Sin duda, el anuncio de una propuesta para reformar el sistema judicial federal por parte del Presidente Alberto Fernández representa un gran avance para mejorar su funcionamiento y promover el debate sobre el Poder estatal más cuestionado por la sociedad.
Sin embargo, el proyecto debe ser entendido como el punto de partida para lograr una reforma integral que no sólo abarque aspectos técnicos, sino también –y fundamentalmente– tienda a modificar las relaciones de poder en el ámbito jurisdiccional, con la finalidad de lograr mayor transparencia, pluralidad y control social en la designación de los miembros del Poder Judicial y del Ministerio Público, así como en la gestión jurisdiccional, avanzando hacia una auténtica democratización del servicio de administración judicial.
¿Por qué un cambio judicial?
De acuerdo a un reciente relevamiento llevado a cabo por la consultora Analogías, más del 77% de los encuestados se manifestaron a favor de una reforma judicial. Aún sin conocer sus motivaciones, fácil es prever que se vinculan, por un lado, a factores intrínsecos, como la insatisfactoria respuesta del servicio de administración de justicia, la permeable influencia de los poderes fácticos y constituidos para la protección de sus intereses y su vinculación con los servicios de inteligencia, entre otros aspectos.
Pero también es preciso admitir que gran parte del descrédito proviene de la influencia externa de esos mismos poderes (medios de comunicación, poder económico-financiero y político), a los que no les conviene un Poder Judicial fortalecido que controle y limite su actuación cuando rebasan el límite de la legalidad.
El problema central del sistema judicial radica, entonces, en la ecuación asimétrica de poder que vincula a jueces y magistrados con esos factores de poder que promueven entendimientos corporativos expresos o tácitos para proteger intereses recíprocos, mientras la sociedad permanece ajena a esas cuestiones dominadas por un saber técnico poco accesible para la mayoría de la población, que padece el resultado de esos acuerdos con pérdida de derechos y garantías. El gran desafío consiste en modificar ese desequilibro, limitando el poder de influencia de aquellos factores y permitiendo algún tipo de control social en las actividades jurisdiccionales, porque la única manera efectiva de combatir la pandemia corporativa es con altas dosis de democratización institucional. De lo contrario, es muy posible que pocos magistrados se atrevan a garantizar derechos si para ello deben confrontar con los medios de comunicación, el poder económico o representantes políticos, de quienes depende el acceso, mantenimiento y progreso de sus funciones, más aún si los derechos que reclaman protección corresponden a grupos vulnerables sin incidencia política o comunicacional. Es por ello que, frente a una violación de derechos, es frecuente que esos grupos desaventajados procuren su restablecimiento a través de los medios o sus representantes políticos y no a través del sistema judicial.
Las reformas propuestas por el Poder Ejecutivo
En el discurso pronunciado el primero de marzo pasado, durante la apertura del 138° período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, el Presidente, luego de anunciar una transformación de la justicia federal, asumió el compromiso de “ponerle fin a la designación de jueces amigos, a la manipulación judicial, a la utilización política de la Justicia y al nombramiento de jueces dependientes de poderes inconfesables de cualquier naturaleza”. Ese fue el punto de partida del Proyecto de Ley de Organización y Competencia de la Justicia Federal anunciado el 30 de julio por Alberto Fernández, cuya propuesta consiste en la unificación de fueros, la creación de nuevos órganos judiciales y la instauración de normas deontológicas o de ética profesional, tan genéricas y ambiguas que, seguramente, traerán más problemas que soluciones en manos de gobiernos inescrupulosos decididos a la persecución de jueces y magistrados que no son funcionales a sus intereses.
Un análisis particular merece la fusión del fuero Contencioso Administrativo con el Civil y Comercial. Más allá de las cuestiones de competencia esgrimidas por el Poder Ejecutivo para fundamentar la propuesta –que bien podrían resolverse por vía legislativa–, lo cierto es que ambos fueros persiguen finalidades diferentes, puesto que el Civil y Comercial resuelve controversias entre particulares, mientras que el Contencioso Administrativo guarda estricta vinculación con la plena vigencia del Estado de Derecho, toda vez que su función es controlar la legalidad de la actividad administrativa del Estado, lo cual impacta (o al menos debería) directamente en la función política, sobre todo en cuanto a la violación omisiva de derechos sociales (salud, vivienda, alimentación, hábitat, etc.). Claro que el estilo ortodoxo de sus magistrados y la incidencia de sectores ultra conservadores de la Iglesia nucleados en la Universidad Austral han convertido este fuero en un celoso guardián de los intereses de las licenciatarias y concesionarias del Estado, así como de contratistas de bienes y servicios, pero aun así, la propuesta debería estar encaminada a la transformación de ese fuero y con ello, al fortalecimiento del Estado de Derecho.
En cuanto a la metodología, hubiera sido interesante una amplia discusión con todos los sectores de la sociedad, siguiendo el mismo procedimiento que precedió a la malograda Ley de Comunicación Audiovisual, para arribar a consensos que confieran mayor potencia y riqueza a la propuesta. El “Consejo Consultivo para el fortalecimiento del Poder Judicial y el Ministerio Público”, creado por el Decreto 635/20, no suple el requerido debate, más aún cuando muchos de sus miembros son parte del problema y no de la solución, particularmente aquellos y aquellas que integran las Cortes y Superiores Tribunales de provincia, que –a diferencia de los jueces de otras instancias– ni siquiera han pasado por un examen de idoneidad para acceder a sus cargos.
Otra cuestión que enciende luces de alerta es la negociación que pueda darse en el ámbito del Congreso, sobre todo en la Cámara de Diputados, puesto que los bloques afines al FDT tal vez intenten negociar cargos de jueces o miembros de la Corte a cambio de sus voluntades para lograr la mayoría que permita la aprobación del proyecto.
Pero, más allá de las críticas mencionadas, la propuesta del Ejecutivo, como dije anteriormente, no deja de ser positiva en tanto procura licuar el poder los jueces y fiscales de Comodoro Py, abriendo el debate sobre una cuestión tan delicada como necesaria en el contexto de un gobierno popular. Pero es preciso advertir que si no se procede a la transformación de los problemas políticos estructurales que ocasionan los desequilibrios de poder, sólo estaremos cortando la cola de la serpiente.
Hacia un nuevo paradigma judicial
En este punto, conviene dejar de lado toda especulación acerca de una eventual transformación constitucional, que sin duda alguna aportaría grandes soluciones, pero que no forma parte de la actual agenda política. Es por ello que me concentraré solo en aquellas reformas que podrían lograrse por vía reglamentaria o legislativa.
1. El perfil del juez
Ética y técnica
Parafraseando un viejo adagio inglés, un gran profesor argentino señalaba que un juez debe tener un gran corazón y si sabe derecho, mejor. Porque la idoneidad técnica es un requisito necesario, pero no suficiente para seleccionar buenos jueces y magistrados. Tengan por seguro que en el Poder Judicial hay muchos más tecnócratas que buenas personas. Y ello no implica postular el regreso a la discrecionalidad política en la designación de los mismos, sino que los antecedentes del postulante en cuanto a su compromiso y trayectoria demostrada en cuestiones de interés general debe tener una valoración prioritaria, bajo estrictos estándares objetivos. Es menos probable que quien ha cultivado cierto prestigio arriesgue ese capital social traicionando la lealtad a sus principios para beneficiar a los grandes factores de poder y sacrificar, así, los derechos de la gente. Mucho podemos discutir al respecto, y sería loable que así sucediera, pero lo cierto es que el sistema meritocrático y seminarista ha exhibido grandes fracasos.
En una entrevista concedida hace pocas semanas, nuestro Presidente ha proclamado que no debemos usar “la justicia para resolver problemas políticos”. Corresponde advertir, en primer lugar, que debemos estar a resguardo de los términos polisémicos, porque suelen ser impostores. Es que no corresponde identificar la cuestión axiológica (la justicia) con una estructura estatal (el Poder Judicial). Incluso, cambiando el significado de los términos, podríamos decir algo diferente con las mismas palabras: “Usemos la justicia (el valor) para resolver problemas políticos”, tal como lo propondría cualquier “justicialista”. Porque de la otra manera entramos en el juego de la prensa canalla que titula (“adjetiva”, diría el mismo Presidente) “El polémico juez… decidió” cuando una sentencia es adversa a sus intereses y, en cambio, utiliza otra expresión: “La justicia decidió…”, cuando le es conveniente.
Desde otra perspectiva, la pretensión presidencial de no utilizar la función judicial para resolver problemas políticos es sencillamente impracticable, porque toda relación humana es política y, por ende, las relaciones jurídicas también, aun cuando sean de derecho privado. Imaginemos, por ejemplo, las relaciones entre padres e hijos: en el imperio romano los niños que nacían con alguna discapacidad eran arrojados por la Roca Tarpeya para acabar con su vida, situación que hoy sería inimaginable. Es decir, el derecho ha limitado “el poder” de los padres sobre sus hijos, al igual que la Revolución Francesa acabó con la prisión por deudas, limitando el “poder” de los acreedores sobre los deudores.
La prensa cañalla titula “El polémico juez…” cuando una sentencia es adversa a sus intereses.
En consecuencia, todas las relaciones jurídicas, con mayor o menor grado de asimetría, son políticas, sencillamente porque las relaciones humanas lo son. Es más, podríamos decir sin temor a equivocarnos que gran parte de las concepciones y desarrollos jurídicos de la modernidad reconocen como supuesto básico subyacente el legado de Montesquieu (l’Esprit des Lois), cuyo postulado se sintetiza en la siguiente expresión: “Es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites”. ¿Cuál fue la finalidad que inspiró la creación del derecho del trabajo sino la de reconocer y limitar la asimetría de poder subyacente en la relación trabajador/empleador? En igual sentido, la creación de un estatuto especial para la “defensa” de usuarios y consumidores, la existencia de una regulación especial para la violencia contra la mujer, o el resguardo de los derechos de niños y adolescentes. Todas esas producciones teóricas y legislativas reconocen explícita o implícitamente que las protecciones que procuran crear parten de esa asimetría gestada a través de relaciones interpersonales que permiten, en un sentido real o potencial, la influencia de uno sobre el otro con el fin de guiar o provocar ciertas conductas.
Y las decisiones jurisdiccionales inciden inevitablemente en las citadas relaciones de poder, legitimando o equilibrando esa desigualdad. Por eso no existe ninguna decisión judicial “apolítica”.
Ciertamente, hay jueces que adoptan posicionamientos partidarios y comprendo desde esa perspectiva la preocupación presidencial, puesto que esos magistrados violan el deber de imparcialidad que impone la función jurisdiccional. Pero eso no debe llevarnos a reducir lo “político” a lo “partidario” (polisemia aparte), como frecuentemente sucede con ciertos posicionamientos que pretenden negar la insoslayable perspectiva política del derecho en sentido amplio.
En recientes declaraciones, el Presidente de la Nación parece responder negativamente al interrogante que abre esta sección, al señalar que los jueces “no tienen que estar todos los días en las tapas de los diarios”, sino que “tienen que hacer justicia”. Pero ambas cuestiones no son incompatibles y la relevancia mediática que adquieran las decisiones judiciales –o los jueces– no depende de ellos, sino del manejo de la prensa. El ejemplo que el Presidente utiliza lo demuestra claramente. Dice Alberto Fernández: “Si quieren un ejemplo, miren cómo se trató el caso que se investiga en Dolores. Ninguno de nosotros le conocemos la cara a (juez Alejo) Ramos Padilla y miren cómo avanzó y no generó ni una sola foto de ningún imputado; así trabaja la justicia; después sacará sus conclusiones, quién es inocente, quién es culpable; no quiero que se haga hoy lo que nosotros padecimos ayer”. Resulta claro que las investigaciones que lleva a cabo el juez mencionado afectan a un sector político partidario aliado a la prensa hegemónica y esa es la razón por la que no se le conoce la cara al juez ni a los imputados. De lo contrario, si hubiera beneficiado sus intereses, su imagen hubiera circulado día y noche en las pantallas de la TV y la prensa escrita. Desconocer esta circunstancia implica negar el enorme poder de influencia de los grandes grupos económico/mediáticos sobre el Poder Judicial, que debiera ser uno de los aspectos centrales de toda reforma.
Pero lo más importante es que las declaraciones de nuestro Presidente remiten de algún modo a un viejo mito: el que obliga a los jueces a pronunciarse sólo a través de sus sentencias, aun cuando ningún precepto legal impone tal restricción al derecho de expresión. Es un lugar común, una creencia dogmática, carente de sustento legal. Equivale a decir que los legisladores sólo deben expedirse a través de las leyes o que el mismo Presidente lo haga por medio de sus decretos, sin poder manifestarse por otros medios. Es un absurdo que se da de bruces con la libertad de expresión, el derecho a la información y los principios de transparencia y publicidad de los actos de gobierno.
Lógicamente, esas facultades comunicacionales reconocen límites infranqueables para todo magistrado, en tanto no deben incurrir en prejuzgamiento, adelantando opinión sobre aquello que han decidir, o difundir datos que puedan perjudicar a personas inocentes, niños, adolescentes o colectivos estigmatizados o vulnerables; ni perjudicar el trámite de una causa. Pero una vez adoptada la decisión, el juez o magistrado no debería ampararse en esa autocensura para esconderse detrás de un puñado de papeles, sino que es sumamente saludable para la vida institucional que explique públicamente los fundamentos y alcances de sus decisiones cuando ello le es requerido.
2. Diversidad y pluralidad en Cortes y órganos judiciales colegiados
No existe una solución jurídica para el caso judicial, sino un rango de racionalidades posibles. Es por ello que vemos a diario sentencias contradictorias acerca de un mismo asunto. Porque en la mayoría de los casos hay derechos en colisión: la libertad ambulatoria frente a los bienes jurídicos protegidos en el derecho penal, la libertad de comercio frente al derecho a la vida y la salud en el caso del aislamiento preventivo y obligatorio, el derecho a la protesta frente a la libertad de circulación en el caso de las manifestaciones, por citar algunos ejemplos. ¿Y qué factores inciden para que un juez tome posición a favor de uno u otros derechos en casos de colisión? Pues, de múltiples factores, muchos de ellos subjetivos y, fundamentalmente, de la ideología, salvando la ilegítima interferencia de los factores de poder. Entonces, frente al aislamiento obligatorio, por ejemplo, un juez liberal seguramente se sentirá inclinado a pronunciarse a favor del libre comercio y la libertad de circulación, mientras que un humanista privilegiará, de seguro, el derecho a la salud. Podemos tomar posición a favor de una u otra postura, pero lo cierto es que todas son absolutamente válidas desde el punto de vista jurídico, siempre que sean una derivación razonada del derecho vigente y no estén guiadas por intereses partidarios o sectoriales.
Debemos admitir, entonces, que la diversidad argumental e interpretativa es un valor que enriquece el debate jurídico, mal que le pese a los cultores de la “seguridad jurídica”, dispuestos a sacrificar todo disenso en función de ese pragmático objetivo. La certeza de las relaciones jurídicas es, sin duda alguna, un valor importante, pero no es posible arribar a él sin contrastar antes las diversas soluciones jurídicas que puedan surgir en el ámbito jurisdiccional.
Es por ello que uno de los objetivos primordiales de toda reforma ha de ser la incorporación (sobre todo en los órganos judiciales superiores, como Cortes y Cámaras) de diversos jueces y juezas que garanticen la diversidad interpretativa para enriquecer el debate: si existen jueces en la Corte cuya trayectoria está vinculada a la defensa de poderosos grupos económicos y mediáticos, también deberían existir otros con diferentes trayectorias vinculadas a la defensa de grupos vulnerables, minorías raciales, sexuales, económicas y sociales, como referentes jurídicos (en equivalencia de género) que se hayan destacado en la defensa de derechos humanos, sociales o del medio ambiente, entre otros, porque seguramente no interpretarán el derecho del mismo modo que los primeros.
Por eso venimos proponiendo desde hace tiempo la ampliación del número de miembros de la Corte Suprema, pero modificando el perfil de los mismos, porque no es una mera cuestión numérica, sino una forma de evitar la unicidad del discurso jurídico según lo expresado anteriormente.
3. Participación popular en la selección, remoción y gestión de jueces y magistrados
El Poder Judicial desarrolla sus labores al margen de la sociedad. Si bien es de esperar que los magistrados no actúen “sobre la base de consideraciones de popularidad, notoriedad u otras motivaciones impropias”, según lo establece el artículo 70, inciso f, del proyecto de Reforma, lo cierto es que, en la práctica, la sociedad no es tenida en cuenta al momento de adoptar decisiones jurisdiccionales, a diferencia de los poderes fácticos y constituidos que inciden de manera expresa o implícita sobre la labor de los magistrados. Es decir que los jueces pueden sacrificar sin costo alguno los derechos de la gente para no interferir sobre los intereses y objetivos del poder mediático, económico o político. Ese es el resultado de una ecuación cuyo desequilibrio provoca graves perjuicios a la sociedad y, por esa razón, debería ser el principal objetivo de toda reforma.
Para superar esa relación asimétrica de poder, con la finalidad de resguardar los derechos de la sociedad, debemos generar algún tipo de vínculo entre sus miembros y el Poder Judicial. Por eso estimo que al menos deben desarrollarse dos herramientas claves:
a) La instauración de audiencias públicas en el procedimiento de selección y remoción de jueces y magistrados.
El Decreto 222/03 limitó la propia discrecionalidad del Presidente de la Nación para la designación de jueces de la Corte, permitiendo a “los ciudadanos en general, las organizaciones no gubernamentales, los colegios y asociaciones profesionales, las entidades académicas y de derechos humanos” la posibilidad de presentar “por escrito y de modo fundado y documentado, las posturas, observaciones y circunstancias que consideren de interés expresar respecto de los incluidos en el proceso de preselección” (artículo 6). El mismo decreto, firmado por Néstor Kirchner, Alberto Fernández y Gustavo Beliz, estableció que la finalidad de esa participación es la preselección de candidatos para la cobertura de vacantes en la Corte “en un marco de prudencial respeto al buen nombre y honor de los propuestos, la correcta valoración de sus aptitudes morales, su idoneidad técnica y jurídica, su trayectoria y su compromiso con la defensa de los derechos humanos y los valores democráticos que lo hagan merecedor de tan importante función” (artículo 2), generando un perfil acorde a lo que venimos proponiendo, “para para posibilitar que la inclusión de nuevos miembros permita reflejar las diversidades de género, especialidad y procedencia regional en el marco del ideal de representación de un país federal” (artículo 3).
Ese mismo procedimiento debería extenderse a la selección de todos los jueces y magistrados, sobre todo teniendo en cuenta la creación de nuevos cargos que propone la reforma, permitiendo que, una vez concluidas las presentaciones, se pueda dar lugar a una audiencia pública para analizar las impugnaciones admisibles y así lograr una democratización genuina.
Adviértase al respecto que los representantes políticos de los restantes poderes deben atravesar un arduo debate durante los procesos electorales, que incluso es obligatorio para los candidatos presidenciales (Ley N° 27.337). Sin embargo, la designación de jueces y miembros de Ministerio Público pasa absolutamente desapercibida para la opinión pública, pese a que su permanencia en el cargo es vitalicia. Es que el procedimiento de designación suele ser producto de un intercambio de intereses corporativos entre representantes políticos, judiciales y abogados de la matrícula (artículo 114 de la Constitución Nacional), totalmente ajeno a los intereses de la sociedad. De allí la importancia de regular el ejercicio del derecho de participación de los ciudadanos en el manejo de las cuestiones públicas de interés general, conforme lo exige la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (aprobada por Ley N° 26.097 durante la presidencia de Néstor Kirchner), en virtud de la cual nuestro país ha asumido importantes obligaciones vinculadas a la presente cuestión.
Dicha participación ciudadana no sólo debiera instaurarse en el procedimiento de selección, sino también abarcar el de remoción de jueces y magistrados, muchas veces signado por actos de verdadera persecución o retaliación política.
La creación de lazos entre la sociedad civil y el Poder Judicial demanda asimismo un control la gestión judicial, con una mirada externa, integral, pluralista, interdisciplinaria y participativa, que se proyecte hacia el interior del sistema, para relevar los problemas que afectan a la prestación del servicio de justicia en su conjunto, centrado en el derecho a la información y los principios de publicidad y transparencia, para nutrir a la sociedad civil de la información necesaria, difundiendo análisis, estadísticas y decisiones jurisdiccionales en general.
Un observatorio que no reproduzca el modelo de control represivo y disciplinario, sino que instituya un sistema preventivo, que no se agota en la observación y el análisis, resguardando la independencia de los magistrados.
El carácter contra-mayoritario del sistema judicial no admite, a mi entender, la elección popular de los jueces, fiscales y defensores, no obstante lo cual la participación ciudadana en los citados procedimientos y actividades resulta de capital importancia para controlar el cumplimiento de los plazos procesales, así como los estándares nacionales e internacionales vinculados con el acceso a la justicia, los derechos fundamentales, de género y medio ambiente, entre otros.
*Ex juez Contencioso Administrativo de La Plata
Fuente: Contraeditorial