacidad en la vía pública, una cosa es ser vistos por las personas con quienes nos cruzamos en la calle y otra es ser filmado por el Estado”, explica. “Entonces, en términos de libertades individuales, la expansión sin control de las cámaras de vigilancia achica nuestra esfera de libertad”.
En cambio, Roberto Fernández –el jefe del gremio colectivero– opinaba a su salida de la reunión con el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires que las cámaras sí serán efectivas para prevenir o identificar a los delincuentes que intenten robar en un colectivo. “Esta gente no va a ganarnos la batalla: que la sangre del compañero Leonardo Paz valga para que la Argentina cambie”, dijo.
En la Capital Federal hay tres mil cámaras: algo así como una cada mil habitantes o, en otras palabras, un 15 por ciento del territorio cubierto.
El gobierno de la Ciudad contrató dos mil cámaras “domo” (con rotación de 360 grados) a la empresa Global View S.A., que también es proveedora –con contratos obtenidos por licitaciones públicas que, sin embargo, han sido sospechados de irregularidades– de las municipalidades de Mar del Plata, La Plata, Tigre, Lomas de Zamora y Rosario. La compañía fue comprada en su 85 por ciento, hace dos años, por la japonesa NEC Corporation, que pagó 30 millones de dólares, pero el 15 por ciento restante continúa en manos de su fundador, Mario Montoto, un ex montonero que en años de la guerra sucia respondía al nombre de guerra “Pascualito” y que llegó a ser secretario privado de Mario Firmenich (y padrino de la hija) para luego perder a su esposa (secuestrada en 1980) y considerar como un milagro su propia sobrevida.
Montoto, que hoy gobierna su 15 por ciento desde una oficina de Puerto Madero equipada con cinco relojes (donde pasan las horas de Beijing, Washington, Buenos Aires, Tel Aviv y Madrid), dirige la empresa CoDeSur, cuyas iniciales responden a “Corporación para la Defensa del Sur” y en cuya mesa chica se sientan también –y casi como una parodia del gobierno que este empresario combatió a sangre y fuego– un general del Ejército, un vicealmirante de la Armada y un brigadier de la Fuerza Aérea, todos retirados. El fundador de Global View S.A. ha sido además vicepresidente de la Cámara de Comercio Argentino-Israelí y en su representación viajó con Daniel Scioli a Jerusalén en el año 2010 para comprar un centro de monitoreo que se instaló en La Plata. Carlos Martinangeli, CEO de NEC Argentina y vicepresidente del club Quilmes, comanda ahora un plan de inversión de otros 30 millones de dólares para expandir el mapa de sus cámaras: “Aspiramos a ser en el corto plazo una de las compañías líderes en vigilancia urbana del mundo”, dijo luego de cerrar el negocio con Montoto, hace algunos años.
Aparte de Global View, hay otras compañías en el negocio de la videovigilancia: Telefónica Ingeniería de Seguridad (TIS), perteneciente a la multinacional Telefónica, y Ubik2, especializada en el control satelital. Ambas están ligadas a sectores del gobierno nacional.
“Con las cámaras, no sólo se benefician las empresas, sino también los medios de comunicación que obtienen sus imágenes”, dice, por su parte, Beatriz Busaniche, desde la Fundación Vía Libre, una ONG que pretende que la adopción de nuevas tecnologías de información y telecomunicaciones no avance sobre derechos ciudadanos. Busaniche, comunicóloga por la Universidad Nacional de Rosario y docente de la Universidad de Buenos Aires, experta en materia de privacidad, continúa: “la instalación de cámaras en colectivos es una medida oportunista que llega luego de un crimen resonante pero que no es más que una operación de marketing político”. Para ella, las cámaras no deberían comenzar a operar sin antes resolver quién tiene los registros de lo que detectan y quién accede a esos registros. “Es una medida que se toma apresuradamente”, dice, en ese sentido.
En la ciudad de Buenos Aires, la Policía Metropolitana tiene su centro de monitoreo en Barracas, donde hay doce pantallas y treinta computadoras con operadores humanos: cada uno de ellos ve dieciséis cámaras. Si observa algo raro, llama a un oficial que, a su vez, evalúa si convoca al comando en el Centro Único de Control. Desde ahí parte la orden para que un patrullero de la Policía Metropolitana o de la Policía Federal llegue al lugar que el operador está viendo en su pantalla. La policía de Macri guarda sus imágenes durante 60 días (según la ley porteña 2.602, obra del diputado kirchnerista Pablo Failde) en un datacenter de 7 petabytes (siete mil terabytes). A su vez, la Policía Federal las almacena en un datacenter de 1 petabyte. Según datos recogidos por Infotechnology.com, en 2010 la Justicia enviaba cinco oficios semanales pidiendo imágenes y en 2013, 1700: de estos, el 60 por ciento son respondidos de modo positivo.
La llegada de las cámaras a los colectivos no es exclusiva de la provincia de Buenos Aires o de la Capital Federal. En Comodoro Rivadavia la empresa Patagonia Argentina ya las tiene y en la ciudad de Santa Fe, el edil Tomás Norman (del Pro) propuso, en noviembre de 2013, la misma medida. Sin demasiado aviso, en la Ciudad de Buenos Aires ya hay quince colectivos que transitan los corredores del Metrobus y otras avenidas, equipados con cámaras. Su función no es la de prevenir delitos, sino otra, muy diferente: detectar motos y autos que pisen los carriles exclusivos del bus y sancionarlos con multas de 795 pesos.