El fallo que ayer absolvió a todos los acusados por el escándalo de las coimas en el Senado, consagra de algún modo la impunidad del poder político en la Argentina. Es una sensación, por supuesto. No hay por qué dudar de la integridad de los miembros del Tribunal, dos de ellos también absolvieron a los acusados de la conexión local por el atentado a la AMIA, que han fallado en virtud de una “duda razonable”. Ya se sabe: vale más un delincuente en libertad que un inocente preso.
Pero ocurre que el fallo presenta al menos una arista cuestionable: ordena investigar al denunciante confeso del delito, pone en duda su calidad de “arrepentido”, echa un manto de sombras sobre el juez de la causa y descalifica la actuación de los fiscales, que consideraron probados muchos de los hechos que investigaron. O esa gente es tonta, o los jueces dudaron en demasía.
De ahora en más, quien tenga que denunciar un átomo de la corrupción endémica argentina, se lo va a pensar dos veces. Y fiscales y jueces encargados de deshilar el entramado de las trampas, también se lo van a pensar dos veces. El cohecho, la coima, es un delito muy difícil de probar. O a usted lo agarran con las manos en la masa y los billetes marcados, o siempre habrá una duda razonable que lo libere de las rejas. Nadie dice yo pagué o yo fui coimeado. En este caso, sí. Es cierto que Mario Pontaquarto es un personaje difícil de asir y sembrador de dudas razonables. Pero confesó un delito que según los jueces del Tribunal Oral Federal 3, es dudoso, si existió. Si la duda razonable no puede ante un delito confeso, ¿qué queda entonces para el inabarcable lavado de dinero por el que hoy investigan a un íntimo del matrimonio Kirchner que, lejos de confesar, promueve la censura de prensa para que nada se sepa?
Las coimas en el Senado hicieron que un vicepresidente renunciara después de exponerlas en público. El gobierno de la Alianza, que caería víctima de sus errores y de su aislamiento, empezó a tambalearse por esa denuncia. Un grupo de senadores admitió haberse enterado de aquella Banelco para la sanción de la ley laboral. Hubo testimonios que desnudaron cómo, cuándo y dónde se repartió el dinero; hubo triangulaciones telefónicas que desenmascaraban casi el delito y que figuran en la causa judicial. Nada de eso existirá ya después del fallo absolutorio de ayer y del “Este juicio ha terminado”, con el que se cerró la audiencia. Es rigurosa y cierta la parábola del delincuente libre y el honrado preso. Tiene, eso sí, una variante que alguna vez debería contemplarse: que quien delinque, page sus culpas.